Narrativa uruguaya
Leé un avance de «Amores desiertos», de Eduardo Aguirre
Por Eduardo Aguirre / Sábado 03 de febrero de 2024
Detalle de portada de «Amores desiertos», de Eduardo Aguirre (Ocho Ojos, 2023).
Los personajes de Amores desiertos rebosan enamoramiento y obsesiones, exceso y desgano, y también cursilería y humor del bueno. Así, los cuentos que habitan se transforman en ensayos sobre las aristas de aquello (mal) llamado «amor». Leé un avance de este libro de cuentos de Eduardo Aguirre (1979), recientemente editado por Ocho Ojos.
Placeres culposos
Nunca llegué a tocarle la mano, aunque muchas veces, y por más de un segundo, ambos sostuvimos el mismo libro.
Pablo Casacuberta, La mediana edad
1
Miro hacia el final de la calle y ni rastros de mi ómnibus. Pasan muchos, pero ninguno me sirve. De una pareja que está a mi costado se desprende un muchacho bastante corpulento, con una mirada apagada, que me observa con insistencia. Lo miro a los ojos y lo primero que me viene a la cabeza es que debo de tener algo en la cara que le llame la atención, pienso en la pizza que comí hace un rato y me digo que quizás sea eso, algún resto de salsa decorando mi cara. Me llevo la mano instintivamente a la comisura de los labios, acaricio mi bigote, la barba despareja, y no siento nada.
El muchacho sigue clavando su mirada en mí y, finalmente, me saluda con naturalidad. «Hola, ¿cómo estás?», me dice. Asiento con la cabeza. No tengo ni idea de quién se trata, pero pienso que su saludo se debe más que nada a un gesto cordial y nada más que eso. Trato de desentenderme de la situación y me alejo unos pasos. El muchacho habla algo en el oído a la chica que está con él y los dos me miran. Me siento incómodo. Me deben de haber confundido con otra persona.
A lo lejos veo el ómnibus aproximarse. Me dirijo de forma casi histérica hacia el final de la fila para que no se me escape —generalmente no corro los ómnibus, dejo que se marchen, ningún ómnibus vale la pena, siempre me pareció ridículo correrlos para tratar de llegar a tiempo a cualquier lugar, como si eso fuera posible, pero ese día tuve el impulso— y en plena corrida me pecho con el muchacho, que también estira su brazo para detenerlo. La coincidencia me empieza a incomodar. Los dos, o, mejor dicho, los tres (ya que incluyo a la muchacha que va con él), vamos a subir a la misma línea. Ensayo una media disculpa, intercambiamos unas palmadas en la espalda y nos encaminamos hacia el ómnibus.
Antes de subir me detengo a observar una escena muy particular: dos viejos, en los que hasta ese momento no había reparado, se ceden la iniciativa para subir primero. Me es difícil entender cómo habían hecho para llegar dignamente y con vida a la parada. Los dos están impecablemente trajeados y uno de ellos lleva un bastón; el otro, en cambio, un paraguas —no sé por qué me viene a la cabeza que esos objetos los usan más para defenderse que para otra cosa—. El que lleva el bastón está prendido al pasamanos que tiene el ómnibus para impulsar a la gente. Le hace una seña al del paraguas para que suba antes que él, y así están unos largos segundos:
—No, que pase usted.
—No, faltaba más, pase usted.
—No, si yo no tengo apuro.
—Pero, válgame Dios, después de usted, caballero.
Y así me los imagino hasta la eternidad o hasta que uno de los dos se decida, persuadido por el chofer, que amaga con arrancar con la puerta abierta, arrastrando a los viejos por toda la avenida, lo que hubiese sido una escena maravillosa digna de aplausos. Finalmente el del bastón, el que está peor de los dos, sube primero, después de un rato de arrastrarse, eso sí, de la forma más digna y elegante posible, por los escalones; luego, el otro; y, por último, la pareja de desconocidos, que se pierde en el fondo del pasillo.
Cuando voy a pagar el boleto me llevo una sorpresa: el chofer es la persona más pequeña que podría imaginarse al frente de un volante, parece una broma de mal gusto digna de un circo. Está apoyado sobre tres o cuatro almohadones, no entiendo cómo llega a los pedales. Pienso que serán más largos de lo habitual.
El ómnibus arranca y la muchacha que oficia de guarda me entrega el cambio de forma displicente. Una luz tenue, amarillenta, ilumina el interior del ómnibus. Hay pocos asientos vacíos. Las personas van prácticamente aplastadas, sumergidas en un letargo. El ómnibus me hace pensar en la muerte, en los muertos vivos. Cuando estoy dispuesto a sentarme, el muchacho me toma del hombro y me empieza a hablar.
—¿Todo bien lo tuyo? —pregunta, como si nos conociéramos de toda la vida.
—Sí —le digo mascullando las palabras. ¿De dónde mierda te conozco?, pienso. Me siento y él busca con la mirada en el final del pasillo a la chica, y cuando la ve le hace una seña y me vuelve a hablar.
—¿Seguís en el mismo lado? —Utiliza una familiaridad que me asusta. Rápidamente hago un esfuerzo mental y aparecen en mi cabeza miles de escenas: en mi casa, en el trabajo, en presentaciones de libros, en el fútbol, en mi antiguo trabajo, en mis estudios… Y no tengo ni idea de dónde nos podemos conocer. Quizás se trate de un primo mío, hasta de algún hermano perdido. Nada, no se me ocurre nada, pero de todas formas decido seguirle la corriente, contestarle de forma austera, con naturalidad, para que no se dé cuenta de mi situación de pérdida de memoria, que me resulta vergonzante.
—Sí, como siempre —le contesto, sin saber a qué diablos se refiere con «el mismo lado».
—Todos los días paso por ahí y siempre estoy por entrar —me dice, mientras yo deseo que un rayo me haga desaparecer—. ¿Seguís en la librería, no? —Ahí sí, debo reconocer que la situación se torna insoportable. El sujeto me conoce a la perfección y yo no tengo ni idea quién es—. Capaz vaya mañana.
—Bueno, dale, te espero —miento, y él me da una nueva palmadita en el hombro acompañada de un gesto de extrañeza que le frunce el ceño, como si mi cara denotara incertidumbre, delatándome. Finalmente se marcha, se pierde en el fondo del pasillo junto a la muchacha. No quiero mirar atrás. Pienso una y otra vez de dónde nos conocemos y no encuentro respuesta.
El ómnibus se va llenando de a poco. Las personas se cuelgan de los fierros pasamanos. El ómnibus marcha lento. El aire se envicia cada vez más. Tengo la urgencia de abrir una ventana. Me falta el aire. Me siento mareado. Estoy preocupado. Pienso en lo que le voy a decir mañana cuando lo vuelva a ver, pero esta vez en la librería, en «el mismo lado», como dijo él en un principio. Me siento perdido. Confundido y perdido. Me levanto de un salto del asiento y me dirijo a la puerta delantera, no quiero que me vea, no sabría qué decirle. Bajo en cualquier sitio, necesito pensar.
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