Del golpe, caricia
Leé un avance de «El matrimonio anarquista», de Begoña Méndez y Nadal Suau
Por Begoña Méndez y Nadal Suau / Jueves 02 de noviembre de 2023
¿Y si el matrimonio fuera una forma radical y transgresora de decirse Te quiero? Este libro, editado por H&O, ofrece una deriva en torno al amor y el deseo, frente a todo lo que los condiciona. En tiempos de descrédito en la institución del matrimonio, se transforma en un alegato por el encuentro y el reconocimiento.
Pueden distinguirse cuatro principios que configurarían una teoría anarquista de las organizaciones: que estas sean
(1) voluntarias, (2) funcionales, (3) temporales, y (4) pequeñas.
Colin Ward
Para muchas parejas el matrimonio se ha hecho más alegre, más afectuoso y más satisfactorio de lo que fue en cualquier
otra época de la historia. Al mismo tiempo, se ha vuelto opcional y frágil. Estas dos vertientes del cambio no pueden separarse.
Stephanie Coontz
Al pensar en la vida con Leonard, me emociona la cualidad simbólica de ser una pareja sin hijos, defendiendo unidos
algo exclusivamente nuestro.
Virginia Woolf
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un prólogo
El 5 de mayo de 2017, tras dos años y medio juntos, los autores de este libro nos casamos en una ceremonia oficial. Lo hicimos por necesidad ritual, espíritu de contradicción, hedonismo, porque nos dio la gana. Nos casamos por muchas razones y una de ellas era la de poder decir que estamos casados. Hasta entonces, ninguno de los dos había dado muestras previas de aspirar a ese estado civil: Josep casi siempre fue reticente, Begoña ni siquiera pensó en ello jamás. Esa costumbre quedaba fuera de nuestras coordenadas culturales e ideológicas. En cuanto a los beneficios legales, repetíamos sin cesar que no nos importaban. Por lo tanto, es fácil comprender que al principio nuestras familias vieran la decisión como un capricho o una broma de dos adultos poseídos por un tardío espíritu adolescente que en su entusiasmo amoroso los llevaba a tatuarse, mostrarse en redes, acelerar su escritura y, en general, mantener actitudes exasperantes que los padres se veían forzados a encajar con tanto cariño como escepticismo. Nosotros lo veíamos de otro modo. El 3 de mayo de 2018, Begoña publicó esta columna en prensa:
Mi matrimonio cumple un año. Cuando anuncié que me casaba, nadie daba crédito. Yo, como Philipe Sollers, «nunca pensé en casarme. Salvo una vez. Y de una vez por todas». En el libro Del matrimonio como una de las bellas artes, el filósofo francés y su mujer, la escritora Julia Kristeva, cargan contra la idea del amor como fusión ideal y defienden una noción de amor como encuentro y reconocimiento con la extrañeza del otro. El matrimonio, dicen Kristeva y Sollers, son dos singularidades que chocan y que deciden hacer del golpe, caricia. Dos individuos enlazados por una misma convicción inquebrantable: la idea de que el amor que sienten es el lugar exacto en el que deben estar. Si el amor constituye un espacio de vinculación con lo extraño, casarse supone un acto poético y político de defensa de la libertad: no puedo estar más de acuerdo. Un matrimonio es la declaración pública de que hay un otro al que queremos como hogar y como casa frente a la hostilidad del mundo. Me caso contigo porque somos dos extranjeros que se han reconocido en los afectos, en los cuerpos y en las palabras. Me caso contigo porque sonamos discordantes y me gus- ta esa música rara. Sin mística y con dificultades, el matrimonio, dicen Kristeva y Sollers, es una forma de conocimiento, un proyecto vital y creativo, una de las más bellas artes. Amén y sigo leyendo: «Dos personas que se enamoran son dos infancias que se entienden mu- tuamente»; creo que es la definición de enamoramiento más acertada que he leído en mi vida. Veo al niño que fuiste y me conmuevo; veo en el niño que fuiste a la niña que fui y siento de nuevo una honda compasión. Casarse es reconstruir el propio espacio interior desde la interioridad del otro. Casarse significa también hacerse más grande y ajeno, inventar un territorio común donde ser más libres y amarse mejor.*
Quedaba claro que la boda no había sido (solo) un juego, y que «la hostilidad del mundo» justificaba la naturaleza de manifiesto público que le atribuíamos. Por lo demás, en esos días Begoña empezó a especular con la posibilidad de pensar a cuatro manos el sentido de la institución matrimonial mediante el intercambio de cartas. La propuesta era lógica: leer y escribir es lo que hacemos. Pero Josep no supo que de verdad necesitábamos mantener una correspondencia hasta que, en algún momento de 2019, comprendió que matrimonio y escritura son dos sucesos vinculados en esta casa, que en ambos se produce el mismo encuentro conflictivo entre estilo e idea, afecto y política, léxico privado y protocolo externo. Por eso empezamos este libro en enero de 2020. Lo hicimos por necesidad ritual, espíritu de contradicción, hedonismo, porque nos dio la gana. Lo escribimos por muchas razones y una de ellas es la de preguntarnos por qué casarse, todavía. El resultado es un ensayo, en tanto que aquí la anécdota sirve como larva de las ideas y el mismo lenguaje es una idea en desarrollo (o mejor, hay dos lenguajes que son dos ideas encontrándose). No obstante, es obvio que estas páginas están plagadas de confesiones íntimas, un método sin duda controvertido de reivindicar la intimidad como espacio de libertad en peligro. Así pues, El matrimonio anarquista se dirige a un lector dispuesto a sentirse concernido por las minúsculas vidas ajenas. Pero ¿acaso merecen algo aquellos que no lo están?
Begoña Méndez — Nadal Suau
Palma, 5 de mayo de 2021
Nota:
* Si Begoña hubiera escrito este texto ahora, habría añadido que el matrimonio es un manojo de días corrientes. Días que no son nada y que de repente emergen con su vital importancia. Importante significa algo que viene de fuera y que afecta profundamente. Importante es el amor, ese cruce de vínculo y de memoria que Josep menciona en una de sus cartas. Una poética del compromiso que requiere atención y tiempo. Tal vez, por qué no, este libro.
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Begoña, querida:
Durante la ceremonia de nuestra boda, lloraste cuando el concejal que la oficiaba subrayó la condición «institucional» del matrimonio. Eso fue lo que más nos emocionó a ambos: fundar una institución. Desde entonces, hemos tratado de explicar muchas veces el modo paradójico que tenemos de vivir nuestro estado civil, como si su fundación pudiera ejercer un papel liberador y hasta dinamitero sobre alguna parcela de la realidad, como si la forma clásica de monogamia contuviera alguna capacidad emancipadora digna de alinearse solidaria con quienes, por no cumplir las estrictas condiciones de lo convencional, se ven escupidos a los márgenes. Nosotros tenemos la vocación del margen, y a menudo sentimos que nos hemos instalado irremediablemente en él; pero no sé si tenemos razón. Vistos desde fuera, es probable que seamos arquetipos. En estas cartas, me gustaría forzar la tensión que se produce en ese malentendido, ver si resiste o se rompe por fin.
Sí sé que estamos casados y habitamos esa vieja alianza patrimonial con el espíritu de banqueros anarquistas, sinceros banqueros anarquistas: provocando pequeñas incomodidades en nuestras familias, en el entorno, en las cenas con esos conocidos que siguen distribuyendo a los comensales por género para que cada bando hable «de sus cosas», en las redes sociales, ojalá que en la escritura. Hay ciertas ideas acerca del carácter del matrimonio, fijadas por la costumbre, que nosotros no cumplimos o aspiramos a no cumplir. Yo no logro entender ningún chiste sobre la guerra de los sexos; leo bromas en WhatsApp que hablan de la esposa y el marido como adversarios irreconciliables y me pregunto a qué responden, cómo puede alguien identificarse con ellas; no hay divergencia en nuestras inquietudes. Y desde luego que no tenemos hijos, aunque eso no es tan extraño entre quienes se parecen a nosotros: ocurre a menudo por egoísmo o por supervivencia económica, y los pretextos ideológicos vienen después. ¿Habríamos querido tenerlos si nos hubiéramos conocido antes? ¿Nuestro creciente antinatalismo tiene raíces solo éticas, o viene dado por la biografía? Sea como sea, aquí estamos, viviendo y pensando en cómo vivimos.
Pienso que casarme contigo es una de las tomas de partido más importantes de mi vida, también de las más sorprendentes. Pienso que ha sido cualquier cosa menos una concesión a lo que se esperaba de nosotros; es más, dudo que nadie nos concibiera haciéndolo. Cuando ya solo faltaba un mes para firmar los documentos, mi madre preguntaba: «Entonces, ¿seguís adelante? ¿No es una broma?». Tu madre también se rio del anuncio, si bien ella se ríe de todo y con esa risa revienta el mundo. Llegó el día y forjamos un matrimonio con libros y sin hijos, entre dos personas que rondaban los cuarenta: tú ya los tenías, a mí me faltaban pocos años. ¿De verdad hay algo político o colectivo en esto? He planteado mal la pregunta: por supuesto que el matrimonio es político, y que tiene consecuencias sobre lo colectivo. En una síntesis que no carece de imaginación plástica, Friedrich Engels imaginó la evolución prehistórica de la familia como una reducción constante del círculo comunitario, de la humanidad a la tribu, de la tribu al linaje, de ahí al matrimonio polígamo, y finalmente al monógamo. Este constante dejar fuera a otros justifica cualquier prevención frente a la arquitectura familiar, o la ha justificado durante décadas. Pero Engels dice algo más: completado el recorrido, quedaría la pareja, «esa molécula con cuya disociación concluye el matrimonio en general». Si eso ocurriera, añado yo, pasaríamos de la pareja al individuo, en un nuevo desmantelamiento que podría no ser el último. No resulta un disparate afirmar que Occidente está ya en ese momento: la pareja es cuestionada desde el cinismo o desde la convicción, en nombre del amor romántico o de su negación (nosotros negamos el amor romántico, tú con más entereza que yo), con o sin alternativas de calidez afectiva (nosotros sabemos que las hay: es curioso leer las mejores defensas del poliamor como una vivencia frente al abismo del desarraigo, y celebrar ese discurso identificándolo en gran medida con nuestra monogamia que no cede). Volver al matrimonio a menudo es reaccionario, es decir, una reacción, y otras veces casi parece una rebeldía. Sin embargo, a nosotros no nos ha interesado «volver» a esa institución, sino crearla, hacerla en origen sin guardar memoria de su pasado o conservando esa memoria como mera advertencia, convertir el matrimonio en un lugar desde el que articular los nudos que nos ligan al otro, a cada uno de los otros. Eso, y estar juntos, con todo el sentimentalismo y el miedo a perder la exclusividad que acompañan al viejo pacto de la pareja: aquí no escaparemos de la contradicción.
El instante más memorable de nuestra boda se erigió sobre mi torpeza. Estoy acostumbrado a que esto ocurra, y me parece bien: mi vida es un guateque en el que interpreto a Peter Sellers. Fue cuando empezaste a llorar, y me hiciste señales con la cabeza y con los ojos para que te dejara el pañuelo blanco que asomaba en el bolsillo de mi americana. Querías secarte esas pocas lágrimas con él. Estábamos de pie, en el centro del salón de plenos del Ayuntamiento, a dos metros el uno del otro. Y yo fui el único de todos los presentes que no entendió nada de tus gestos, de verdad que no sabía a qué se referían los bandazos de tu cabeza y esos ojos abiertos apuntando en dirección a mi pecho, porque me pareció que se dirigían a un punto situado a mi espalda y me giré para ver qué ocurría, pero solo encontré el rostro de tu madre que se partía de risa viendo a su yerno totalmente desorientado, naufragando en el despiste, y cuando volví de nuevo la mirada pusiste cara de absoluta resignación, esa misma cara que con los años y a fuerza de repetirse se ha agriado un poco, y de pronto te adelantaste un paso, fue muy rápido, para estirar el brazo y arrebatarme tú misma el maldito pañuelo. Mientras te limpiabas los pómulos y la nariz, mi padre se moría de risa y nuestros amigos reían y dos funcionarios que custodiaban el salón se murieron de risa y el pobre regidor levantó la mirada de los papeles con el discurso que leía de corrido, estupefacto, incapaz de entender a qué venía tanta risa, qué error había cometido para ser objeto de tanto cachondeo. Yo sé que ahora voy a ofrecer literatura pendiente de un hilo, pero se me ocurre que ese momento fue bonito porque no se circunscribió a la intimidad de la pareja, no fue patrimonio exclusivo nuestro ni nos incumbió solo a nosotros: nuestra complicidad (la puesta en escena de nuestra complicidad, su conversión en un modo de estar en público) desestabilizó por unos segundos el tono del ritual en marcha, incomodó a la autoridad, y recorrió por igual a quienes asistían porque nos quieren y a quienes estaban ahí por mera obligación laboral. Generó un pequeño caos, que entonces no fue nada. Ahora, 12 de enero de 2020, casi tres años después, me pregunto si no podríamos considerarlo la semilla de este libro que queremos escribir juntos.
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