Um empujoncito y listo
Leé un avance de «Esa gente que no conocemos», de Lydia Davis
Por Escaramuza / Viernes 24 de enero de 2025
Portada de «Esa gente que no conocemos» (Eterna cadencia, 2024) y Lydia Davis (foto: Theo Cote).
Novedad de novedades este libro de relatos bien breves: Esa gente que no conocemos (Eterna Cadencia, 2024), de Lydia Davis en traducción de Eleonora González Capria, fue publicado casi al mismo tiempo que el original en inglés. Leé el primer relato del libro, una perfecta mezcla de humor, ironía y concisión.
Incidente en el tren
Estoy en el tren, viajando sola, con dos asientos a mi disposición. Tengo que ir al baño. Sin ponerme a analizar demasiado la situación, le pregunto a una pareja de la fila de enfrente si me haría el favor de cuidar mis cosas un minuto. Después, miro mejor a la pareja y me empiezan a surgir dudas: en principio, son jóvenes. Además, parecen muy nerviosos; el chico tiene los ojos inyectados en sangre y la chica está llena de tatuajes. Igualmente, lo hecho hecho está. Me levanto y empiezo a avanzar hacia el fondo. Pero, por precaución, de camino le pido a alguien, un hombre sentado a varios asientos del mío, vestido de traje y con aires de empresario, que me haga el favor de vigilar a la pareja joven, porque tengo que abandonar mi asiento un minuto y dejé todas mis cosas ahí. Es cierto que también podría volver y buscar mi bolso, con alguna excusa; de hecho, es lo que me sugiere el hombre, que se resiste a aceptar esa posición, la posición de verse obligado a interrumpir lo que está haciendo para controlar a una pareja joven que no ha hecho nada malo, al menos hasta el momento. Pero ir a buscar mi bolso se me hace un poco engorroso y, aunque fuera a buscarlo, igual tendría que dejar en el asiento un abrigo bastante caro.
–¿No puede esperar? –pregunta el hombre, aunque no es asunto suyo.
–No. Tengo otra idea. ¿Y si usted ocupa mi asiento mientras no estoy?
–No –dice el hombre–, porque entonces yo tendría que dejar mis cosas.
No está muy dispuesto a cooperar. Digo:
–Pero la mujer de la otra fila podría cuidárselas, parece de confianza. Es una señora mayor y casi no se mueve.
–Está dormida.
–La puede despertar.
–No es mi intención.
Al lado de la señora mayor, hay una mujer más joven. La mujer más joven está hundida en el asiento, dormida, y lo mismo la señora mayor, apoyada en el hombro de su acompañante.
–Dele un empujoncito y listo.
–No, no pienso hacerlo. Es más, no sé si está dormida: quizás esté muerta.
Se me ocurre que lo dice en chiste, pero no estoy segura.
Alzamos más y más la voz. Entonces a nuestro alrededor todos se exasperan porque estamos conversando y porque estoy parada en el pasillo, al lado del hombre. Todos, excepto la señora mayor, que quizás esté muerta de verdad. Tiene la boca abierta, pero no alcanzo a ver si también tiene abiertos los ojos.
–¿Podrían bajar el volumen? –dice alguien. Es la mujer que está sentada al lado de la señora mayor. Se despertó y ahora nos fulmina con la mirada–. Mi mamá está durmiendo –dice.
No me gusta su tono. Entonces me pongo un poco agresiva.
–Pensé que estaba muerta –digo.
La mujer le da un codazo a la señora y le dice:
–Mamá, te pido que le expliques a esta desquiciada que no estás muerta.
La señora abre los ojos y contempla a su hija sin expresión alguna.
–Yo no soy tu madre –dice.
–Lo que me faltaba… –dice la hija.
Mientras tanto, alguien que está detrás de ellas empieza a tararear. Es una adolescente, o tal vez una preadolescente, quizás de doce años. El tarareo, sumado al barullo que ya hay, me está empezando a afectar. Soy sensible a los ruidos.
–¿Por qué tararea? –le pregunto a la mujer que tiene al lado y parece ser la madre.
La madre dice:
–Es culpa de ustedes: la están poniendo nerviosa, tararea cuando está nerviosa o cuando la gente habla demasiado, cuando cualquier persona habla demasiado.
Se nos queda mirando, aunque sin ánimo de discutir, mientras la hija sigue tarareando. De pronto, me interesa el tema. Varias personas más se han dado vuelta para mirarla. La señora mayor intenta girar la cabeza, pero no puede girarla demasiado.
La madre me sigue explicando en qué consiste la neurosis de su hija. La adolescente tararea cada vez más fuerte.
La señora mayor empieza a alterarse. Observa a todas las personas que tiene alrededor y después fulmina con la mirada a su supuesta hija y le dice:
–¡Pero si nunca en la vida te vi, nunca!
Todavía tengo que ir al baño, aunque se me olvidó durante un rato.
Entonces el empresario, que ha llegado al límite de su paciencia, se levanta y dice:
–Está bien, me voy a ir a sentar en su lugar. Pero apúrese y vuelva rápido. Terminemos de una buena vez con esta batahola.
Me resulta extraño que haya elegido esa palabra, sobre todo considerando que es un empresario, pero no digo nada.
Me empuja para pasar y va hasta mi asiento. Quiero asegurarme de que se acomode en el lugar correcto. Reservé dos asientos, como dije, con las ventanas que miran al río. El hombre se agacha, corre mi abrigo y se acomoda en el asiento del pasillo. Entonces, entre los ruidos de la señora mayor y de la adolescente que sigue tarareando, aunque su madre ha dejado de hablar, escucho al chico de los ojos inyectados en sangre decir en voz bien alta:
–Ey, ey, ese lugar está ocupado.
El empresario dice que ya sabe y que la dueña del asiento le pidió que le guardara el lugar.
El chico se sorprende.
–¿Por qué haría algo así? –le pregunta.
El empresario se queda callado, probablemente pensando en qué responder.
El chico espera. Después, dice:
–¿En serio?
–Me pidió que me sentara acá mientras iba al baño –dice el empresario.
–¿Por qué, eh? No tiene sentido –dice el chico. Parece un poco a la defensiva.
El empresario se vuelve a quedar callado. Al final, solo se encoge de hombros.
–Ah, pero qué locura –dice el chico–, qué locura. Una mierda.
Pero lo dice en voz baja. Y lo sigue repitiendo mientras me alejo por el pasillo. Me siento un poco mal por haber hecho semejante escándalo, considerando que, al fin y al cabo, el chico está tratando de defender mi asiento, así que quizás me haya equivocado al juzgarlos a él y a su novia tatuada. Si no me inspiraron confianza fue únicamente porque eran jóvenes. Por otro lado, el chico usó palabras bastante ordinarias.
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