Narrativa argentina
Leé un avance de «Tanto», de Nurit Kasztelan
Por Nurit Kasztelan / Miércoles 13 de marzo de 2024
Portada de «Tanto» y retrato de Nurit Kasztelan por Catalina Bartolomé.
Este jueves 14 se presenta en Escaramuza el libro Tanto, de la autora Nurit Kasztelan (1982). Empezá a leer esta novela breve editada por Eterna Cadencia, un texto poético y exploratorio del vínculo de una mujer con un paisaje nuevo: «El ojo se asusta con el exceso de horizonte, necesita un límite que la tierra no le da».
Le va mal el campo; no sabe qué hacer con tanto verde en los ojos. El ojo se asusta con el exceso de horizonte, necesita un límite que la tierra no le da.
El silencio es tal que empieza a distinguir la sutileza del viento, de los árboles cuando los roza el aire. Y de los ruidos de la casa. Hay ciertos sonidos que son perfectos. El ronroneo de la heladera; el tac tac del cuchillo picando cebolla; el chapoteo continuo del agua de la canilla; el burbujear del tuco cuando rompe el hervor.
Confunde los cantos distintos del benteveo. La primera noche el gallo cantó anunciando el amanecer y ella, expectante, se vistió rápido; pero cuando fue a mirar la hora recién eran las cuatro de la mañana.
A veces cree que la falta de compañía la está transformando en una persona distinta, como si los objetos le hablaran y ella intentara descifrarlos. Se marea. Necesita voces, un bar cerca. Pero el pueblo queda a cinco kilómetros y su auto está roto, algo de la bujía, señaló el mecánico; y ella se limitó a asentir y a resignarse a una posible vida de siembra.
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Los primeros días se dedica a limpiar. Torpemente coloca los estantes que trajo y amontona los libros. La rutina la ordena: barre, cocina, baldea, ventila, riega; una catarata de acciones mínimas que la hacen sentirse útil y calma. Organiza de forma compulsiva la despensa, incluso se imagina recibiendo gente, poniendo flores silvestres para posibles invitados.
El gato vino con la casa. Las pulgas también. Las ronchas aparecieron de a dos. Se acostumbró al picor, entre otras cosas. Desinfectó, lavó las sábanas, las toallas, las almohadas y finalmente las pulgas se fueron.
El gato está en lo suyo. Va y viene a su antojo. Tal vez ahora pueda sostener eso, no asfixiarse con la demanda, con la rutina.
Llegó y faltaba poco para el verano. Estaba todo de un verde intenso. Le gustaría distinguir si el viento viene del este o del oeste, y cuál les hace peor a las plantas, cuál va a traer sequía. Su percepción del tiempo se diluye; deja de llevar la cuenta de los días que hace que está en la casa.
Sigue teniendo esa necesidad de aprender las cosas; podría hablar horas del comportamiento de las hormigas. Estaba acostumbrada a aprender leyendo y ahora quiere probar qué pasa si aprende por observación.
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A medida que el paisaje se iba modificando desde la ventanilla, algo de su temperamento se tranquilizaba.
Había poco tránsito; no tardó en llegar. Para venir no dio muchas vueltas. La edad le fue dando confianza en su impulsividad, en ese arriesgarse que hace y no cuestiona. Además, había llegado al límite. Necesitaba irse y dejar de ocuparse de ciertas cosas por un tiempo. Necesitaba respirar.
La casa es pequeña, habitable, con ventanales amplios de vidrio opaco. Rústica. De los techos de ladrillo a la vista cae polvillo constante. Abunda la madera. El ancho alero es lo que más sobresale de la casa, que no será un hogar sino el lugar donde duerme.
Desde el umbral de la puerta comienza el campo. El allá lejos donde crecen los cardos gigantes.
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Cómo cuesta.
Un espacio sin límite, abierto, sin bordes fijos. Tierra de matorrales y arbustos enanos. Lo monótono trae tristeza y deja en primer plano la bruma. La vegetación es seca, áspera, leñosa. Matas de pasto verde y grueso; un mar sin ruido ni movimiento en una tensa calma.
La mitad de lo que ve se sostiene en su propia forma de ocultarse. La luz altera el color de los pastizales, la bruma confunde. No sabe si hay un límite en el horizonte o si es todo verdor. El aire huele a madera humedecida, está viciado; el viento lo acompaña en una vibración lenta; casi imperceptible.
La luz se vuelve espesa, materia, como si el sol se hubiese puesto blanco de pensativo. No logra distinguir si el paisaje provoca melancolía o si la blancura da indicios de una futura claridad.
El campo se despliega ante los ojos de un modo recto. La sombra cubre primero el pasto espeso y luego va moviéndose hacia el este. Los colores resplandecen como un mosaico abandonado. El pastizal es esponjoso; lo que marca la perspectiva es la línea difusa que aparece luego de un amontonamiento de nubes, de un suelo que se enfrió el día anterior.
El aire parece luz, la luz parece agua.
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Es luna menguante y por eso decide sembrar. Leyó que así las zanahorias serán más ricas porque la mayor parte de la savia estará concentrada en la raíz; y últimamente ella se entrega a cualquier superstición. Elige una parte de la tierra que está bastante ácida, que tiene el fosfato y el potasio suficientes.
Primero pasa la azada por la tierra, la prepara para recibir. Mientras lo hace, repite en su cabeza las canciones de la infancia, las letras se le diluyen como un mantra liviano que la induce al sueño, «en un librito de yuyo», «jardines de madreselva», «si la mar fuera de leche». Se acuerda de un casete rojo, que en la tapa tenía el nombre de la cantante Dina Rot Cosas. Recién de adulta se dio cuenta de que Cosas no era parte del apellido, sino el nombre del disco.
Labra la tierra en silencio. Aprendió en ese librito viejo que compró en saldo a distinguir tres tipos de suelos: arcilloso, arenoso y harinoso. Es importante saberlo para poder asegurarse que ofrezca un anclaje sólido. Agarra tierra y forma una bola con la mano, se deshace fácilmente y eso indica que va a poder drenarse.
En el primer contacto con el agua, su padre le metió la cabeza en el lago helado y la hizo quedarse sumergida un par de segundos. No la sorprendió lo acuoso sino las piedras y los líquenes del fondo. La vez que se resbaló del caballo, tuvo tanta suerte que ni siquiera se dañó la espalda; solo perdió un zapato en el camino, un mocasín marrón de Kickers.
Suelta la azada, todavía no se acostumbra a su peso. Ve que por todas partes crecen yuyos, ortigas, diente de león, borrajas, cortaderas. Algunas tienen raicillas pero otras, raíces tan profundas bajo tierra que para sacarlas tiene que escarbar. Escarba con ira, como si sacarlas de su tierra fuera más que la mera acción de arrancarlas. Adiós maleza.
Con el rastrillo traza surcos de poca profundidad dejando varios centímetros entre surco y surco; confía en que define el espacio necesario entre cada uno. ¿Por qué siempre deja todo en manos de otros? Desear tanto la lastima, se pone intensa y absorbente, se disuelve demasiado rápido, casi como una geisha involuntaria.
Es temprano y todavía tolera estar a pleno sol, sin sombra. Por suerte a esta hora los mosquitos tampoco abundan.
Sus padres le pusieron Helena. Como los helechos, necesita de abundante agua para sobrevivir. Necesitar es un síntoma de debilidad, o es justamente lo opuesto, se pregunta ahora que el vacío del campo le da tiempo de llenar su cabeza de preguntas. Fue a vaciarse, pero no sabe bien de qué.
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No saber, a diferencia de otras veces, la tranquiliza.
La tierra está lista. El clima que va a acompañar el proceso, también. Las semillas, para germinar, necesitan al menos cinco grados durante todo el período, ningún sobresalto, ninguna helada.
Demasiadas reglas, piensa. Mira maravillada cómo las semillas penetran con facilidad en la tierra. Están húmedas y eso favorece; las había puesto en agua para que se ablandaran. Calcula que queden más o menos quince centímetros entre una y otra. En la parte de atrás del sobre decía que lo mejor era esparcirlas al voleo, pero ella todavía no confía en el azar. Esa entrega es algo que va a venir después.
Delimita el terreno con unos cordeles. De lejos ve una sombra que la observa trabajar, como si se burlara o no entendiera qué está haciendo con esas sogas en la mano. Escucha también el ruido de un tractor que se aleja.
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Adelantó poco ese día, hizo mucho calor. El tiempo parece estirarse, ir más lento, como si tuviera grietas. Afuera todo se revela, el cielo se extiende como un manto sobre el verde opaco. El paisaje la contiene, el recorte de lo que se ve tranquiliza. El aire tiene sabor a membrillo.
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