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Literatura latinoamericana

Leé un avance de «Ustedes brillan en lo oscuro», de Liliana Colanzi

Por Liliana Colanzi / Lunes 13 de febrero de 2023
Ilustración de portada de «Ustedes brillan en lo oscuro» de M. Ribadeneira y foto de Colanzi de Isabel Wagemann.

Liliana Colanzi (1981) sitúa este cuento en una caverna y, poco a poco, hace de ese lugar el personaje principal del texto. De una belleza bastante inquietante, Ustedes brillan en lo oscuro (Editorial Páginas de Espuma, 2022) es un libro de cuentos en el que la autora boliviana explora con destreza la fugacidad del ser humano en la historia del mundo.


La montaña fluye, el río está sentado.

Dōgen


La cueva

1

Cayó de bruces y se golpeó la panza hinchada. No había visto la piedra. La carne del conejo se desparramó en la nieve, salpicándola de manchitas carmesí. La joven se arrastró hasta la cueva. Algo se había reventado en su interior y se le escapaba entre las piernas. Aulló su dolor: los murciélagos pasaron en tropel por encima de su cabeza. Había empezado a hincharse hacía varias lunas después de unas fiestas a las que invitaron a los hombres de otro clan. No sabía quién la había preñado y tampoco importaba. Lo que importaba era ser hábil para cazar y ágil para correr, y se conocía que las hembras que cargaban bulto eran más lentas y se quedaban rezagadas, por lo cual debían permanecer en el asentamiento hasta que les llegara el momento de parir.

El dolor la tiró de espaldas. Trató de recordar qué hacían las mujeres en esas circunstancias. Con los ojos de la mente vio a su madre de cuclillas, expulsando en el suelo crías flacas y azuladas que invariablemente morían a los pocos días. Solo ella y su hermana habían sobrevivido y eran fuertes y tenían destreza para seguir agarradas a la vida. Se puso de cuclillas y sintió de inmediato el impulso de pujar. No debió haberse alejado del asentamiento estando hinchada, pero le aburría quedarse con las viejas mientras las hembras jóvenes iban en grupo tras el rastro de los bisontes. De modo que salió sin que la vieran y fue a revisar una trampa que ella misma había armado tiempo atrás con ramas de pino: encontró al conejo temblando, atrapado entre las ramas, y sintió una alegría inocente al degollarlo. 

Satisfecha de sí misma, no reparó en la piedra… Y por ese estúpido descuido estaba echando bulto antes de tiempo y sin ayuda. Por suerte la cría ya resbalaba entre sus piernas, una salamandra húmeda. La buscó a tientas, pero un estremecimiento le partió en dos el espinazo. ¡Otro bulto…! La segunda cría cayó al lado de la primera. Ella se tumbó sobre los codos, exhausta, y cortó con el cuchillo las tripas moradas que la conectaban a las criaturas recién nacidas. 

Alzó a las pegajosas crías, una en cada mano: una hembra y un macho que estiraban hacia ella sus bracitos rayados por las delicadas raíces de sus venas. Aterida y ardiendo del esfuerzo al mismo tiempo, confusa en su cansancio, los miró intrigada. Acababa de ocurrirle algo terrible, aquello de lo que las viejas hablaban en susurros alrededor del fuego: había parido niños dobles. Esa era la inequívoca señal de su transgresión. Las bocas diminutas, idénticas y hambrientas, se prendieron de sus tetas, y la tracción –a la vez placentera y dolorosa– le alivió la congestión de los pezones.

A lo lejos el coyote cantó: la noche galopaba cerca. Había sobrevivido al bulto como antes había sobrevivido a los gonfotéridos y al frío y al hambre y a la fiebre. El instinto de la vida volvía a revolverse en ella, alerta y afilado. El viento empujó ráfagas de nieve entre los carámbanos y le recordó que tenía que apurarse. Desprendió a las crías de sus tetas y las acercó a la luz para contemplarlas otra vez: eran casi translúcidas, cubiertas de un vello finísimo. Las llevó hasta el fondo de la cueva y, en un gesto motivado por la curiosidad o el juego, imprimió las cuatro pequeñas plantas de esos pies ensangrentados en la pared de la caverna, y al lado estampó las palmas de sus propias manos sucias. La simetría de las huellas en la roca despertó en ella la sensación de haber logrado algo. Luego, con el mismo gesto limpio que había usado con el conejo, abrió un tajo en los cuellos de los niños dobles. Las crías lanzaron un maullido suave antes de que las tapara la oscuridad.

Ella dio un paso fuera de la cueva y, ya sin bulto, se echó a correr a través de la estepa nevada.


2

Xóchitl Salazar, ayudante de cocina de veintidós años, se perdió una noche de tormenta eléctrica mientras regresaba caminando a su pueblo después de trabajar en un puesto de tamales en la Guelaguetza. Desorientada en la oscuridad y aterrorizada por los relámpagos que cruzaban el cielo como várices, fue a dar a la cueva. Desde allí intentó comunicarse con su novio, que no había estado de acuerdo en que fuera a la fiesta. Su celular había perdido la señal, pero la luz azul de la linterna dispersó la voracidad de la sombra.

Lo que vio se quedó grabado en su retina: la pared del fondo estaba cubierta de pinturas rústicas que conformaban un complicado fresco prehistórico. Las imágenes se superponían; era evidente que habían sido añadidas por diversos artistas a lo largo de los siglos. La muchacha tuvo miedo: lo que el conjunto revelaba era un orden prohibido, una herejía. El tamaño de los animales no guardaba proporción con el de los humanos. Algunos eran grandes como hipopótamos o elefantes, aunque elefantes e hipopótamos nunca se habían visto en Oaxaca. Y las posturas de las figuras humanas evocaban –se persignó dos veces– escenas de sexo grupal. Acercó la mano a la huella de otra mano estampada en la roca: su palma cabía exactamente en ese contorno.

Casi amanecía cuando escampó y Xóchitl Salazar por fin pudo regresar a casa a través de los campos, con el vestido enchastrado de lluvia y barro y con la noticia de su descubrimiento. Pero no llegó a hablar. El novio, enfermo de celos, la esperaba detrás de la puerta con un bate en la mano. Ella casi no registró el golpe. Quedó tendida boca arriba, con la frente hundida y la imagen de esos extraños animales pegada en las pupilas.


3

La luz brotó del fondo de la noche sin que ningún ser vivo la notara. Una llamita plateada del tamaño de un anillo, surgida de la nada. La luz se detuvo en medio de la cueva, suspendida, se infló de golpe y creció varias veces su tamaño. En su interior se dibujó el contorno de una crisálida hecha de agua o de alguna otra sustancia trémula. Giró sobre su eje, primero sin prisa y luego a gran velocidad, hasta que la cueva se convirtió en una cápsula de luz vibrante. Se oyó el croar de un sapo; desde la aldea llegaban los cantos en honor al dios del trueno.

La crisálida se descolgó de la llama hasta tocar el piso. La luz comenzó a plegarse sobre sí misma hasta hacerse del tamaño de una mota que el sapo se tragó de un salto. Ya en el suelo, la crisálida convulsionó. Sus labios se abrieron como la boca de un pescado agonizante, y con cada espasmo eructó en el aire nocturno una lluvia de partículas. Y después de vaciarse, la crisálida se desintegró.

Las partículas arrojadas al aire se alojaron en el techo de la cueva, donde fueron descompuestas por los hongos o devoradas por los murciélagos que hibernaban allí. Con los años esos murciélagos desarrollaron una mutación en la boca y la nariz que les permitía ser más efectivos para captar ondas sonoras y así localizar insectos. Los sembradíos del pueblo cercano se vieron libres de las plagas que los azotaban y que causaban hambrunas y enfermedades mortales.

A partir de entonces se multiplicaron las cosechas, y con el paso del tiempo la aldea se convirtió en un pequeño y floreciente imperio: sus tejidos y cántaros, de formas y diseños originales, llegaron a ser conocidos entre los pueblos más lejanos. También empezaron a ensayar un sistema de escritura silábica a través de glifos, que usaban para contar cómo los humanos eran descendientes directos de los árboles.

Esta prosperidad atrajo la envidia de los pueblos vecinos. Una noche, mientras los habitantes dormían la borrachera después de un largo y bullicioso festejo al dios del trueno, fueron sitiados por el ejército enemigo. Los hombres fueron asesinados o sacrificados a otros dioses, las mujeres entregadas como esclavas y las casas y los templos ardieron hasta los cimientos. En pocos años nadie se acordaba de aquella ciudad ni de sus habitantes. Lo único que quedó de esta breve civilización fue su tejido, que se mantuvo vivo a través de las esclavas y pasó a formar parte de la cultura vencedora.

Los murciélagos mutantes sobrevivieron varios cientos de años apretados en el vórtice de la caverna durante los meses de invierno en un racimo de pequeñas bocas y orejas puntiagudas. Con el tiempo lograron desplazar a otras especies de murciélagos. Se extinguieron abruptamente a fines del siglo XVI a causa de un virus que llegó de Europa en la nariz de un fraile dominico que iba camino a un juicio de herejía contra unos indios zapotecos. El hombre se detuvo a echar una siestita a la sombra de la cueva y nunca se enteró de las consecuencias de ese repentino estornudo que lo despertó: en su sueño caminaba por los frescos patios de su monasterio en Caleruega mientras el sol caía en picada sobre los rosales.

Semanas después los esqueletos de cientos de murciélagos, delicados como agujas de pino, alfombraban el piso de la cueva. Las lluvias de julio, más fuertes de lo habitual, terminaron por arrastrarlos.


4

Los siglos en que existieron los murciélagos mutantes fueron prósperos también para la cueva. Su guano, compuesto de cutículas de insectos, sostenía la vida en el crepúsculo. Los escarabajos depositaban en la mierda sus ninfas, miniaturas fósiles y hambrientas que encontraban allí refugio. Dentro de la materia oscura la larva atravesaba la noche cerrada de su metamorfosis hasta emerger ya en su forma definitiva. Colonias diligentes de hongos y bacterias trabajaban los excrementos hasta descomponerlos, para ser luego devorados por los coleópteros. Y las salamandras, atraídas a su vez por los escarabajos, se ocultaban en los intersticios de la roca.

Todo este mundo colapsó con la repentina desaparición de los murciélagos. Como con los palitos chinos, la pieza que faltaba hizo que el edificio entero tambaleara. Fueron tiempos quietos en la caverna, al menos para los ojos incapaces de ver el trasiego de la vida microscópica. Hasta que una manada de coyotes empezó a frecuentar la gruta y el ciclo comenzó de nuevo, parecido al de antes pero nunca exactamente igual. El ciclo de la vida cuyo eje es la mierda, el guano, el excremento generoso. El regalo que un ser vivo hace al otro, sin saberlo, y a través del cual la existencia continúa. La mierda como vínculo, como eslabón fundamental en el mosaico de las criaturas.

Discreto, constante, aferrado a su pedazo de roca en el borde mismo de la luz, el musgo parecía uno y el mismo a lo largo del tiempo. Por su colcha circulaban los insectos hambrientos y las esporas que después dispersaba el viento. 

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