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Difusión

Leé un fragmento de «El origen de las palabras», de Damián González Bertolino

Por Escaramuza / Martes 22 de febrero de 2022
«El origen de las palabras», de Damián González Bertolino (Estuario editora, 2021).

«La normalidad nos ciega ante la tragedia. Sabemos que cierto tipo de desgracia gusta de anidar en la normalidad y es por eso que, de una manera atávica, desconfiamos de esta última», escribe Damián González Bertolino. En este fragmento de El origen de las palabras (Estuario editora, 2021), el autor bucea en un episodio de la historia personal y en las sucesivas hipótesis del qué habría sucedido si

Damián González Bertolino (Punta del Este, 1980) es docente y escritor. Obtuvo el Premio Nacional «Narradores de la Banda Oriental» por su libro El increíble Springer en 2009, reeditado luego por Entropía en Buenos Aires y por Estuario editora en Montevideo. Publicó además las novelas El fondo (Estuario editora, 2013; 2015), Los trabajos del amor (Cosecha Roja, 2015), Herodes (Estuario editora, 2018) y El origen de las palabras (Estuario editora, 2021). 

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I

El primer recuerdo de mi vida es en realidad un injerto.

Cuando tenía un año y medio de edad estuve a punto de morirme. La historia de cómo ocurrió es uno de los hechos más importantes de mi familia, aunque esta familia, a su vez, ya se disgregó y el relato en sí se ha soterrado con los años, aplastado entre tantas otras cosas importantes que nos acontecen. Los integrantes de la familia se ven poco, e incluso han pasado más de dos décadas desde la última ocasión en que todos comieron en la misma mesa.

En el centro de la historia está mi madre. Es una muchacha de 19 años, sola en una casa en la que normalmente hay gente por todas partes. Yo estoy colgando por los tobillos de una de sus manos. Con la otra me golpea en el medio de la espalda. Boca abajo y desnudo, soy un amasijo morado que ni siquiera llora, que apenas hace un ruido que podría ser el resultado de pronunciar dos consonantes como C y JCccjjj, cccjjj, cccjjjj… La saliva, invadida por la sangre, baja desde mi labio superior, pasa sobre mi nariz, anega mis ojos y me deja una unción rabiosa en la frente. Más adelante forma un hilo que une mi cuerpo al suelo. Es una calurosa mañana de fines de noviembre. Mi madre está embarazada de ochos meses y el esfuerzo la lleva al límite de sus capacidades físicas. Tiene el brazo izquierdo entumecido, pero no me cambia de mano, porque es diestra y así me puede pegar con más fuerza, precisión y rapidez. Acaba de sorprenderla entonces la conciencia de su agotamiento, que compone la siguiente reflexión: Debe haber un golpe que sea el último de todos, por fin. Mejor dicho: sabe que habrá, fatalmente, un golpe que será el último. La cuestión es que intuya cuál es el instante en que las condiciones hagan posible la realización de ese golpe y pueda dirigir las fuerzas que le restan hacia eso que cuelga de su mano izquierda, para que de allí adentro salga de una vez por todas su hijo tal como había sido hasta un momento atrás.

Y ahora, con tenacidad, la secuencia retrocede, se pliega y se desenrolla de nuevo; se repite como esos sueños esquivos que nunca terminamos de evocar por completo… Llego otra vez a la misma imagen. Mi madre va a dar el último de los golpes y me cuesta acceder a esa parte de la memoria en la que se produce la escena. Tienen que darse condiciones que desconozco o que no dependen por completo de mí. Lo que persigo se encuentra en un sitio que podríamos llamar la vista periférica de la memoria; es también un detrito, una escoria granulosa, el resultado de la presencia de las memorias de los otros. En este caso, las memorias de mi madre y de mi padre. Mi propia memoria no cuenta y se sirve de esa memoria de los demás: una vestimenta prestada que se ajusta bien en algunas partes, pero que aprieta o queda holgada en otras.

La casa en donde transcurre este recuerdo está en el barrio Nuevo París, en Montevideo. Es la casa en la que se crio mi madre y en la que continuó viviendo mi abuelo luego de separarse de mi abuela. Mi abuelo, Ángel Bertolino, murió allí mismo a finales de los años ochenta.

Pero volvamos a la calurosa mañana del final de la primavera del ochenta y uno. Mi madre me acostaba para cambiarme el pañal. Estaba sola en la casa. Mi padre había salido temprano a trabajar: tenía por fin trabajo en la construcción. Mi abuelo tampoco estaba. Se trataba, por otra parte, de una escena repetida, de una normalidad absoluta en su vida de madre. Me colocó boca arriba sobre las sábanas y comenzó. En esos años eran raros los pañales desechables, así que lo que hizo, con la paciencia que daba la repetición, fue separar cada una de las prendas que en su conjunto formaban el pañal. Nada extraño. La normalidad nos ciega ante la tragedia. Sabemos que cierto tipo de desgracia gusta de anidar en la normalidad y es por eso que, de una manera atávica, desconfiamos de esta última. En los relatos que mi madre ha hecho de aquella mañana, de tanto en tanto, hay un momento para concederle a la normalidad una dirección. «Era una mañana como cualquier otra… Te estaba cambiando los pañales, como siempre». Entonces yo alcanzo con los dedos el tapón del envase de la crema curativa (la celebérrima Dr. Selby), lo aseguro un instante en mi puño y después me lo meto en la boca. Los padres siempre son lentos en estas circunstancias. Son lentos para ellos mismos, cualquiera sea su estado físico o su agilidad mental. Nunca dejan de verse lentos; más que eso: ingenuos y descuidados, aunque no lo hayan sido nunca, ni un segundo. Así se ven y se verán, y el recuerdo no puede más que acentuar la lentitud o la falta de reacción y, como un efecto complementario, subrayar también la habilidad de los hijos. Los hijos son cada vez más rápidos, inalcanzables.

Según mi madre, hubo un segundo en el que no pasó nada, lo que tardó mi lengua en reconocer la presencia acanalada de la superficie del tapón, quizás en levantarla hacia el paladar y esperar la contracción en la garganta para que ingresara más en mí mismo. Cuando sus dedos entraron a través de mis labios, lucharon en vano, porque ya me había tragado el tapón.

«No sé dónde tenía la cabeza en ese instante», repite mi madre del otro lado del teléfono cuando la llamo para que me aclare una vez más, a varios miles de kilómetros y en el medio de la noche, algún detalle que ha permanecido opaco frente a lo que escribo. Y es luego de esa frase cuando ella se pone a llorar.

Cuando un objeto de las dimensiones de ese tapón ingresa a la garganta de un niño tan pequeño, existen escasas o nulas posibilidades de que pase hacia la tráquea. Lo que sí puede hacer es estacionarse entre la laringe y el esófago y generar de ese modo un síndrome asfíctico grave. Por lo tanto, para impedir la asfixia, el niño debe toser.

Me levantó de la cama, me colgó de los pies con una mano y me golpeó en medio de la espalda con la otra. Aguardó un momento para apreciar el efecto y se dio cuenta de que no ocurría nada, solamente se me había juntado un poco de saliva entre los labios. Luego recorrió las distintas partes de la casa y pidió ayuda. Como fue en vano, cruzó el patio interno. Entretanto, no dejaba de pegarme. (Se me ocurren frases: tenues cantos de sirenas que buscan disuadirme de tener que ir de adelante hacia atrás para que me abandone, al final, a una sensualidad en la que la imagen ilustra, pero satura… Yo como un badajo de carne tocando las invisibles paredes de la campana de la muerte.)

El color de mi piel pasó del rojizo al morado. La baba colmaba el hueco de mi paladar, rebalsaba mi labio superior y caía en goterones sobre las baldosas o formaba un hilo que resistía adherido al suelo lo que mi madre tardaba en avanzar, tantear la puerta en dirección al patio exterior y a la calle, una calle que hasta el día de hoy se sigue llamando Triunfo.

Llegado un punto, era notorio que me estaba muriendo. No tenía aire. Mientras tanto, mi madre se aprontaba para darme el golpe final. No sabía si final con respecto a qué, pero tendría que ser el último; el golpe que descargaría con todas sus fuerzas a riesgo de causarme una lesión si continuara con vida; el golpe que más tarde recordaría de entre todos cuando yo muriera. Pero se hallaba exhausta. Estaba embarazada de ocho meses de una niña que, preveían los médicos, no nacería en condiciones normales. La causa de esa suposición era que, mientras mi hermana se encontraba en plena gestación, yo había contraído rubeola y alterado sus posibilidades de desarrollo al contagiar a mi madre. Por eso creo que en cada golpe se estaba jugando algo mucho más grande que mi sola vida, algo cuya formulación a través de las palabras es difícil de realizar porque, al nombrarlo, al decir qué podría haber pasado, se corre el peligro de caer en la mezquindad o en la inexactitud.

Pero, después de todo, los milagros, los más grandes y también los más pequeños (¿y no es una suerte de contradicción decir pequeños milagros?), ¿no son milagros porque tienen un asiento, un fundamento extremadamente minúsculo que escapa de forma drástica a nuestros sentidos? ¿Qué sucede y qué deja de suceder en nuestro cuerpo, y a qué nivel, para alcanzar luego proporciones mayores? Como una función de un relato, un par de moléculas de oxígeno se adhirió y llegó en su proceso hasta el punto indicado, viajando en un glóbulo, haciéndolo brillar en el camino a través de un capilar para asistir a la membrana indicada, quizás justo en el momento en que mi madre tomaba impulso con su brazo derecho para descargarlo con las fuerzas que le restaban. «Te pegué tanto! No podía creer que tuviera que pegarte así. Y eras tan chiquitito y tenía que pegarte…».

Escupí el tapón, semioculto en un espumarajo de sangre. Entonces comencé a llorar y a recuperar el color. Mi madre se dejó caer, pero conmigo asegurado entre sus brazos. Ella también lloraba. Ahora, todo el peso de lo que no llegó a suceder caía sobre sus hombros.

Durante toda mi vida, la memoria de este hecho se ha reajustado. Siempre creí que mi madre no había estado sola y que todo había transcurrido de noche. En esta otra versión, era mi madre la que corría conmigo en sus brazos y me ofrecía a mi padre, como en un rito arcaico, para que él me bajara el rigor de sus golpes sobre el lomo. Me relamí durante años en el simbolismo casi perfecto de la escena: expulsado ya del vientre materno, mi padre me despabilaba de un manotazo para lanzarme de lleno a este mundo plagado de ilusiones y peligros en el que tendría que valerme por mí mismo. Era perfecto. Quizás yo lo creí así al desoír algunos fragmentos y con el ánimo de lograr un cierto resultado. En mi última conversación con mi madre acerca del tema, afloró la otra verdad, y me sentí algo defraudado al saber que mi padre estaba ausente, pero la sensación no duró demasiado.

La historia mantuvo su riqueza: la mano de quien me había dado la vida podía contribuir a quitármela del todo o a devolvérmela. Es la esencia, también, de toda historia de amor.

Sin duda se trata de un final feliz. ¿Y por qué desaprovechar un final feliz, después de todo, con lo escasos que son? Un mes más tarde, en los últimos días de 1981, nació mi hermana, y su llegada desmintió los oscuros pronósticos de los médicos.

Cuando pienso en tales hechos, me imagino ese mundo posible en el que dejé de estar junto a mis padres, esa probable huella de contornos imprecisos que pude haber sido; y también cómo ellos, con qué argumentos y qué métodos, habrían preservado aquella personalidad interrumpida, apenas manifiesta. Todo esto en una primera instancia, y con sus riesgos, pues se queda en la filosa lógica del qué habría sucedido si… En cuanto a mí, supongo que, si me hubiera muerto, lo que estoy viviendo sería la respuesta a esa pregunta. Pero llega un momento, tarde o temprano, en que uno empieza a cuestionarse cuál sería la vida, o de otro modo: ¿esta vida es necesariamente la respuesta a esa pregunta?

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GONZÁLEZ BERTOLINO, Damián. El origen de las palabras. Montevideo: Estuario editora, 2021. 

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