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Los libros de mi (joven) vida: María Gainza

Por María Gainza / Miércoles 11 de setiembre de 2024

«Yo he perdido el tiempo literario de manera bestial», reconoce María Gainza ante nuestra propuesta de escribir sobre los libros de la vida. La autora argentina, que acaba de lanzar Un puñado de flechas (2024), una nueva colección de textos inclasificables y geniales, se da el gusto de escribir no sobre libros, sino sobre revistas, ese bagaje tan sugerente y propio de una época pasada. Y sobre enormes coffetable books.

Una escritora de un país lejano daba una conferencia y como su tema se tocaba con el mío, la curiosidad venció a la pereza y una noche helada me obligué a caminar hasta un petite hotel de zona residencial. La charla versaba sobre «libros secretos» y la mujer, una académica seria y suave, comenzó leyendo un texto en el que admitía que le daba vergüenza desplegar esas lecturas, justamente por su carácter íntimo. Me pasé la lengua por los labios, imaginé qué sacaría a relucir la dudosa literatura de su adolescencia. Pero, ante mi sorpresa, la señora admitió que, a los once años, dentro de una familia a la que le importaba poco y nada los libros, ella había encontrado en una biblioteca vecinal a Virginia Woolf y que después, sin titubear, con solo leer las recomendaciones de las solapas, había llegado a Thomas Mann y a Proust, como si eso fuera el fluir natural de las cosas. Es decir, desde muy jovencita había entrado en el canon sola y sin malos pasos. Lo que me interesó de su relato fue su eficacia o, por decirlo de otro modo, su falta de tiempo perdido. Y eso por supuesto, me interesó en relación a mí: ¿cuántas cosas nos interesan en relación a una? Casi todas. 

Yo he perdido el tiempo literario de manera bestial. Además, nunca supe por dónde empezar. Presento la evidencia: hace seis meses murió mi madre y tuve que ir a desarmar la habitación donde viví hasta los 18 años, obligada a decidir qué se iba al Ejército de Salvación y qué se venía conmigo. La habitación estaba intacta. Repasé los libros en los estantes. El primer combustible que cargó mi cerebrito sugestionable. No sé si podríamos llamar a eso una biblioteca. Había algunos libros de Beatrix Potter, estaba la colección Robin Hood, había varios «buenos malos libros», de mi adolescencia, bestsellers del tipo Sidney Sheldon de los que ya no podría decir nada, salvo que se leían muy rápido. Pero había otra cosa más, algo sobre lo que había pensado poco hasta ahora: decenas de revistas y coffetable books. Mi madre era adicta a la moda e ir al quiosco del Hotel Alvear a buscar el flamante número de Navidad o el especial de invierno de una revista importada, la ponía exultante; mi padre era aficionado a la Polaroid y siempre volvía de sus viajes con un libro de fotografías: libros grandes, ridículamente pesados, de tapa dura y páginas satinadas que se apilaban uno sobre otro como mastabas en la mesa del living, un poco como decoración y otro poco, supongo, para ser usados como piezas de conversación cuando la charla languidecía con las visitas. Como una hormiga que se estockea para el duro invierno de su descontento en familia, mes a mes yo me llevaba uno a mi habitación. 

Por eso no me sorprende cuando veo en el primer estante de mi habitación un libro de Robert Vavra, Unicornios que he conocido. Era un libro poderoso. A los doce años se sentía como tener una falsa pared en la habitación que, al correrla, dejaba al descubierto un boquete de esos que cavan los presos para alcanzar la libertad. Treinta años más tarde me da miedo hojearlo porque temo no estar a su altura, arruinada por la erudición occidental que he adquirido de grande. En algún rincón del mundo, Vavra había encontrado al Unicornuus africanus y ahí estaban las pruebas. Fotografías de unicornios en una época cuando la noción del Photoshop no existía en nuestro vocabulario. No era el animalito histérico y almibarado que surgió después en los dibujos animados. Era un unicornio fabuloso y pacífico, íntimo y distante, muy dueño de sí. Algunas fotos eran tomadas de lejos, con teleobjetivo, otras parecían haber sido sacadas a pocos metros. Con ese libro entendí lo que puede llamarse «la excitación del ojo». Yo miraba y entraba en un sueño lúcido. Estaba ahí, en la región del Kilimanjaro, a metros de esa criatura tan femenina como masculina, con su espumosa crin blanca y cuerno prodigioso. Los hipopótamos y jirafas que veía en el zoológico a tres cuadras de mi casa eran surrealistas, ¿no era el cuerno del rinoceronte una prolongación capilar? ¿el diente del narval algo exhibido en museos? Desde lo más profundo del abismo, mi mente científica se rendía; sentía que participaba de una loggia, que los poseedores de ese libro teníamos un secreto compartido. Las fotos eran en colores apagados como pasados por un filtro empañado, con ese flou tan característico de los setenta, el que había puesto de moda David Hamilton (a quien a su vez conocía por las láminas que vendían en Pósters del Tiempo, un local en la calle Florida, donde me pasaba horas mirando las bateas como si fueran un libro gigante). Mantuvimos una fructífera relación telepática el unicornio y yo. No podría decir si en esos momentos era yo la que estaba dentro del animal o si era el animal el que estaba dentro de mí. Pero en días raros, cuando mi vida se escoraba, yo podía abrir el libro y en un periquete cruzar a ese otro lugar.

Al libro de unicornios le siguen las revistas National Geographic, las veo con sus lomos amarillos tan apretadas que necesitaría una pinza para sacar alguna. Por consumir esas revistas soñé con ser fotoperiodista, incluso llegué a inventar un amigo imaginario: Facundo Espinosa había terminado el calvario escolar e iba por el mundo como corresponsal de la revista. Facundo no veía el sentido de organizar una expedición sin la garantía de capturar con su cámara, como mínimo, un animal nunca visto. Con sus aventuras por el desierto anduve fabulando como un año hasta que me cansé y le admití a mis compañeras de colegio que Facundo no existía. Me llamó la atención el poco revuelo que causó mi confesión. 

En el mismo travelling sin corte, pero ahora en el estante inferior, mis ojos captan libros de Walker Evans, Henri Cartier Bresson y Ansel Adams, y después aparecen los tótems, mi conexión directa con los dioses: torres de revistas Vogue, Bazaar y Vanity Fair. Columnas zigzagueantes de ejemplares que ya en mi juventud son tesoros vintage (las debió haber coleccionado mi madre, que no era coleccionista, pero tenía el síndrome de Diógenes, que se le parece mucho). Traían portfolios de Edward Steichen, George Hoyningen-Huene, Lee Miller, Horst P. Horst, Irving Penn. La claridad visual de esas producciones fotográficas, ese mundo paralelo de delirio, tanto más real que el torpe pastiche de eventos, conversaciones e imágenes que conformaban mi realidad, me fascinaba. Sabía que eran paraísos artificiales pero el solo mirarlas hacía que mi día, que se proyectaba angosto, se ensanchara, como esos rollos de género del Once que parecían de medio metro de ancho pero de golpe el vendedor desplegaba sobre el mostrador y descubrías que medían el doble. A la mujer entre elefantes de Avedon o a la mujer sobre avestruces de Norman Parkinson (el menos conocido de los fotógrafos famosos), las tengo tatuadas en la mente. En esa época yo no pensaba si lo que veía era ficción o realidad, si era producto de un encargo comercial o arte por el arte. No era una platónica tampoco: entre el unicornio hermafrodita, las ranas cristal de la Nat Geo y la Edith Sitwell de turbante negro de Cecil Beaton, un ave triste anclada a la tierra con anillos como grilletes, no veía gradaciones de verdad.

No leí a Proust, ni a Woolf ni a Thomas Mann de joven. Esas lecturas, llegaron después de terminar el colegio, y para entonces las fotografías ya habían ocupado una parte de mi disco rígido como un rico colchón de hojas por el que el rodillo del tiempo ha pasado. En estos días, mientras escribo, me pregunto cuánto tiempo he perdido sin leer lo que había que leer, simplemente mirando. Una parte de mí conoce la respuesta —mucho— pero otra, la menos melancólica o la más vital, cree que siempre que se pierde algo, se gana otra cosa. A veces la gente tiende a despreciar lo que amó de joven. No lamento el azar cronológico que hizo que descubriera a Mark Twain y a Gogol de grande. La culpa literaria funciona al revés: a veces los libros buenos se nos cruzan demasiado temprano y una los lee sin estar lista y la lectura cae en saco roto. Yo no he tenido una buena biblioteca, pero he tenido una hermosa hemeroteca. Llegará la hora en que sostenga que mi ecléctica educación visual fue la que me dio una profesión como lectora de imágenes.

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