Escultóricas pilas
Los libros de mi vida: Alejandra Kamiya
Por Alejandra Kamiya / Martes 05 de noviembre de 2024
«Pocketbook with Its Fittings», de Ryūryūkyo Shinsai. The Met Museum.
Sobre pilas de libros y el destino que es la biblioteca, Alejandra Kamiya evoca los libros de su vida. La escritora argentina, que estará este viernes en la VIII Noche de las Librerías en Escaramuza, reconoce sobre la disparidad aparente de esos libros: «El lugar en donde se juntan soy yo. El lugar donde Maeve Brennan dialoga con Haroldo Conti soy yo. Yo dejando de ser apenas yo, sino parte de algo grande, una parte ínfima, casi nada pero parte».
Mi casa está llena de libros que, como si fueran seres sociales, tienden a agruparse aquí y allá en escultóricas pilas. Una forma de desorden con belleza orgánica. Algo está vivo ahí.
Tsundoku se llaman en japonés esos artefactos en los que se juntan el verbo leer y apilar. No sé si son una promesa, una muestra de mi incapacidad o un recordatorio de la escasez esencial del tiempo.
Y ahí están, por momentos acusatorias, las pilas de libros como el comienzo de la construcción de un paraíso.
Pero también tengo una biblioteca que es el destino final, o no (la lectura dirá), de los libros apilados. Hay pilas que cumplen la función del limbo.
La biblioteca está a lo largo de un pasillo de unos siete metros que lleva a una de las dos puertas de mi habitación. La otra puerta une mi habitación con el resto de la casa.
La biblioteca hizo que el pasillo se tornara angosto, por lo que la puerta está hecha a medida, estrecha, solo para mí, casi secreta. Así, desde mi habitación, que es mi intimidad, puedo salir a la casa que es la vida, o, por una puerta estrecha, a los libros que son la otra vida.
Los libros están ordenados combinando diferentes criterios: por países, aunque poesía y ensayo tienen sus zonas aparte, y en un mismo país puedo agrupar más de acuerdo a cuestiones emotivas que a reglas duras, partir a un autor si uno de sus libros me ha gustado y otro no, ponerlos juntos si creo que algo los hermana.
Junto a la puerta estrecha, o sea, lo más cerca posible de mí, están los imprescindibles. Bien arriba, los primeros: una caja dorada en la que hay un libro japonés de historias tradicionales, regalo de la familia de mi padre, y un libro de cuentos rusos impreso en Moscú por la editorial Progreso. Las tapas estaban forradas en una tela verde musgo que ha ido virando lentamente al ocre, como si después de estos cincuenta años estuviera llegando a su propio otoño. Yo sabía de memoria esas historias, las de Basilisa la hermosa. Sé que es regalo de mi madre porque ella me llevaba a ver películas rusas y de Europa del Este, y, cuando las había, de Oriente.
En esos estantes que necesito cerca están también Kafka, Basho, Borges, Akutagawa, Tanizaki, Mishima, Pessoa, Clarice Lispector. Deberían estar también Buzzati e ïtalo Calvino. Está Felisbarto Hernández, pero debería estar también Onetti. Está mi Rayuela de Edhasa de 1984 con su característica tapa negra, junto a una Biblia que me regalaron unas monjas santiagueñas que yo iba a visitar a una zona en la que la yerba para el mate se volvía a poner al sol y se reutilizaba. Deberían estar John Fante, todo, y John Cheever, sus cuentos y sus diarios como dos caras de lo mismo, Carson McCullers, Alice Munro. Están los rusos, porque, claro, ahí comenzó todo para mí: Tolstoy y Dostoyevski. Aunque deberían estar Chejov, Bulgakov, Turgueniev, Nina Berverova, Irene Nemirovski.
Están Manuel J. Castilla, Soseki y Lafcadio Hearn, Camus, pero falta Juarroz. En los últimos años he incorporado especialmente mujeres. Lucía Berlín, Annie Ernaux, Minae Mizumura.
Tal vez debería mencionar a los que considero tesoros por ser raros. Un libro de cuentos de Yuri Kazakov, que se llama El mar blanco (el que se consigue es La pequeña estación) y Dien Bien Phu, en el que Jules Roy, amigo de Camus, analiza la batalla en la que el Viet Minh venció a los franceses en la década del 50.
O tal vez del único que está ahí y aún no leí: Historia social de la literatura y el arte, de Arnold Hauser, que me regaló Pablo Puel.
O de uno que está entre mis tres favoritos y regalé o presté no sé a quién: La expresividad del cuerpo y la divergencia de la medicina griega y china, de Shigehisa Kuriyama.
Por cada nombre que escribo hay siete que dejo de escribir y al intentar subsanar la falta agregando un nombre no hago más que empeorar las cosas.
Tal vez debería hablar de qué tienen en común todos ellos. El lugar en donde se juntan soy yo. El lugar donde Maeve Brennan dialoga con Haroldo Conti soy yo. Yo dejando de ser apenas yo, sino parte de algo grande, una parte ínfima, casi nada pero parte. Y es ser parte lo que hace que sea interesante entregarse a un libro, que tengan sentido todas las veces que me senté en silencio en un rincón cerca de la luz y abrí un libro frente a mí en lugar de ir al jardín a cortar las ramas secas o echarle agua a las plantas, preparar tofu con ginger y nabo, pasear con mi perro por el barrio a encontrarme con alguien.
Puedo ser parte de la vida saliendo de mi habitación por la puerta que da a la casa y a la calle que es el mundo, o por la puerta estrecha que da a un pasillo de libros que también es el mundo pero sin el tiempo de por medio.
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