El producto fue agregado correctamente
Luz nueva para el cuerpo 

Luz nueva para el cuerpo: Cerbero

Por Sebastián Míguez Conde / Viernes 09 de setiembre de 2022

Lo que empieza por un vínculo de aplicativos, evoluciona hacia un descubrimiento incómodo de sí mismo. El protagonista de «Luz nueva para el cuerpo», no termina de entender las razones por las que el dolor ajeno le despierta una rabia tan atroz. Ni tampoco por qué reproduce la violencia que condena. 

Podrido del trabajo, de mi casa, de mi pareja, de la gente, de todo. Salir temprano en la mañana el club de golf donde laburo me pone de mal humor, bancarme idioteces e impertinencias todo el día, después de una jornada de mierda, volver a limpiar, hacer mandados, buenas tardes, mi amor, la comida, la televisión con los programas de chismes porteños, el frío antes de dormir, hasta mañana, que descanses, los perros que ladran, el no descanso, y otra vez lo mismo, para siempre. 

Tengo que largar todo a la mierda, el trabajo, la pareja, la casa, pero tengo miedo. Miedo de arrancar de nuevo con cuarenta y dos años, miedo de no poder, de extrañar, de hacer daño, de arrepentirme. El tedio que no puedo sacudirme del alma. El tedio que me da bronca, y miedo, el miedo crece, y la bronca también. Toman forma de perro rabioso de tres cabezas que se pelean entre sí, se muerden, me destrozan el pecho y la frente en una pelea interminable. Mi Cerbero privado.

Las infidelidades se convirtieron en una suerte de válvula de escape. Un hueso que tirarle al perro tricéfalo para que se entretenga y deje de romper con las uñas y los dientes, los huesos y los músculos de mi pecho. 

Siempre es rápido. Una aplicación abierta a escondidas (Tinder, Grindr, Happn, cualquiera), buscar una mujer o un hombre, lo que aparezca primero, esperar el match, un «hola», un par de fotos de cuerpo, qué te gusta, qué no, dónde nos encontramos, te paso a buscar, pagamos el telo a medias, ok, dale. 

Con la maestra es distinto, un poco más lento al principio. Está casada, quiere andar con cuidado. No me importa. Mientras tanto, yo cierro otros negocios, otros encuentros. Todos olvidables. Nos conocemos en uno de los restaurantes del Géant; me espera en una mesa cerca de la ventana, lentes negros. Una parvada de patos salvajes que viven en un lago de la costa, que siempre complican el tránsito porque cruzan la avenida a su ritmo y todos juntos, estaban estacionados bajo la ventana, tomando el sol. La maestra es hermosa, chiquita, sonrisa honesta, labios finos.

Charlamos, nos reímos un rato. Nos gustamos. Vamos a un telo que queda por la Rambla, casi llegando al Roosevelt. La luz tenue, una música que puse en el celular. Estuvo bien. Cuando terminamos me doy cuenta de que la maestra tenía algunos moretones en la espalda, en los muslos. Al principio pienso que pude haber sido yo, que agarré muy fuerte o algo, pero yo nunca soy tan bruto la primera vez, ni sin permiso. Quise mirar mejor, pero ella agarró la ropa y se metió en el baño. Rápido. Volví al trabajo, a la casa, a mi pareja, al perro feroz.

Nos vemos un par de veces más. Siempre en el mismo lugar. Los patos salvajes que cuando la maestra sale la siguen al auto. Tal vez les tiró algo de comer alguna vez y los patos se acuerdan, pienso. Ella los ignora y me charla del trabajo, de los niños. Quiere a los niños, le gusta ser maestra. 

El mismo hotel. Tiene moretones nuevos. La transpiración le lava el maquillaje de la cara, una sombra verdosa que se disipa desde el ojo hasta el cuello. El hijo de puta de tu marido te pega, ¿verdad? Sonríe. No, qué decís, son cosas tuyas, me caí, y esto fue un codazo de un nene en la escuela, y esto otro tal otra cosa. Decido que no es mi problema, yo soy solamente un garche para ella, y ella para mí, ni el apellido de la maestra conozco, ella sabe lo que hace. Es un buen tipo, mi marido, de verdad.

Quiero olvidarme, pero la marca de los moretones me queda tatuada en la retina. No me importa, me digo, pero mis ojos absorben el tatuaje, lo incorporan a mi cuerpo, lo convierten en un pensamiento constante, insistente, un pensamiento sólido, que se regenera, que alimenta al perro de tres cabezas.

Con la maestra rompo la regla de las cuatro veces. Es una regla de la que me habló mi amigo Manuel: si es una relación ocasional, no tiene que pasar de los cuatro encuentros. El primero es para conocerse, se coge mal casi siempre. El segundo para resarcirse del primero, el tercero sale mejor, y en el cuarto se está más relajado, menos timidez, hay confianza. No va a ser mejor que eso con una mina o un tipo del montón, si siguen los encuentros, uno de los dos se engancha y termina todo para el orto. Es un sabio, mi amigo Manuel.

Me encuentro con ella una quinta vez y una sexta. Después de cada encuentro con la maestra, la cabeza feroz del perro crece desproporcionadamente. El miedo está ahí, y el tedio, pero son más débiles cada vez. La bronca crece más rápido, es fértil, crece cada vez que veo un golpe, un quejido por un dolor invisible cuando le hago una caricia.

Trato de razonar por qué me molesta tanto verla lastimada. Ese pensamiento que se absorbió del tatuaje primario de los golpes toca algo de mi historia, no sé qué es, pienso, pienso, pienso con fuerza, pero no puedo hacer contacto con eso que pulsa, que presiona, ¿una historia escondida, olvidada?, ¿mi madre, igual de chica y débil que la maestra que llora porque los hombres nunca fueron buenos con ella?, ¿yo mismo cuando no podía defenderme? No sé, lo único de lo que estoy seguro es que ya no puedo pretender indiferencia. No puedo escapar a mi rabia, a mi Cerbero que corre enloquecido de un lado para otro.

La penúltima vez que veo a la maestra, tiene moretones nuevos en los muslos y la marca de lo que parece un zapato en las costillas, un zapato grande. No quiero tocarla. Me da miedo que le duela. Está todo bien, me caí, ¿por qué te ponés así?, soy torpe, me caigo todo el tiempo. Sonríe, me acaricia, pago el telo con la tarjeta y nos vamos. La dejo en el Géant para que busque su auto que está rodeado de patos que la esperan. 

Ella me había dicho que su marido era gerente en un súper de su barrio. Paso un par de horas escarbando en las redes sociales de la maestra hasta que por la foto de un amigo del marido sé cuál era el supermercado. «Estamos acá con los compañeros de trabajo», y el nombre del local arrobado. El marido es un pelado, alto, un tatuaje mal hecho en el brazo derecho. Botas. Me imagino una de esas botas en las costillas de la maestra.

Salgo tarde del trabajo, el perro rabioso. Manejo más de una hora para llegar. Fumo en el estacionamiento del súper. Casi es hora de que cierre, es de noche. Sale el pelado, un vigilante en la puerta que me va a decir que no puedo entrar al local porque es hora de cerrar, pero yo no quiero entrar, quiero pechar al pelado que sale distraído mirando el teléfono, quiero pegarle. Es más alto que yo, pero yo más fuerte y estoy furioso. Lo golpeo con el hombro con fuerza. Tira el celular. Se da vuelta para insultarme, pero debo tener la cara transformada por la bronca y parece que se asusta. 

¿Qué te pasa, la concha de tu madre? Y me le voy encima. Tranquilo, flaco, no quiero problemas. Se acerca el vigilante mientras le hace señas a otro que llega medio corriendo. Le tiro una trompada que el pelado esquiva confundido y levanta las manos en señal de paz. Tranquilo, repite, fue un accidente, iba distraído. El vigilante se pone en el medio. ¿Qué te pasá, cagón?, le grito al pelado. ¿Qué, solo le pegás a las mujeres, vos, puto? 

Me sostienen entre el vigilante, el otro que llegó luego, y alguien más. Sigo insultando al pelado que, antes de irse, me mira desde su camioneta tratando de adivinar si me conoce de algún lado. Vuelvo a mi auto cuando el pelado ya se fue, después de que el vigilante del supermercado me amenaza con llamar a la policía si no me voy. 

Paso los días siguientes rumiando odio, el perro tricéfalo se convierte en un animal imparable, las cabezas del miedo y el tedio apenas fantasmas difusos sin fuerza ni ladrido. Le escribo a la maestra por Tinder todos los días, pero no responde. Por fin, casi una semana después, la maestra me dice de vernos.

La llevo al hotel, ella parece de buen humor. Estuve complicada, por eso no te contesté antes. Quiero preguntarle si el pelado le comentó algo sobre la otra noche en el súper, pero no me animo. 

Subimos a la habitación. Ella insiste en que dejemos la luz apagada. Dejamos la del baño encendida y la puerta entornada, sugiere entre besos. No me dice por qué. Yo digo que sí, pero en realidad le tiendo una trampa. Cuando estamos casi desnudos me levanto y prendo la luz. Esta vez los moretones no son solamente sombras. Están muy definidos, en casi todo el cuerpo, menos en la cara y los brazos. Esta vez el pelado se ensañó.

Mi Cerbero es enorme, se choca contra todas las paredes de mi cabeza, el perro late, la ferocidad lo enceguece y deja escapar algo que vive en algún lugar oscuro y oculto de mí mismo, eso nuevo, horrible, peligroso, late al ritmo del perro Boom, Boom. De repente me arden los ojos, me los limpio con la palma de las manos. Boom. Dejá a la mierda a ese hijo de puta. Boom. No entendés, tenés que estar ahí para saber cómo son las cosas, estás juzgando mal, es un buen tipo, a veces la pasa mal, pero es buenísimo, un pan de Dios, en serio te lo digo, vení dame un beso. Boom. Estás enferma. Boom. Vos no sabés cómo son las cosas, no me juzgues. Boom. Que te caga a palos, sé, y parece que te gusta. Es eso, no lo dejás porque te gusta que te caguen a trompadas. Boom. No seas cruel. Boom. Él te caga a palos ¡¿y yo soy el cruel?! Boom. ¿Te gusta que te peguen, no? Boom. Basta. Boom. ¡Decime, ¿te gusta que te peguen?! Boom. Silencio, la maestra se apoya en la pared al lado del espejo enorme. Boom. ¡¿Estás buscando que ese sorete te mate?! Boom. Silencio, se lleva las dos manos a la boca, está asustada. Boom, boom, boom, boom. ¡Contestame, la puta madre!, grito al final mientras me acerco como un animal y pego una piña a la pared al lado de la cabeza de la maestra, que queda inmóvil. El cuarto vibra con el golpe.

Entonces, me veo en el espejo y no me reconozco. Estoy desencajado, desnudo, los músculos tensos, respiro agitado. Me separo de la maestra como si mi imagen me hubiera repelido. Me doy miedo. En el reflejo,  veo lo que ve la maestra, me aterroriza la imagen, me veo con sus ojos por un segundo. Ella inmóvil, en bombacha y tetas. Está por llorar, pero igual sonríe. La cabeza del miedo del perro tricéfalo toma consistencia de golpe y somete a dentelladas a la de la rabia hasta casi matarla, y eso horrible que latió por un segundo, vuelve al lugar oculto y oscuro del que salió un momento atrás. 

Me siento en el borde de la cama. La maestra se acerca y me abraza por atrás. Quiero pedirle disculpas, pero si llego a querer decir algo me voy a poner a llorar, casi no puedo respirar. Entro a bañarme.

Cuando salgo la maestra ya está vestida. Saca de la cartera una cartuchera con pila de cosas lindas, lápices de colores, silvapenes, tijeras, sacapuntas, marcadores. Busca una bandita negra y se ata el pelo en una cola. Es una mujer bellísima, y frágil. 

La maestra habla sonriendo, me dice que está todo bien, que no me zarpé ni nada, y que los varones gritamos a veces, que es así la naturaleza de los tipos, que es normal. Sonríe, siempre sonríe. Los dientes lindos, chicos, la boca perfecta, el pelo lacio, un poco rubio. No puedo hablar. Estoy avergonzado, triste. 

Cuando llegamos al estacionamiento del Géant, ella me agarra la cara con las dos manos y me besa en la boca. Nunca me besó en público. ¿No te voy a ver más?, me pregunta sin soltarme la cara. Niego imperceptiblemente. Tiene los ojos del color del caramelo, igual de brillantes. Me besa de nuevo. Los patos la esperan y la siguen hasta su auto y apenas se mueven para dejarla ir. Prendo un cigarrillo, tengo que reponerme, tengo que asimilar la idea de que ese hombre que vi germinar en el espejo del hotel puedo ser yo, si no me pienso, si no me cuido. Tengo que reponerme para volver a mi laburo horrible, a mi casa, a no dormir bien, al tedio. ¿Cómo te fue en el trabajo?, ¿qué te pasa?, tenés una cara. A los perros, al frío de la noche. No me pasa nada, estoy cansado

Productos Relacionados

También podría interesarte

×
Aceptar
×
Seguir comprando
Finalizar compra
0 item(s) agregado tu carrito
MUTMA
Continuar
CHECKOUT
×
Se va a agregar 1 ítem a tu carrito
¿Es para un colectivo?
No
Aceptar