Yo quería ser como vos
Mis modelos de conducta
Por Patricia Turnes / Jueves 04 de noviembre de 2021
«Warhol y un amigo», fotografía de Robert J. Levin, en «Consejos de un sabelotodo» (p. 94)
Cuando era chica, Patricia Turnes solía inventar múltiples personajes, cada uno con su estilo y su personalidad. Esta capacidad camaleónica la salvó y potenció un proceso creativo que ahora, parafraseando a Fernando Cabrera, desemboca en su nueva columna «Yo quería ser como vos»: un espacio para tratar sobre identidades reales y ficticias que admira y con las que alguna vez soñó en convertirse.
Elige el viejo que quieres ser de mayor
porque esa será tu única elección
«Shiseido», Los Punsetes
A
punto de cumplir cincuenta años me he preguntado varias veces: ¿existe algo así
como una crisis de la mediana edad? Capaz que sí. A todos nos preocupa llegar a
viejos, aunque queramos ocultarlo. John Waters, el cineasta norteamericano de
culto nacido en Baltimore hace setenta y cinco años, escribe en su reciente Consejos de un sabelotodo: «Lo más
difícil para las personas rebeldes es envejecer con elegancia» y agrega «Tienen
dos opciones: la obesidad o la delgadez cadavérica». Estoy de acuerdo con
él.
Leer
el nuevo libro de John Waters me ha interpelado a su vez acerca de qué tipo de
vejez me gustaría tener a mí. Mi consejo favorito del instructivo manual y
testamento de vida escrito por Waters es la parte en la que recomienda el uso
de poleras o ropa que cubra el cuello porque «después de los cincuenta una
remera te hará parecer una persona veinte años mayor». Y esto me lleva a mi
primer modelo de conducta para la edad madura: el atemporal Warhol. Él siempre
siguió el consejo de John: a cierta edad se dio cuenta de que tenía que empezar
a usar poleras y nunca paró.
John
Waters dedica en su libro un capítulo entero a la figura principal del Pop Art.
«El arte de Andy fue completamente polémico y radical y ha envejecido mejor de
lo que él hubiera imaginado [...] créanme que nadie logrará tener una fama tan
original o complicada o duradera en nuestra era». Waters se interroga acerca de
por qué exseguidores, compañeros y socios hoy lo demonizan, ensucian su nombre
con chismes bajos sobre su sexualidad o sobre la autenticidad de su trabajo y
se vuelven más duros con él ahora que está muerto y ya no puede defenderse. Waters
detesta a estos revisionistas que «niegan el poder de Andy para obtener
atención y que tan solo su nombre los ungía con clase y atractivo sexual y una
reputación callejera revolucionaria de bohemia gay y hétero de la cual todavía sacan provecho décadas más tarde
y que aún es imitada por punks, gente de la alta sociedad, raperos e incluso
hackers que se oculta en la oscuridad». Y agrega: «Andy fue alguien antes de
que ustedes siquiera tuviesen alguna idea original, entonces no intenten
modificar la historia, ingratos warholianos que no eran nada antes de que Andy
supiera quiénes eran.»
John
Waters aconseja que elevemos nuestras plegarias hacia Andy en caso de ser
artistas desesperados. «Andy Warhol debería ser su Dios personal, en especial
si son jóvenes y aún no se han dado cuenta de que necesitan algún tipo de
“poder superior” al que rezarle en la vida cuando el sentido común los haya
forzado a rechazar cualquier entrenamiento espiritual recibido en la infancia» escribe, aunque él reconoce que sus
salvadores personales son Jean Genet y Pier Paolo Pasolini.
Aún a
una edad madura Andy Warhol era un artista reconocido, iba a fiestas, se codeaba con
gente bella, rica, pero también con gente talentosa del under, tenía una revista, apoyaba a bandas, filmaba películas, era
vanguardista, en fin, era popular y todos querían ser sus amigos, era el
epicentro de toda una movida contracultural. He leído muchos libros sobre Warhol,
lo admiro pila. Pongo en práctica a diario su filosofía que se podría resumir
en la frase: «Si tenés un problema sacale una foto. Vas a tener una foto de un
problema, algo diferente a solo tener un problema». Ahora, ¿sabemos hasta qué
edad vivió? Busco en internet: ¡hasta los 58 años! Vivió solamente nueve años
más que yo. Mmmm…
Según
John Waters es imposible no volvernos una versión desquiciada de nuestras
madres y nuestros padres a medida que envejecemos. En este sentido, si me dan a
elegir, yo… ¡preferiría parecerme a mi abuela Soledad! Ella era una inmigrante
gallega. Llegó a Uruguay bien joven y trabajó en mil cosas para sobrevivir:
empleada en un hotel, niñera, cocinera. Luego conoció a mi abuelo que también
era español, se casaron y juntos abrieron un bar-almacén con lo que habían
ahorrado. Laburaban todo el día y, mientras, criaban a su hijo que es mi padre.
Mi abuelo se murió cuando ella tenía recién sesenta años. Todos los domingos mi
abuela Soledad cocinaba su característico estofado con tuco para agasajarnos,
durante horas lo revolvía en una olla sobre un primus desvencijado, preparaba
torta de manzana a diario para nosotras, sus nietas, durante el tiempo que
vivimos con ella. En la casa había un balcón, ahí estaban sus plantas que regaba
siempre al atardecer. También a diario alimentaba a Caruso, el canario amarillo
que tenía en una jaula en la cocina y que cantaba para ella. No recuerdo que mi
abuela se cuidara en las comidas, y menos que se hiciera estudios preventivos
como colonoscopías. Ella no usaba cosméticos y sólo tenía un truco de belleza:
se untaba glicerina líquida en los brazos antes de dormir. Ese era todo su
tratamiento antiage. Se acostaba
todas las noches en una rústica cama de hierro plateada que parecía sacada de
un frío hospital de guerra, con la conciencia del deber cumplido y algo de
angustia. Cuando no daba más porque le dolían los huesos, elevaba su plegaria
en voz alta: «Dios, estoy cansada, ¡por favor llevame!». Antes, las personas
vivían lo que tenían que vivir y después se morían de viejos. Mi abuela vivió
hasta los noventa y tres años y hasta último momento se valía por sí misma para
todo. ¿Dónde voy a conseguir un modelo de conducta más grande?
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