Nostalgias
Moscas x el rabo: la esgrima sentimental
Por Alicia Migdal / Jueves 05 de enero de 2023
Retrato de Astor Piazzolla (1989). Foto: Susana Mulé.
«El tango está entreverado con nuestro paso por la vida, nuestro ritmo humano, y hasta cuando solo se baila como novedad juvenil (ahora) y no se atiende a su letra, el tango sigue siendo un peligro sensible». Alicia Migdal construye un texto en el que surge una verdadera esgrima de todo lo sentimental implicado en Troilo, Piazzolla, y en tantas otras y otros.
Dedicado a Alvaro Ojeda
«Igual que en un tango» es una expresión comparativa que se escucha a menudo en los tangos mismos («Un farol, un portón, igual que en un tango», se oye en Yuyo verde). La ciudad, en la que se hacen y se escuchan los tangos, es constantemente aludida en sus transiciones urbanas y sociales, así como el bandoneón que le dio identidad musical. La ciudad y el resuello de su instrumento es un tema de los tangos, desde el centro al arrabal. El tango tiene su propia metapoesía. Basta escuchar Sur para entender que alguien está viendo cambiar el barrio y su entorno y ya está sufriendo la nostalgia de la arena que la vida se llevó. El tiempo transcurrido, tan corto entre 1917, fecha de Mi noche triste, primer tango consagrado como tal por Gardel, y los años 40, década de oro del tango con autónoma dimensión poética, es otro tema omnipresente, que marca el pulso del hombre en la ciudad, universo que crece más allá del paredón de San Juan y Boedo, que ya es antiguo al momento de nombrarlo, y está perdido. (Hay una obvia historia en paralelo entre el origen, desarrollo y expansión del tango y del jazz y su implantación en el corazón. La divina tía del niño Woody Allen de Días de radio bien podría entrar en éxtasis con el tango, de haberlo conocido, tanto como soñaba con las canciones de Cole Porter).
Música Popular Contemporánea de la Ciudad de Buenos Aires denominó Piazzolla a su revolución musical desarrollada con el temple radical de su vocación total desde los 60. Ambas lo son, MPCCBA, el tango clásico y el tango nuevo, pero el continuum está elidido en cada una de las palabras elegidas por Piazzolla de manera necesariamente soberbia, ya que la guerra en su contra era a muerte, como testimonia con sarcasmo en el documental Los años del tiburón, realizado por su hijo Daniel. Casi como entre cuchilleros. Él estaba haciendo otra cosa con el pasado. No lo negaba, allí había crecido, lo cambiaba. Como los demás lo afirmaban de manera absolutista, él reaccionaba cual compadrito moderno que era. Algo muy tanguero, el pasado. Ý el macho compadrito. Y la genialidad de las frases musicales que siguen lastimando el alma. Suyas, de Troilo, de Pugliese. Y los versos como revelación súbita y para siempre. Un corpus poético único, consistente, testimonial de una sensibilidad y de una persuasión identitaria.
Decía que era breve el tiempo de la fundación y de la exaltación, treinta años apenas, el tiempo en que alguien nace y crece, los años en que el tango se asienta y la ciudad también. Son las décadas en las que crecieron nuestros padres. En dos décadas, las ciudades rioplatenses se modernizaron y se complejizaron y así también las letras de tango. Allí se expresaban los sentimientos de hombres sufriendo por mujeres en barrios cambiantes, escenarios de sus dolores y sus nostalgias. Es una verdad, aunque incómoda, que el tango lo protagonizan los varones. Los recuerdos le han hecho mal a estos hombres cuya poética se puede sintetizar en la melancolía de Homero Manzi y en la desesperación rabiosa de Enrique Santos Discépolo. (Recomiendo leer y releer los libros de Sergio Pujol sobre cada uno de ellos y sobre todo lo que sea música popular).
Los nombro a ambos con todo, porque son los mascarones de proa de esta lírica, son eternos y se renuevan según la interpretación de los nuevos cantores, como Lidia Borda, Cucuza Castiello, Ariel Ardit, Chino Laborde, que ponen otros acentos en las letras y así se las escucha como una novedad de sentidos, siendo las mismas. Y que son cantadas en vivo no solo en salas teatrales, sino en boliches de barrio, en Villa Urquiza. Antes fue, y de modo célebre, Susana Rinaldi la que, interpretando las mismas letras, las cantó distinto porque escuchó sentidos que el trámite «rapidito» de los cantores de orquesta bailable dejaban atrás. Como un desprendimiento de aquella irrupción, en Montevideo tenemos, entre otras, a Mónica Navarro, Malena Muyala, Maia Castro, Francis Andreu, que parecen haber tomado finalmente su lugar con gran determinación junto a Ricardo Olivera, Tabaré Leyton, Gustavo Nocetti el malogrado.
Los tangos son peligrosos. Letra y música lo son. Nos dejan encerrados en su universo y podemos creer que son el universo. Lo mismo pasa con cualquier otra música maravillosa, pero el tango está entreverado con nuestro paso por la vida, nuestro ritmo humano, y hasta cuando solo se baila como novedad juvenil (ahora) y no se atiende a su letra, el tango sigue siendo un peligro sensible, por aquello ya acuñado de que se necesitan dos para un tango, que es un pensamiento triste que se baila, porque es un coito de pie. Y, para los que prestan atención a las palabras, por la irresistible poesía, la esgrima sentimental de sus versos: fuimos la esperanza que no llega, que no alcanza; amor, la vida se nos va, quedémonos aquí; tal vez será su voz; niebla del riachuelo; la vida es una herida absurda; después qué poco quedó, el tiempo todo lo borró; todo lo que di todo lo perdí. Etc.etc.etc.
Y por este asalto a la razón sensible de Lucio Demare y Homero Manzi, que sintetiza casi todo, la noche, el tango, los recuerdos, las mujeres que se fueron, el tiempo que pasó, el glamour de un vestido evocado en las sombras de una ciudad:
«Suena un piano, la luz está sobrando, se hace noche de pronto, y sin querer, las sombras se arrinconan evocando a Griseta, a Malena, a María Ester, las sombras que esta noche trajo el tango me obligan a evocarlo a mí también, bailemos que me duele estar soñando con el brillo de su traje de satén».
¿Por qué escuchábamos tangos mi hermana y yo si éramos adolescentes del jazz y del rock? Mi padre cantaba muy bien cuando se afeitaba, cantaba Nostalgias, con esa escala tan difícil. No se escuchaba a Gardel, era antiguo. Mi madre bailaba como una reina en las fiestas, sin firuletes pero con gran precisión y cuando lo hacían juntos había que ser una niña muy distraída para no sentir algo del brillo del traje de satén, algo prohibido que quedaba expuesto. Pero, ¿por qué escuchábamos todos los domingo al mediodía el programa de Amílcar Greco que tenía Melancólico, por Troilo, de tema de entrada? ¿Porque también nos presentó a Piazzolla? Sí, pero no. Porque era ese pasado tan de otro mundo lo atractivo, y Piazzolla ya era de nosotras, exclusivamente. «No era tango». Era música, era lo que vendrá, era Héctor de Rosas cantando, era Borges y Alfredo Alcón, era la novedad absoluta y difícil.
Pero el tango-tango persistía y nosotras acudíamos a su hipnosis, sin ninguna vergüenza generacional. Un asunto freudiano, sin duda. Sobre todo porque el tango dejó de producirse, y no es culpa de Piazzolla. El tango se paró, su material referencial se disolvió y, si evocar lo perdido era constitutivo de su poesía, la pérdida disolvió la pérdida. Se ha escrito sobre esto, obviamente. Eladia Blazquez le cantó desde un sexto piso y yo todavía recuerdo a Federico Silva en nuestra tele presentando El último café, que era un nuevo tipo de letra y que popularizó Julio Sosa, que ya era antiguo, él sí, y no clásico, aunque la liturgia del género lo venere.
(Cerca de la esquina de San Juan y Boedo, donde se conserva al día de hoy el gran café del mismo nombre con mozos que usan pajarita, ha crecido el árbol dedicado al escritor Rodolfo Walsh, desaparecido por la dictadura argentina en 1976 en ese mismo lugar donde ahora crece el árbol).
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