pensamientos alternativos
Mostrar inmediatamente el corazón
Por Teresa Porzecanski / Martes 05 de diciembre de 2017
«Plum blossom and the moon» - Katsushika Hokusai
Nacido en 1959 en Corea del Sur, Byung-Chul Han emigró a Alemania donde estudió Filosofía, en Frigurgo, y Literatura y Teología, en Munich. Desde entonces, ha escrito una decena de obras en las que reflexiona sobre la sociedad contemporánea. Su fatiga societaria y patológica; la agonía del eros (tema ya adelantado por Marcuse en su Eros y civilización); la incapacidad de generosidad hacia los otros, y, por tanto, de construir relaciones sustantivas, y el deseo de sobresalir en la esfera pública son algunos de los tópicos que se encontrarán en su obra. Nada nuevo tal vez, si uno remite a rasgos del pensamiento posmoderno contemporáneo (Lyotard, Baudrillard, Derrida, entre otros), pues allí se encuentran las raíces de mucho de lo que le preocupa a Han.
Pero uno de los aciertos de este opus radica en la habilidad del autor para gestionar una conversación de ideas; la conversación que puede hacer dialogar el pensamiento de algunas filosofías consagradas en Occidente, con el mucho más antiguo, poco discursivo y sencillo pensamiento del budismo zen. Así, Hegel, Fichte, Buber, Schopenhauer, Lévinas y Platón, entre otros, aunque muertos, hablan, a través de un estudioso como Han, con las tradiciones budistas más antiguas, en el entendido de que los sistemas de creencias devienen maneras de ver, a veces contradictorias y, a veces, complementarias.
Originado en India, pero extendido y desarrollado en China, el zen fue un desprendimiento del budismo mahayana y alcanzó su auge en el 1200 con el maestro Dogen, apoyándose en una tendencia meditativa e introspectiva, de la que hoy el mundo ajetreado del individuo bombardeado por la publicidad, y los rápidos sistemas de son el taoísmo y el jainismo. Su sustancia no deriva de un texto sagrado fundante ni de un sacerdocio de jerarquías complejas verticalistas. Tal vez solamente la sabiduría y la ancianidad significaran en el pasado de estos sistemas un rasgo reconocido de autoridad y de respeto.
«Mostrar inmediatamente el corazón del hombre» es el objetivo del zen, según el autor, y ello se logra a través del mirar introspectivo, no analítico, sobre la propia naturaleza, y aquella de la realidad con la que interactuamos. Emparentado tangencialmente con el estoicismo clásico y con rasgos del escepticismo, el zen tal vez recuerde algo del pensamiento de Spinoza por su certeza de que hombre, naturaleza y divinidad son solo una misma entidad.
En el zen el silencio prevalece por encima del decir, y, liberado de la ansiedad que los excesos discursivos provocan, el individuo puede entrar en una serena conexión con todo aquello que lo contiene, la esfera en la que la palabra se abstiene, ya que «las experiencias del zen no pueden encerrarse en un lenguaje conceptual».
En este excelente estudio comparativo, que incluye citas textuales de los pensadores con quienes dialoga, así como haikus que condensan bellamente lo implícito, aparece claramente que no hay en el budismo zen la idea de dios como entidad todopoderosa y jerárquicamente superior al ser humano, de la que dependen bondades y castigos, dualidad que, por otra parte, el zen disuelve y transforma en movimiento.
Según Han, Hegel nunca logró interpretar el budismo, así como otros pensadores occidentales ya imbuidos con la idea de esa clase de dios, separado y por encima de lo humano. El zen no se sostiene en ninguna entidad trascendente omnipotente, sino en la inmanencia del ser, sencillo y accesible para todos por igual (el todo, el tao, el vacío, el camino), sin necesidad de intermediarios ni jerarquías. Así, «la imagen del mundo en el budismo zen ni está dirigida hacia arriba ni gira en torno al centro» porque «el centro está en todas partes, y cualquier ser constituye un centro».
Tampoco hay aquí distinción entre sagrado y profano, o la entre «yo» y «lo otro» pues las identidades fuertes parecen venir de una incapacidad para ver que todo está conectado y fundido entre sí, que todos somos esa misma sustancia de la que el todo se compone. Solo esa senda, entonces, conduce a la tranquila serenidad, la clase de quietud que se consigue cuando se suprimen las preguntas que no tiene respuestas. Serenidad, desasimiento, «no habitar en ninguna parte», fluir con la naturaleza, desdramatizar y aceptar la idea de la muerte, y, por tanto, la caducidad y el cambio; en fin, el flujo de la vida que bien ilustra el antiguo texto del I ching (libro oracular chino del 1200 a.C.), todo ello son las condiciones para la iluminación y, en definitiva, para la felicidad humana que, para el zen, sí es posible.
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