reseña
Nan Goldin: de lo íntimo a lo universal
Por Agustín Paullier / Miércoles 07 de febrero de 2018
«¿Te acordás de Dios?», le pregunta un niño de cuatro años a un bebé, «porque yo estoy empezando a olvidarlo».
Esa anécdota ha circulado por años entre los amigos de Nan Goldin (Washington DC, 1953); según ella, «los niños vienen de otro planeta». No en vano, su libro Eden and After (2014) empieza con un niño disfrazado de astronauta y termina cuando los niños crecen y llegan a la pubertad. Algo se pierde, y algo se intenta recuperar.
Ava twirling, Nueva York, 2007
«Ellos ven y saben cosas que nosotros no percibimos», dice. Y quizá por eso, en las imágenes de Goldin, las personas —indefectiblemente amigos convertidos en familia— parecen buscar algo, un escape o una conexión, que le otorgue sentido a la existencia.
Max on Cookie’s lap, the Backroom, Provincetown, MA, 1977
En la década de 1980 se convirtió en una artista valorada al registrar a su círculo de amigos y su propio estilo de vida frenético del under neoyorquino, donde lo primero que llamó la atención fue la desnudez, el sexo, las drogas, la homosexualidad, la transexualidad, la prostitución, los excesos, la violencia. Demasiada verdad. Pero esa es solo la superficie, la fotografía de Goldin va más allá de mostrar con crudeza la realidad.
Misty and Jimmy Paulette in a taxi, Nueva York, 1991
Lo hizo de una manera que transformó lo que era considerado fotografía, inauguró una forma de contar en imágenes y un género en el que predomina lo «instantáneo» que semeja un formato de diario. Desde entonces, buena parte de la fotografía contemporánea no se puede entender sin hacer referencia a ella.
Nan one month after being battered, Nueva York, 1984
El crítico de fotografía Sean O'Hagan lo puso de esta manera: «En cierto modo, estamos viviendo en un mundo que Nan Goldin creó mucho tiempo antes que las cámaras digitales e Instagram lo hicieran masivo: un mundo ensimismado, a menudo revelador, donde lo cotidiano y lo exótico conviven de manera incómoda». Por eso, que la propia Goldin haya creado una cuenta oficial en Instagram resulta muy oportuno. Aun así, sostiene que buena parte de la producción actual es vacía: no tiene profundidad emocional ni un contexto que la sustente.
Ha confesado tener un total desinterés por una refinada técnica. En su primera época predomina el uso del flash a corta distancia, iluminando intensamente a los sujetos, colores saturados, imágenes movidas y fuera de foco, priorizando la «honestidad» del momento. Goldin tiene una precisa capacidad de captar un ambiente o expresión que permiten imbuirse en ellos y sentir aquello apenas perceptible, generando intimidad.
Greer and Robert on the bed, Nueva York, 1982
Nan Goldin y su obra son indisociables, una no se explica sin la otra. Nancy tenía once años cuando su hermana mayor se acostó sobre las vías del tren y esperó. A los catorce abandonó su casa y familia, y, entre reformatorios y escuelas, formó una nueva compuesta de amigos; se transformó y pasó a ser Nan. A los dieciocho, como no lograba recordar a su hermana, comenzó a tomar fotografías y a escribir en un cuaderno; a llevar un diario visual y escrito, como forma de recordar y sentir a sus seres queridos. Y nunca paró.
Nan and Brian in bed, Nueva York, 1983
Comenzó mostrando sus primeras diapositivas para entretener a sus amigos en el Mudd Club de Manhattan, donde trabajaba en 1979, con un proyector y una selección de música que iba desde The Supremes, pasando por Charles Aznavour, hasta The Velvet Underground. A veces se quemaba la lamparita del proyector e iba a su casa a buscar otra. La proyección de imágenes fijas acompañadas por música es el formato predilecto de Goldin, cercano a lo cinematográfico, donde lo secuencial permite ir generando un clima y una narrativa en torno a sus personajes. Ese sería el origen de The Ballad of Sexual Dependency, su obra más famosa, luego editada como libro, a partir de la cual se entiende y engloba toda su producción.
Con el tiempo, Nan Goldin dejó lo excesos, salvo alguna recaída, siempre recordando a sus amigos perdidos, a sus hijos, a los que sobrevieron y a los nuevos; su fotografía se tornó más luminosa, pero igualmente reveladora y honesta.
La fotografía de Goldin es parte de la narrativa del yo, el relato y la exposición de lo íntimo como búsqueda de la verdad, y en su obra se cumple la máxima «cuánto más específico, más universal».
Lily’s cap, Nueva York, 1990