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Sydney: crónicas desde el Botánico

Pasó la tempestad: «El ABC de Byobu» y los cactus, a prueba de viento

Por Rosario Lázaro Igoa / Lunes 30 de agosto de 2021
Fuente: Pixabay

Ni el viento furioso ni las lluvias tempestuosas logran perturbar la aparente normalidad del Jardín Botánico de Sydney. Acompañada de Byobu, la prosa poética de Ida Vitale y un ligero y primaveral aumento de la temperatura, Rosario Lázaro Igoa revisita a los almaceneros y ahorradores cactus.

La lluvia paró de mañana, pero el viento seguía moviendo los árboles con rencor. Una tempestad. Era perturbadoramente parecida a aquellas del Cabo Santa María, a casi 12.000 kilómetros de distancia. Viento que se ensaña con las cosas, lluvias que pasan raudas, acribillando las plantas a su paso y el frío, ese frío tan Pampero. Incluso apagones, para apoyar la semejanza. Vientos sur en todo su esplendor invernal. «Hoy el viento es poderoso, pero no es él quien lo dice sino las ramas de la encina. Aprender de esa discreción, de esa lección muda del viento», escribe Ida Vitale en El ABC de Byobu. En las horas de ráfagas más intensas, imaginé destrozos en el Jardín Botánico de Sydney: hojas caídas, ramas quebradas, plantas desmembradas. Caminos empozados, o barro entre los canteros. Salí temprano. Hacía meses que no iba y entré por la puerta del fondo, del lado Este que mira a Potts Point y Garden Island. Yates enormes amarrados a apartamentos sobre el agua, en vaivenes con las olas, de un lado. Del otro, el muro de piedra y, de pronto, la entrada.

El Botánico no era un caos. Una normalidad absoluta se extendía hasta casi el puente. Varios tractores iban raudos por los senderos. Los rastrillos descansaban sobre un tráiler. De las hojas y las ramas rotas, ni un rastro. Además, y por más increíble que fuera, me pareció que la temperatura había subido al menos tres grados en comparación a la calle. ¿Sería el muro? ¿O las plantas? ¿O la cualidad de este recoveco hundido contra el mar en el que el jardín se explaya frondoso? Dudé de la totalidad de esta percepción. ¿No sería «una veta de agua dulce dentro de la concentrada salinidad de una corriente marina»? Un cuervo blanco y negro, magpie, escudriñaba esta reflexión desde ojos demasiado amarillos. Podría haber extendido la mano y tratado de tocarlo. Al igual que aquel «desdeñadísimo sapo, al que le encanta ser acariciado y una mano humana que puede perder cinco dichosos minutos en darle el gusto» que escribe Vitale. Pero me acordé a tiempo de lo territoriales que son estos pájaros cuando se acerca la primavera y seguí caminando. 

Hacia la izquierda, a menos de cien metros, había otro portón, el de las suculentas o crasas. Sólidas y monolíticas, no se habían enterado del viento. Yo tenía puesto un gorro de lana y una parka gruesa, «rigurosa». Lo digo porque fue evidente que la temperatura había cambiado de verdad. Sobrevino un cambio de aire, una corriente caliente en medio del día frío. Un momento en el que «comparece de pronto el caprichoso verano, con ráfagas absurdas de bochorno, más intolerable porque atropellan a todos los desprevenidos envueltos en lanas ahora sin razón». Ahí estaba con la parka en la mano, inútil, observando tunas cubiertas de pelusa pinchuda y flores discretas. También los higos aún verdes del nopal, custodiados por espinas capaces de atravesar a un ser humano. Esa condición grotesca, casi animal, de las crasas. Su capacidad de adaptación a entornos que tan poco las quieren. Byobu, el protagonista del libro de Vitale, es capaz de conectar lo más recóndito de la creación con las oscilaciones y ritmos del mundo natural, como si el segundo perteneciera a la primera (y no al revés, que tendría mucha menos gracia). Además: «La poesía busca sacar de su abismo ciertas palabras que puedan constituir el tejido de cicatrización tras el que todos andamos sin saberlo».

Por sobre todas las suculentas, reinaban gloriosos los cactus. Quise creer que era verano. Ya en el calor de aquella porción del Botánico, me asaltó la imagen de un hombre con un sombrero gigantesco perdido en el medio del desierto. Era un mundo árido y brillante desde la ventanilla del ómnibus entre Ciudad de México y Zacatecas. Duró un instante la visión, en ambos momentos. Es verdad que «La gente tiene por lo general estimas más ostentosas y justificadas», aunque esa bondad de las crasas, el reservorio de agua que son, no debe ser subestimado. Miro hacia un costado y un cartel advierte: todos los cactus son suculentas, pero no todas las suculentas son cactus. Texturas repelentes, sin dudas, y extiendo el dedo hasta que queda lleno de espinas.

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