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Más allá de la educación sentimental

Solteronas: mujeres fuera de la norma

Por Tamara Tenenbaum / Domingo 01 de setiembre de 2019
«Mujer leyendo en el bosque», Gyula Benczúr, 1875

Mujeres de avanzada edad, desexualizadas, poco amorosas y nada maternales son algunos rasgos del estereotipo de «la solterona»: una mujer fuera de las estructuras socialmente establecidas que antepone sus propios deseos y asume por ello cierto grado de soledad. Tamara Tenenbaum analiza algunos ejemplos de esta figura en distintas obras de la literatura universal.

Pensé en empezar esta serie de columnas con la figura de «la solterona» porque recordaba algunas en mis novelas favoritas. Tenía en mente dos personajes que quiero mucho y a los que vuelvo seguido cuando escribo y cuando leo. El primero, la tía March, de las Mujercitas de Louisa May Alcott: esa señora rica y caprichosa que en uno de sus tantos raptos de maldad se llevó a Europa a la pesada de Amy en lugar de a la pobre Jo, que históricamente se había hecho cargo de ella. En segundo lugar, la tía Norris de Mansfield Park, una vieja chismosa insoportable que se la pasaba torturando a la protagonista pero que a mí me simpatizaba en su mal gusto absoluto (y también, quizás, porque me parecía que un poco tenía razón en ser tan mala con Fanny Price, la más insípida de las heroínas de Jane Austen). Cuando volví a buscarlas en sus respectivas novelas para refrescar el recuerdo, sin embargo, resultó que ninguna de ellas me servía para esta columna. Ambas eran viudas; aunque la tía March incluso había vuelto a su apellido de soltera, ninguna de las dos era una solterona en el sentido estricto.

Hay algunas solteronas en la literatura inglesa del siglo XIX, pero muchas menos de las que yo recordaba, y en el fondo no es tan extraño. Salvo que una tuviera una familia rica y una serie de circunstancias favorables —recordemos las niñas Bennet en Orgullo y Prejuicio de Austen, no podían heredar propiedad por un viejo arreglo que impedía que Longbourn saliera de la línea masculina de la familia— casarse era, más que un mandato, una cuestión de subsistencia. Las verdaderas solteronas en estas ficciones son entonces siempre ricas herederas: Miss Havisham, descrita literalmente como «la bruja del lugar» en Grandes esperanzas de Dickens, es quizás el caso paradigmático. Plantada en el altar hace décadas, Miss Havisham insiste en usar el vestido de novia que llevaba en esa ocasión todos los días de su vida. Está descrita como una mujer malvada y resentida, que vuelca sobre personas inocentes —fundamentalmente Estella y Pip, el protagonista— la venganza de su mala suerte y su soledad. Es este estereotipo el que me había quedado grabado: la solterona como una vieja que odia su vida y descarga ese odio sobre sobre la pobre gente joven —y enamorada, muchas veces— que está tratando de ser feliz. Por eso, y quizás también por la inevitable asociación simbólica entre «solterona» y «tía», la tía March y la tía Norris me sonaban como parte de ese clan: ambas eran mujeres mayores, que aparecían desexualizadas y ya completamente fuera del mercado sexoafectivo; tampoco tenían hijos, ni exhibían «rasgos maternales» como sí lo hacía, por ejemplo, la madre de las hermanas March —las madres de las novelas de Jane Austen son, con la excepción de la de Sensatez y sentimientos, otro cantar—. Cada una se dedicaba a la hacerles la vida imposible a sus sobrinas, es decir, las protagonistas de sus respectivas novelas: la tía March con sus retos y caprichos y la tía Norris con las constantes humillaciones a las que sometía a Fanny Price, siempre comparándola con sus primas y recordándole que ella no pertenecía estrictamente a su mismo rango. Aunque en algún sentido respondían al estereotipo, siempre me resultaron personajes fascinantes. Cada una a su manera, habían tenido alguna generosidad o afecto para sus sobrinas, la señora Norris contribuyendo a la decisión de la familia Bertram de adoptar a Fanny Price y la tía March legando a Jo sus propiedades al morir, además de llevar a Amy a Europa: no eran villanas completas, encarnaciones del mal o meros obstáculos en el camino de las heroínas, pero tampoco eran esas madres o hermanas amorosas que las alentaban desde el costado de la pista. Eran mujeres con sus propias agendas, sus propias prioridades y sus propios caprichos. A veces esos caprichos se habían alineado con lo que a las jóvenes protagonistas de las novelas les convenía; cuando no sucedía, nuestras heroínas aprendían que las personas tenían caminos misteriosos, y a veces había que adaptarse a los deseos insondables y hasta enfurecedores de los demás.

Ante todo, estos personajes me interesaban porque su estatus excéntrico en la estructura social, su condición de «mujeres raras» —ni madres ni casaderas, mujeres que no aman y no cuidan, feas, viejas, poco queribles, nunca admirables— era un campo fértil para la literatura, para producir personajes misteriosos, ricos e inesperados. Muchos escritores y escritoras, además de Austen y Alcott, han aprovechado literariamente a las solteronas. En la nouvelle Por los tiempos de Clemente Colling, de Felisberto Hernández, hay tres personajes —o una especie de personaje triple— que brillan tanto como el propio Colling: no sabemos sus nombres de pila, pero Hernández las llama «las longevas». Uno de los temas más importantes de la nouvelle es el modo en que en la memoria se enredan el tiempo, la información y las emociones: en la evocación de estas tres ancianas solteronas nos encontramos una instancia de ese cruce, en la que la idealización del recuerdo va dando lugar a una realidad más prosaica, pero igualmente interesante. El narrador empieza describiendo la elegante figura de las longevas («La cintura lo más angosta que fuera posible, el busto amplio, el cuello encerrado entre ballenas pequeñas que sujetaban el tejido blanco») y su conversación alegre y amorosa, para luego contarnos de sus costumbres excéntricas y su aspecto casi ridículo: hacían mucho ruido al aspirar el aire entre los dientes, vivían en la penumbra y usaban unos sombreros enormes que por delante llevaban un tul estirado como un mosquitero, en el cual una de ellas —que además solía pasarse los puños por la cara para «sacarse colores»— tenía un agujero grande, que se acomodaba a la altura de la boca al hacer visitas para meter la bombilla del mate.

En Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez, también sucede que uno de los personajes más ricos y enigmáticos de la novela es una solterona: Amaranta Buendía, la hermana del primer Aureliano. A medida que avanza el libro el personaje de Amaranta se va volviendo más insondable: enamora pretendientes para luego rechazarlos, incluso si los ama; acumula odios y rencores incomprensibles; acaricia sexualmente a los niños de la familia pero se niega a los hombres que la buscan; a veces cuida a todos y a veces parece no querer a nadie. Las motivaciones de Amaranta, sus deseos y su concepción de mundo son quizás los más opacos de toda la novela, pero García Márquez le saca todo el jugo, especialmente a medida que va pasando el tiempo ficcional, a la sensualidad oscura y retorcida de Amaranta, a su olor a flores secas, al discreto morbo de la virgen vieja. De este mismo morbo se valió la mexicana Rosario Castellanos en «Los convidados de agosto», uno de sus cuentos más famosos. En este relato, a diferencia de en Cien años de soledad y todos los otros textos que he citado, la solterona es la protagonista y su perspectiva es la que nos conduce a través de los hechos. No es un personaje cómico ni perturbador: es la heroína trágica, que teme estar condenada a un destinado de soledad y, sobre todo, de insatisfacción. Emelina, la protagonista del cuento, no tiene miedo de no tener hijos, ni de quedarse sola para siempre: tiene miedo de morirse virgen, sin conocer el placer. Si Amaranta le había pedido a su madre Úrsula que diera prueba de su virginidad cuando muriera —aunque, teniendo en cuenta el modo en que García Márquez describe la vida de Amaranta, la novela ya hace una crítica de la virginidad como valor—, Emelina se encuentra en las antípodas: está dispuesta a mancillar su nombre y el de su familia para conocer el sexo y la caricia. No tiene nada de novedoso, por supuesto, que el de la solterona se pinte como un destino triste: sí, quizás, la franqueza y la ternura con que Castellanos invita al lector o a la lectora a enfrentarse con esa tristeza.

No tiene mucho sentido, después de la década del 60, hablar de «solteronas»: no tanto porque el matrimonio haya perdido centralidad —aunque eso también sucedió— sino más bien porque ya no es necesario casarse o estar en pareja para tener una vida sexual, porque la idea de que si a cierta edad una no se empareja «ya se quedó afuera» se va volviendo cada vez menos común y porque la mayoría de la gente hoy entra y sale de las parejas como de su casa. Sin embargo, hay un tipo de personaje que ha quedado por contar, particularmente en el siglo XIX y que hoy solo podemos reconstruir con retazos de narradores poco confiables: la solterona escritora. Ni Louisa May Alcott ni Jane Austen se casaron; tampoco lo hicieron, por ejemplo, las hermanas Emily y Anne Brontë. Aunque pueden leerse ecos de sus historias en algunos de sus personajes —Jo en Mujercitas, que llega a ser escritora profesional por un tiempo, o Nelly, la narradora de Cumbres borrascosas, una criada muy bien educada que aparentemente nunca se casó—, ninguna incluyó en sus novelas, en efecto, un personaje que hiciera lo que ellas mismas hacían. Jo se termina casando y abandonando su carrera de escritora, Nelly narra pero todo indica que no escribe, y ninguna heroína de Austen se queda viviendo con su familia y publicando novelas como hizo ella. No es raro, teniendo en cuenta que casi todas ellas —salvando a Alcott, que además de ser la más joven era norteamericana— escribieron toda su vida con seudónimo. Aun así, la paradoja es curiosa: en la literatura del siglo XIX hay solteronas chismosas, solteronas tristes y malvadas, pero no solteronas que escriban, aunque nuestras mejores autoras hayan sido ni más ni menos que eso.

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