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Estrellas, encontrar y perder

Toda la fuerza del silencio: la propia noche

Por Natalia Zito / Viernes 24 de febrero de 2023
«Nuit étoilée sur le Rhône», de Vincent Van Gogh (1888).

Esta segunda parte de «Mi surrealismo personal» se adentra en la noche como lugar en el que se escribe gracias a los otros, pero también gracias a que se callan. Surgen, así, lecturas y diálogos con Ernaux, Blanchot y Novalis en un ensayo de Natalia Zito sobre la más propia y anhelada de las noches.

¿Cuánto dura la noche?, me pregunta mi hija de siete años. 

*

Yo no sé nada de estrellas, o lo que sé no tiene nada que ver con cuerpos celestes sino conmigo o con las noches de mi infancia, especialmente los veranos, cuando pasábamos algunos días en una casa en Córdoba o en Punta del Este. Vivir en una casa y tener el cielo disponible era un lujo estival, el resto del año vivíamos en un departamento, en el corazón de Buenos Aires. Apenas me encontraba con las estrellas tenía la costumbre de buscar las Tres Marías. Para mí eran tres mujeres, una suerte de ángeles de la guarda. Mi madre, que se llamaba María, pero a quien todo el mundo conocía como Marisa, nunca habló del cinturón de Orión, ni de los griegos, ni supo nada de astronomía. Mi madre solo me mostró las Tres Marías. 

*

Pascal Quignard escribió: «La noche está en el origen de las palabras: el sueño que alucina cosas que no están las hace surgir». En el mismo libro, El nombre en la punta de la lengua, que escribió a partir de un recuerdo de su madre: cuando ella olvidaba un nombre, lo instaba a callarse para recuperarlo y él la ayudaba con toda la fuerza de su silencio; en este libro, entonces, dice que es el padre quien transmite el nombre, pero es la madre quien transmite el origen, el aullido. 

*

—¡Mirá, mamá, las Tres Marías!— me grita mi hija en medio del jardín de la casa de Punta del Este en la que estamos de vacaciones. De pronto, ella no lo advierte, pero al alzar mi mirada al cielo, soy también una nena muy parecida a ella, feliz de constatar que las Tres Marías siguen ahí. 

Al entregarme a la noche por completo sueño que vivo en un pequeño departamento en una ciudad cerca del mar y que en el patio de la planta baja han organizado una feria del libro. Todo en el sueño, incluso yo, tiene la estética de la película Ameliè. Al asomarme al pequeño balcón, puedo ver la feria y no lo dudo: bajo volando hacia ella. Vuelo así, literal y simplemente, pero no como Superman, me deslizo, planeo sin estridencias, con elegancia y naturalidad, pero luego, al caminar, olvido cómo se volaba, hasta que un escritor me invita nuevamente a volar y siento miedo, pero me digo: es simple, se trata de confiar. Entonces, vuelo con un compañero ocasional y en el aire de la noche parece que bailamos. 

*

Más celestes que las estrellas

nos parecen los ojos infinitos que abre en nosotros la Noche.

¿Puede mi mano ansiosa alcanzar tus estrellas?

¿Tiene que volver siempre la mañana?

Son versos de Novalis, seudónimo del escritor Friedrich von Hardenberg, que forman parte de los Himnos a la noche, que escribió en 1797, hace doscientos veintiséis años, a causa de la pena que le produjo la muerte de su amada Sophie. Es una selección propia de los versos, él no los escribió en ese orden ni con esa continuidad, pero cuando leo y los versos me tocan, los hago míos en honor a la audacia de la lectura de la que hablaba Blanchot en El libro que vendrá; entonces escribo con ellos lo que quiero y me pregunto si las estrellas pertenecen a la noche o es que las vemos en esa oscuridad, porque, si es así, son propias de aquel que mira, que hunde los ojos en la noche, en lo incierto y se somete a la intermitencia entre encontrar y perder. 

*

«No he salido de mi noche» es la última frase que escribe la madre de Annie Ernaux, frase que le da título al libro que Ernaux publicó diez años después y que es el diario que escribió durante el último año de su madre que, como dice Ernaux, había perdido los nombres a causa del Alzheimer. 

«Escribir sobre la propia madre plantea, a la fuerza, los problemas de la escritura», plantea en el mismo libro. 

*

Aquel que escribe es atraído hacia la prueba de la imposibilidad, una experiencia nocturna, según Blanchot: la experiencia de la noche. Ahí, en la ausencia, el silencio, el reposo, donde todo ha desaparecido, algo aparece, dice en El espacio literario, es la otra noche. La otra noche, pienso, es la propia, donde se escribe gracias a los otros pero también haciéndolos callar, no porque se sepa, sino —como la madre de Quignard— para recuperar las palabras, para hacer aparecer eso que no está, que no se sabe; pienso que esa es la noche, el lugar para escribir y, sin embargo, a menudo me pregunto ¿cuál es mi propia noche?

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