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El castellano no le daba para más

Wilcock, el escritor difuminado

Por Martín Bentancor / Sábado 05 de octubre de 2024
Wilcock como Caifás en «El evangelio según San Mateo» (1964), de Pier Paolo Pasolini.

La obra del escritor argentino nacionalizado italiano Juan Rodolfo Wilcock (1919-1978) constituye una suerte de rareza. Varios libros recientes, suyos y sobre él, demuestran lo inclasificable de sus escritos. En esta nota, el escritor Martín Bentancor esboza algunos apuntes para un retrato posible de Wilcock.  

Inclasificables desde el punto de vista de los géneros, compuestos de fragmentos, variaciones de mitos y anomalías de la Historia, varios libros de Juan Rodolfo Wilcock (1919-1978) han sido publicados recientemente por editorial La Bestia Equilátera. En 2021, Emecé editó el volumen Wilcock, que compila las entradas sobre el autor que Adolfo Bioy Casares registró en su diario, y el año pasado apareció Disco Wilcock (Tren en Movimiento), una particular aproximación al universo del autor a cargo de Manuel Ignacio Moyano Palacio.

Entre todas las categorías en las que pueden ser agrupados los escritores —pertenencia nacional, recurrencia a ciertos temas, cualidad «de culto», afinidades políticas, copiosa o estreñida producción editorial, etc.—, una de las más interesantes es la de aquellos autores que en determinado momento de su vida y de su obra optaron por cambiarse de lengua. Las motivaciones pueden ser múltiples, azarosas y en un punto incomprensibles para los lectores, que nunca podrán horadar las innúmeras capas de sentido que el autor de marras atravesó para aprehender la sinuosidad propia del nuevo idioma. Vladimir Nabokov se pasó del ruso al inglés, Emil Cioran del rumano al francés, Samuel Beckett del inglés al francés, Joseph Conrad del polaco al inglés, Héctor Bianciotti del español al francés, Aleksandar Hemon del serbio al inglés, Yiyun Li del chino al inglés. Y Juan Rodolfo Wilcock del español al italiano. 

Durante años, desde que me topé por primera vez con su nombre en un viejo volumen de Ediciones Criterio de la nouvelle La Nueva Neutralia (originalmente Scott-King’s Modern Europe), de Evelyn Waugh, cuya traducción firmaba, Juan Rodolfo Wilcock ha constituido una suerte de misterio en mis pesquisas bibliófilas. Si es verdad que cada lector forja sus intereses de lectura, y por ende su propia biblioteca, en parámetros tan personales como caprichosos, debo reconocer que el nombre de Wilcock ha sido un principio de búsqueda constante. Las particularidades de una biografía y de una obra marcadas por el cambio de país de residencia (de Argentina a Italia) y de idioma (de español a italiano) contribuyen al hecho de que Wilcock siempre se me presente como un escritor difuminado, como alguien que está y al mismo tiempo no está, un nombre que escapa a los reduccionismos de las literaturas nacionales, las enciclopedias temáticas y los manuales de divulgación. Una suerte de escritor fantasma. 

La carrera universitaria por dictamen hereditario. A diferencia de Ítalo Calvino, que empezó a estudiar agronomía siguiendo la formación académica de su padre Mario Calvino y que abandonó la facultad para dedicarse a la literatura, Juan Rodolfo Wilcock estudió y se recibió de ingeniero como su padre, Charles Leonard Wilcock. Con veinticuatro años, obtuvo el título de ingeniero civil, ingresó a los Ferrocarriles del Estado y se estableció en Mendoza para trabajar en la reconstrucción del Ferrocarril Trasandino. Supervisaba los planos, conferenciaba con la peonada y marcaba tarjeta, pero de la misma forma que sucediera con Calvino, la literatura ya lo había contaminado todo. 

Manuel Ignacio Moyano Palacio subraya el carácter excepcional del plurilingüismo del autor de El templo etrusco y El libro de los monstruos. Desde su más tierna infancia, Wilcock estuvo expuesto a tres idiomas: al francés que le llegó por intermedio de su abuela suiza, al inglés que heredó de su padre, y al castellano, que aprendió por sí mismo cuando a los dos años visitó Inglaterra con su familia. Curiosamente, el italiano, la lengua de su particularísima obra literaria, lo aprendió mucho más tarde, antes de visitar por primera vez Italia en 1951, en compañía de Silvina Ocampo y Adolfo Bioy Casares. 

Cuando Adolfo Bioy Casares conoció a Juan Rodolfo Wilcock a inicios de la década del cuarenta, a instancias de su esposa Silvina Ocampo, el joven poeta de estilo neorromántico, al que algunos apodaban «el Shelley argentino», despertó un profundo rechazo en el aristócrata escritor criollo. La pose amanerada y las salidas extravagantes de Wilcock le sirvieron a Bioy para moldear al personaje de Oribe, el protagonista de su cuento ‘El perjurio de la nieve’, publicado en 1944. Sin embargo, treinta y cuatro años más tarde, una mañana de 1978 cuando Bioy bajó a desayunar y Silvina le comunicó que Wilcock había muerto, salió corriendo del comedor y se encerró en el baño a llorar. 

En algún día de marzo o abril de 1957, Wilcock, un escritor de treinta y ocho años, con seis libros de poesía publicados, que muy joven había ganado el Premio Martín Fierro (entregado por un jurado en el que se encontraba Jorge Luis Borges), que había realizado varias traducciones para Emecé y Sur, que había obtenido el primer premio de un concurso de cuentos organizado por la revista Sur y que había escrito junto a Silvina Ocampo la tragedia Los traidores, le dijo a su amigo el poeta Antonio Requeni, mientras viajaban juntos en ómnibus: «Me voy a Italia a escribir en italiano, el castellano no da para más». La leyenda sostiene que entre esa declaración encima de un ómnibus en marcha y el ascenso al avión que lo llevó a Roma unas semanas después, Wilcock recorrió las librerías de Buenos Aires, compró todos los ejemplares de sus libros y los quemó. 

Dentro de su prolífica actividad literaria en Italia, Wilcock colaboró durante años con la revista Il Mondo, en la que llegó a escribir dos columnas simultáneas: una con su nombre y otra con la firma de Mario Campanari. Wilcock y Campanari llegaron a polemizar sobre diversos temas a través de varios números de la revista. 

En el año 1982, cuando Roberto Bolaño aún no se había convertido en un escritor conocido y malvivía en Gerona, alguien le prestó un ejemplar de La sinagoga de los iconoclastas, de Juan Rodolfo Wilcock. «El libro me devolvió la alegría, como sólo pueden hacerlo las obras maestras de la literatura que al mismo tiempo son obras maestras del humor negro, como los Aforismos de Lichtenberg o el Tristram Shandy de Sterne», escribió muchos años después. Lo que no dejó por escrito el chileno, al menos en esa misma página, es que la estructura de la obra de Wilcock le inspiró la de su libro La literatura nazi en América.  

Juan Rodolfo Wilcock falleció en su casa de campo en Lubriano, el 16 de marzo de 1978, un mes antes de cumplir cincuenta y nueve años. Lo hallaron recostado en un diván, con el libro L`infarto cardiaco, del doctor Alberto Saponaro, abierto sobre el pecho. Murió por un infarto cardíaco.  

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