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Ensayo

«Descanse, así se recupera más rápido»: de la convalecencia

Por Santiago Cardozo / Sábado 20 de mayo de 2023

Santiago Cardozo reseña Convalecencias. La literatura en reposo (Siruela, 2019), de Daniel Ménager, e indica que el libro «se adentra en el comentario de innumerables novelas, de un conjunto de referencias médicas paradigmáticas de sus respectivas épocas, así como en el interior de una serie de discursos sociales sobre la enfermedad y la convalecencia».

«Convalecencia»: el Diccionario de la lengua española ofrece una escueta definición del término que no describe nada de sus elementos compositivos. «Estado del convaleciente», indica. Esta definición, precisamente por su exigua extensión, arrinconada en el sufijo de significado abstracto «–ncia», parece estar en consonancia con uno de los aspectos fundamentales del libro de Daniel Ménager Convalecencias. La literatura en reposo (Madrid, Siruela, 2019): el escaso tratamiento que ha tenido la convalecencia (no así la enfermedad) en la literatura, incluso en la medicina. 

Sin embargo, la convalecencia (la lista de situaciones que la causan es bastante heterogénea, pero siempre encontramos, por ejemplo, la hepatitis, el asma, la ya clásica influenza, alguna fractura) ha sido uno de los estados predilectos para la constitución de los mitos de iniciación a la lectura de los escritores (y no solo de estos). En efecto, por convalecer, por estar confinados a la cama de las alcobas personales o de los hospitales, no hay más remedio que ponerse a leer. Es más: mientras se convalece, parece configurarse el estado ideal para dedicarse a la lectura sin ningún compromiso extra, sin ninguna responsabilidad social, como asistir a la escuela, ayudar en la casa, jugar con los amigos del barrio, ir a las clases de canto, etc. Por alguna extraña razón, cuando se convalece, el ambiente se presta para la lectura, sorteando el malestar dominante, es decir, pasando por alto la incomodidad de la lectura para alguien que enfrenta problemas de salud, puesto que todas sus energías (por lo visto, no todas, y en ocasiones ni siquiera la mayor parte) están destinadas a mejorar.

El cuerpo, el alma y la cabeza están más o menos alineados para sacar todo el provecho posible de la inanición social, por así decirlo (¿qué hubiera pensado Descartes de esta alineación, que parece jugar con alienación?): no se hace otra cosa que leer, que entrar, una y otra vez, en los distintos universos que tejen las ficciones, hogar del convaleciente que termina por imponerse sobre su propia casa, sobre sus propias relaciones familiares, amorosas, de amistad. La dolencia del cuerpo abre el espíritu a otros lugares y tiempos. En tal sentido, según escribe Ménager casi como un aforismo, «Lo que la convalecencia pone en tela de juicio es toda una forma de vida». ¿Cuál? Acaso pueda ser la de la constante cohesión del tejido social, que encuentra su fundamento en la interacción con los otros, o la de la productividad laboral, es decir, la de la extracción o sustracción de energías que viene efectuando el capitalismo por lo que dura el aislamiento. Estar convaleciente implica, pues, quedar momentáneamente al margen de la máquina productiva e, incluso, tender sobre ella diversos cuestionamientos, relativos, por ejemplo, al sostén económico de quien convalece, al tiempo que puede convalecer, a esa nueva forma de vida «hacia afuera», podemos decir, que deja para después o nunca la introspección, salvo que de esta pueda sacarse alguna tajada en el vil metal, en cursos de dudosa valía en los que, se nos dice, nos enseñarán las artes de la meditación o del conocimiento de uno mismo o de la conexión con el universo, porque somos, con él, Uno. 

*

Nunca tuve una convalecencia, digamos, memorable: las situaciones de convalecencia que vi o de las que escuché hablar, situaciones susceptibles de pasar a la memoria, siempre fueron de amigos. En particular, recuerdo el caso de un amigo que desarrollaba, penosamente, una fibrosis quística que, muchos años después de aquellos tiempos de la infancia tardía, se lo llevaría de este mundo, revocando una vida de prohibiciones, encierros y sistemática tos. Su vida no tenía nada de literaria o, por el contrario, era plenamente literaria si por esto entendemos ese nuevo régimen de escritura, como sostiene Rancière, en el que cualquiera, disolviendo la dicotomía entre personajes activos y pasivos, puede ser, en efecto, personaje, precisamente por carecer de los rasgos épicos contados por las Bellas Letras. En todo caso, que un héroe se vea impedido de continuar con su gesta por estar convaleciente (léase, a contracorriente de lo que estamos diciendo, el cuento «Los huesos», del escritor oriental Martín Bentancor) no hace que la convalecencia sea el centro de la cuestión; por el contrario, es la propia gesta interrumpida, la suspensión de la Historia, lo que, por efecto de la convalecencia, se vuelve más relevante, mientras esperamos que aquel reanude sus diligencias para que, insisto, la Historia comience a moverse otra vez.   

En la convalecencia, el retiro social requiere, no pocas veces, de la colaboración ajena: padres, hermanos, hijos, amigos… Solo así podemos alimentarnos, atender al médico a domicilio, en fin, solo así podemos realizar una serie de cosas que, aislados, nos resultarían complejas, cuando no imposibles. 

Leemos, pues: «Pequeña lección moral y médica al mismo tiempo: la convalecencia requiere la intervención de los demás, la distracción, el olvido de los pensamientos negativos. Así las fuerzas de la vida vencerán». La convalecencia reúne dos aspectos de la vida que, juntos, ponen en jaque cierta división de lo social que se asienta, precisamente, en la separación en cuestión: diríase que lo moral «invade» lo orgánico o que, en todo caso, cierta dimensión política cuestiona el saber médico a partir del efecto que sobre este asunto provoca la literatura como «instancia» de pensamiento sobre lo doméstico como materia propiamente literaria, sin los aspavientos de la épica ni de la tragedia. Lo mundano mismo aparece como una puesta en suspenso del principio jerárquico de la retórica aristotélica: la convalecencia desdibuja los géneros altos y los géneros bajos, mezclando todo con todo porque, ahora, no hace falta un gran relato para que haya literatura; por el contrario, llamamos «literatura» precisamente a la disolución de la mímesis característica de la poética aristotélica (personajes y expresiones nobles para los géneros altos, a saber: la epopeya y la tragedia; personajes y expresiones vulgares para el género bajo por excelencia: la comedia). La convalecencia anula, en cierto sentido, pues, esa poética. 

En este contexto, la convalecencia, dice Ménager, es una zona de sombra, en el interior de la cual nunca se sabe bien qué es lo que está ocurriendo, qué clase de transformaciones íntimas está «sufriendo» el convaleciente, de qué modo saldrá de ese estado, según una extendida mitología del asunto (¿habrá, finalmente, una abandono de Dios o una entrega aun mayor a él?, ¿se diseñarán diversos proyectos personales que, hasta el momento, han esperado su concreción o no han estado en ningún plan personal de actividades?). Por ello, en cierto sentido, constituye un momento incómodo para los médicos y, al revés, una instancia que alimenta el deseo de los novelistas, quienes tejen toda clase de historias y avatares a su alrededor. 

Uno de los aspectos que destaca Ménager tiene que ver con el hecho de que la situación de convalecencia carga consigo un reparto de las actividades entre hombres y mujeres: los primeros son los que suelen convalecer, especialmente cuando regresan de las guerras, y las segundas son las que suelen cuidar de aquellos. En este reparto, señala, un discurso social conocido por todo constriñe la posición femenina sobre la base de que las mujeres poseen el don de la delicadeza y la piedad, contra lo que protestan, agrega, las feministas. Aun así, el decoro que subyace a esta función puede quedar puesto en cuestión, desde el momento en que esa situación de intimidad (incluso, en el desconocimiento mutuo entre quien cuida y quien es cuidado) es susceptible de dar paso a la aparición, como un despertar, de cierto interés erótico, fraguado en el trato prolongado en el tiempo, cosa que las instituciones médicas repudiaban, para cuya evitación buscaban que las mujeres cuidadoras fueran «enfermeras de edad vetusta» o religiosas. 

La posibilidad de esta subversión no deja de estar inscripta en el discurso relativo a la convalecencia, especialmente en esa versión más lavada y superficial, en ese romanticismo novelesco que, en no pocas oportunidades, juega en la ambigüedad entre el lugar común y lo que verdaderamente provoca una transformación de lo sensible en sus diferentes órdenes.

*

El libro de Ménager se adentra en el comentario de innumerables novelas, de un conjunto de referencias médicas paradigmáticas de sus respectivas épocas, así como en el interior de una serie de discursos sociales sobre la enfermedad y la convalecencia que, más o menos sabidos por todos, configuran el suelo de las ideas sobre el que estamos parados y que nos permite, mal o bien, deslizarnos sobre la realidad. Con un pulso siempre certero, la escritura de Ménager brilla por su precisión gramatical, por su lucidez interpretativa y, sobre todo, por haber hecho de la convalecencia un verdadero asunto literario


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