literatura italiana
[Traducĕre #6] Simonetta Agnello Hornby por Julia Berardozzi
Por Julia Berardozzi / Lunes 29 de agosto de 2022
Simonetta Agnello Hornby (izq., foto de Niccolò Caranti) y Julia Berardozzi (der., foto de Nacho Correa).
Una crónica breve, y llena de dialecto, acerca de la violencia contra las mujeres. Una de las principales novelistas italianas contemporáneas: Simonetta Agnello Hornby. Julia Berardozzi traduce del italiano el texto «Siculiana, 1951», surgido en la intersección de la escritura y el activismo. «La narrativa de Simonetta muestra las violentas aristas de los vínculos en los territorios periféricos, y de las subjetividades allí confinadas», escribe la traductora.
Siculiana, 1951
«¿Y qué?» volví a preguntar. Se me dijo que el marido de Filomena tenía «mal carácter». Muy rápidamente se me aclaró aquella respuesta enigmática: desde la calle subían altos alaridos, como si hubiera empezado una representación teatral.
Las mujeres dejaron precipitadamente la mesa llena de verdura para ocupar los mejores lugares, en el balcón, mientras otras criadas llegaban corriendo desde los pisos superiores. En la mesa había quedado sólo Nuruzza, la más vieja: «Simonetta, ¡veniccá! ¡veniccá, no me dejés!». Pero yo ya había ido detrás de las otras al balcón, colándome entre ellas.
El marido de Filomena, menudo y con las piernas chuecas, había dejado el burro al principio del callejón, confiándole las bridas a uno de los hijos. Avanzaba lento gritándole a Filomena malas palabras que yo conocía y otras que para mí eran nuevas; ella le retrucaba con el mismo volumen, toda sudada. Un verdadero duelo [...] Yo no entendía.
Cuando llegó a la esposa, el hombre le encajó la primera de una serie de cachetadas: con una mano la agarraba del escote, con la otra la golpeaba. Filomena, ahora muda, no intentaba liberarse ni escapar. El silencio alrededor era absoluto. Los niños —desde arriba veía solamente la cabeza y el escorzo de un rostro— estaban inmóviles. Después de lo que me pareció una eternidad, el marido de Filomena dejó el agarre y ella se desplomó en el suelo. Como si ésa fuera la señal que esperaban, los espectadores, grandes y chicos, se pusieron a abuchear: pero sin dejar sus lugares, parecían clavados al suelo o a la silla. Quien exhortaba al marido a la clemencia, quien invocaba al Señor y a la Virgen, quien maldecía la miseria, la vida, a los santos e incluso al gobierno. Nadie, ni siquiera los hijos, corría a ayudar a Filomena: «¡Ay, ay! Me mató, ¡ay, ay!» gemía ella, en el suelo.
El marido miraba alrededor, como un actor en el escenario esperando el aplauso. Después bajó los ojos a la mujer e intentó darle una patada: intervino el hijo mayor, y de golpe el coro se disolvió para transformarse en una multitud alborotada que se cerraba en círculo en torno a ellos. Filomena, de nuevo en pie, despotricaba contra el marido; intentó incluso darle una cachetada, pero fue detenida por la gente, que ahora intentaba separarlos. Después, como por un milagro, de pronto la multitud desapareció: mujeres, hombres, viejos y niños volvieron a la cueva en sus casas.
[...] Las mujeres me dijeron que el marido de Filomena era una «mala persona», pero que ella no lo era menos: no le obedecía. Una, moviendo de lado a lado la cabeza, observó que a Filomena le gustaba jugar al loto con el dinero que él llevaba a casa, pero que de todos modos no se merecía esos golpes .
«Noziñór» la interrumpió Nuruzza, «lo gasta per dar de cumer a los hijos mecor que a él, ¡Filomena buona madre è!».
«¡Se equivoca, Nuruzza!» intervino la cocinera, «él tiene que estar fuerte para trabajar, los hijos son chicos, ¡a ellos les alcanzan las sobras!».
«È sempre así: se trenzan peró después todu los añu nace un cachorritu» suspiró la criada más joven, que trabajaba para hacerse una dote y soñaba con tener hijos.
Otras veces volví a aquella cocina, a escondidas, a la hora en que el hombre volvía a casa del trabajo. A menudo encontraba a las domésticas de los pisos de arriba, bajando también ellas con una excusa. Era una mezcla de miedo y placer, compasión y voyeurismo, piedad y horror: como en el teatro. No lo hablé nunca con la abuela, ni con mis padres: le habría causado problemas al personal de servicio.
Cada tanto, a la mañana, Nuruzza, que casi no trabajaba más, llamaba a Filomena desde el balcón para que viniera a vendernos unos huevos, y ella subía con la canasta con los huevos dentro, envueltos en un repasadorcito, un niño o dos colgados de la falda. Tenía esa áspera belleza suya en los ojos claros y en el rostro colorado por el sol, el pañuelo calado sobre la frente o anudado bajo el mentón para esconder los moretones. Nuruzza y Filomena hablaban de todo un poco sin una mención a lo que habíamos visto. Una vez le pregunté a Nuruzza por qué nunca le preguntaba a Filomena cómo estaba. «No está la necesitá» fue la respuesta. Lo importante era que Filomena supiera que había personas que se preocupaban por ella, y que lo supiera él también, «si pensa cascarle mucho más».
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Siculiana, 1951
E allora?, tornai a chiedere. Mi fu detto che il marito di Filomena aveva «malocarattere». Ben presto quella risposta enigmatica mi si chiarì: dalla strada si levavano alte urla, come se fosse cominciata una rappresentazione teatrale.
Le donne lasciarono precipitosamente il tavolo colmo di verdura per prendere i posti migliori, al balcone, mentre altre cameriere arrivavano di corsa dai piani superiori. Al tavolo era rimasta solo Nuruzza, la più vecchia: «Simonetta, moviti ccà! Moviti ccà, non mi lasciare!». Ma io avevo già seguito le altre sul balcone, intrufolandomi in mezzo a loro.
Il marito di Filomena, mingherlino e con le gambe storte, aveva lasciato l’asino all’inizio del vicolo affidando le briglie a uno dei figli. Avanzava lento urlando a Filomena parolacce che conoscevo e altre che mi erano nuove; lei gli rispondeva per le rime e allo stesso volume, tutta sudata. Una vera e propria lite. [...]. Io non capivo.
Quando ebbe raggiunto la moglie, l’uomo le allungò il primo di una serie di schiaffi: con una mano la teneva per il colletto, con l’altra la colpiva. Filomena, ora muta, non cercava di liberarsi, né di scappare. Il silenzio attorno era assoluto. I bambini – dall’alto vedevo soltanto la testa e uno scorcio del volto – erano immobili. Dopo quella che mi parve un’eternità, il marito di Filomena lasciò la presa e lei si afflosciò per terra. Come se quello fosse il segnale che aspettavano, gli astanti, grandi e piccoli, presero a vuciare: ma senza lasciare il loro posto, parevano inchiodati a terra o alla sedia. Chi esortava il marito alla clemenza, chi invocava il Signore e la Madonna, chi malediceva la miseria, la vita, i santi e perfino il governo. Nessuno, nemmeno i figli, correva ad aiutare Filomena: «Ahi ahi, m’ammazzò, ahi ahi!» gemeva lei, per terra.
Il marito si guardava in giro, come un attore sul palcoscenico che aspetta l’applauso. Poi abbassò gli occhi sulla moglie e cercò di darle un calcio: intervenne il figlio maggiore, e a un tratto il coro si sciolse per trasformarsi in una folla vociante che si stringeva a cerchio intorno a loro. Filomena, di nuovo in piedi, inveiva contro il marito; tentò perfino di dargli uno schiaffo, ma fu fermata dagli altri, che ora cercavano di dividerli. Poi, come per miracolo, all’improvviso la folla scomparve: donne, uomini, vecchi e bambini si rintanarono nelle loro case. [...]. Le donne mi dissero che il marito di Filomena era una «mala persona», ma che lei non era da meno: non gli obbediva. Una, scuotendo la testa, osservò che a Filomena piaceva giocare al lotto con i soldi che lui portava a casa, ma comunque non si meritava quelle bastonate.
«Nonzi,» la interruppe Nuruzza, «li spende per dare a mangiare ai figli meglio che a lui, Filomena buona matri eni!»
«Vi sbagliate, Nuruzza!» intervenne la cuoca, «lui dev’essere in forze per lavorare, i figli sono piccoli, a loro basta quello che rimane!»
«È sempre così: si sciarrìano, ma poi ogni anno ci nasce ’u picciriddu,» sospirò la cameriera più giovane, che lavorava per farsi la dote e sognava di avere figli.
Altre volte ritornai in quella cucina, di nascosto, all’ora in cui l’uomo rincasava dal lavoro. Spesso vi trovavo le domestiche dei piani di sopra, anche loro scese con una scusa. Era un misto di paura e piacere, compassione e voyeurismo, pietà e orrore: come a teatro. Non ne parlai mai con la nonna, né con i miei genitori: avrei messo nei guai le persone di servizio.
Ogni tanto, di mattina, Nuruzza, che non lavorava quasi più, chiamava Filomena dal balcone perché venisse a venderci qualche uovo, e lei saliva con il paniere con dentro le uova avvolte in una mappina, un bambino o due attaccati alle gonne. Aveva una sua ruvida bellezza negli occhi chiari e nel volto arrossato dal sole, il fazzoletto calato sulla fronte o annodato sotto il mento per nascondere i lividi . Nuruzza e Filomena parlavano del più e del meno senza un accenno a quanto avevamo visto. Una volta domandai a Nuruzza perché non chiedeva mai a Filomena come stava. «Non c’è di bisogno» fu la risposta. L’importante era che Filomena sapesse che c’erano persone che si preoccupavano del suo bene, e che lo sapesse anche lui, «’nsammai pensa di cafuddarla cchiù assai».
«Siculiana, 1951» en Agnello Hornby, S. y Calloni, M. Il male che si deve raccontare (per cancellare violenza domestica), Milano, Feltrinelli, 2013.
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SOBRE LA AUTORA
Milán, 2013. Simonetta Agnello Hornby publica junto a Maria Calloni Il male che si deve raccontare (per cancellare violenza domestica). Las ganancias se donan a la Fundación Eliminating Domestic Violence italiana, fundada por ellas, y el libro se presenta como un instrumento para la lucha contra la violencia hacia las mujeres. Calloni aporta una pata científica y estadística; Simonetta, abogada especialista en derecho de familia, testimonios de mujeres que defendió y experiencias de su infancia siciliana: son dos de las principales fuentes de una poética que ni es exclusivamente literaria ni existiría separada de su activismo. Gran parte de sus iniciativas son a cuatro manos: guiona y co-interpreta espectáculos escénicos o escribe con distintos familiares. En particular, lo hace con su hijo con discapacidad, George, junto a quien además filma más de un documental. Desde el reconocimiento internacional de La Mannulara (2003) —desarrollada en el cruce entre relaciones semifeudales, dominio mafioso y problemática de la mujer durante la segunda posguerra siciliana—, la narrativa de Simonetta muestra las violentas aristas de los vínculos en los territorios periféricos, y de las subjetividades allí confinadas.
Numerosas obras de Agnello Hornby han sido traducidas al español por las editoriales Tusquets y Gatopardo.
SOBRE LA TRADUCCIÓN
No parece exagerado decir que las paradojas que tocan a la traducibilidad de un texto cualquiera recrudecen cuando un dialecto se apersona. El presunto carácter imposible de la traducción, con todo, mira a los ojos la evidencia: traducimos. Ahora, ¿la búsqueda de un equivalente «nuestro» puede ser otra cosa que un fracaso estrepitoso cuando, como en el caso rioplatense, en la historia de la cultura de llegada no existe exactamente la relación lengua nacional-dialecto? Y si es así y el fracaso de traducirlo es inevitable, ¿no necesitaría otro nombre como, por ejemplo, juego?
Antes del Risorgimento, que consolidó en la actual Italia un Estado moderno, el plurilingüismo fue allí, durante más que siglos, un dato pacífico. La distinción entre lengua y dialecto era inexistente. Nadie hubiera dudado de que un dialecto es una lengua. Y de allí en adelante, ¿no es acaso la lengua nacional la que está haciéndose pasar solapadamente por «lengua» a secas, expropiando a los dialectos su estatuto de sistema lingüístico completo? El arte italiano está minado de huellas de este proceso de italianización que, como desde Pasolini, es tradición notar a nivel más o menos difundido —o, cuanto menos, no especializado— y que conlleva la aniquilación de los modos regionales de estar en el mundo.
Asumimos que la práctica de traducir vive en unas coordenadas éticas (¿cómo tratar al Otro, al texto-cápsula, con ternura —ternura: opuesto de dominio—? ¿cómo ofrecer a lxs otrxs, lectorxs en traducción frente a los que la traductora está en decidida posición de poder, mi lectura tiernamente —ternura: sin despotismo—?). Frente al dialecto, la posición ética de quien traduce despliega irremediablemente su dimensión política: lo que hay que verter es una relación violenta que, para complicar las cosas, se ha vuelto en la narración un elemento formal. Caracteriza, por ejemplo, a la servidumbre de nuestro cuento de un modo muy preciso que en traducción corre sendos riesgos: pasar por analfabetismo es, tal vez, el que está más a la mano. Felizmente, no parece haber solución para la intraducibilidad que distingue a la fuerza de un dialecto.
Decidimos jugar: jugar un juego serio, tan tiernamente como nos fue posible. Evitamos lexemas que trajeran a un primer plano la mano de la traductora y la pusieran por delante de la voz de Simonetta: esto la hubiera atado a un Río de la Plata del que, sin duda, carece. Intentamos hacernos cargo de la irreductibilidad de la relación italiano-dialecto, forjando («transcreando») para Nurruzza y la criada una lengua que mantuviera desviaciones respecto del imaginario del italiano en nuestro patrimonio literario (por ejemplo, respecto del cocoliche o del sainete). Donde pudimos, conservamos marcas sonoras del dialecto —preponderancia de la U—. Donde no, apelamos a la equivalencia funcional o se inventaron constructos que quieren distanciarse del italiano standard.
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