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Anne

Por Escaramuza / Miércoles 30 de abril de 2025
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Toda madre es salvaje. Salvaje, por pertenecer a una memoria más antigua que ella, a un cuerpo más original que su propio cuerpo, barro, arena, agua, materia, líquido, sangre, humores, a

un cuerpo de muerto, de podredumbre y guerra, también a un cuerpo de virgen celestial. Su lengua surge antes de la lengua; es puro ritmo, con sus blancos, sus borraduras, su imposibilidad de decir, de saber, de comprender. Es una lengua sin palabras, incluso sin afecto, una lengua salvaje hecha de pedazos de cuerpos separados por el nacimiento de ese “todo” cuya pérdida nos afecta, en la infancia, como un abandono primero irremediable. Sin embargo, ese “todo” del universo materno, matricial, no existió nunca. Soñado, imaginado, contado, susurrado, conducido de mitos a religiones, salvado del olvido y reconstruido sin cesar en toda clase de relatos, es real solo por faltar desde siempre. Toda madre es salvaje y su hijo queda abandonado en esa parte salvaje apenas llega al mundo, abandonado porque ella, la madre, no tiene ningún poder sobre él; ni conocimiento, ni recuerdo. Ese espacio de no coincidencia consigo mismo abre al hijo el mundo materno y lo posible que él encarna. Esta especie de ausencia para sí mismo -aventuramos nosotros- es una ausencia esencial, fértil, creadora. Una madre da a su hijo acceso al mundo en tanto y en cuanto ella misma está atravesada por el mismo arcaico espacio materno que yo llamo “salvaje” y que la excede constantemente, del que el niño se alimenta y que la alimenta también a ella. Es un espacio literalmente pre-histórico (zeitlost, decía Freud, no temporal) que hace posibles el pensamiento, lo imaginario, las representaciones, un reservorio psíquico en cierto modo, que ha almacenado los “dichos” de las generaciones anteriores, pero también los juramentos silenciosos que ligaron a los seres en relaciones de filiación a menudo dolorosas y siempre transmitidas según un orden simbólico. Ni el inconsciente colectivo ni ninguna otra memoria podrían sustituir la noción de inconsciente y su estructuración en y

por el lenguaje. No, el salvajismo materno es un espacio-tiempo preedípico que constituye la matriz de todo vínculo humano, por cuanto ese mismo vínculo lo trasciende, dimensión que ciertas civilizaciones han considerado animal o sagrado, que otras culturas calificaron de puramente virtual (a menudo la nuestra), pero que sin embargo se traduce por la posibilidad misma de decir “yo” y “tú”. Cuando la madre deja de ser salvaje, cuando el corte es en ella tan profundo que ya no tiene acceso a ese espacio arcaico, se desarrolla entonces el movimiento de una melancolía a la que ya nada protege del deseo de morir salvo, a veces, la asistencia medicamentosa (siempre frágil) o la escucha de un médico, de un amigo, de alguien cercano. ¿Qué puede hacer entonces el psicoanálisis? Volver a donde la herida de aquel primer abandono se cerró sin haber permitido albergar un lazo vivo de amor. Acercarse a ese espacio situado fuera de las palabras (pero muy próximo a los muertos, a nuestros muertos familiares, a nuestras guerras, a nuestros propios abandonos) que ha vuelto al sujeto cómplice de un trauma intolerable sin ninguna posibilidad de dar testimonio. Reencontrar las huellas, aun las más ínfimas, de esa parte salvaje portadora conjuntamente de la vida y de la muerte, pero del lado de lo viviente, es decir, animado por el movimiento de la metamorfosis.

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