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pop británico

Capricho pop, o los Pet Shop Boys

Por Federico Medina / Viernes 19 de agosto de 2022
Detalle de portada del disco «Nightlife/Further listening».

Los Pet Shop Boys son un terremoto pop surgido en los 80 que sigue de lo más vigente. Si ridículamente graciosos u odiosamente insoportables, queda a criterio de fans y detractores. Federico Medina reseña Pet Shop Boys, literalmente (Contra, 2021), reedición ampliada del clásico libro de Chris Heath de 1990. 

Es el último día del festival musical más importante del mundo. Ya pasó la resaca del día anterior, el sol y la tarde sobre la campiña de Glastonbury, las actuaciones de Doja Cat, Idles, Burna Boy, Black Midi, y otras cien bandas con nombres de aplicaciones para teléfono; ya pasaron más de treinta años desde la vez que un empresario japonés convenció a un dúo de jóvenes y pretenciosos ciudadanos ingleses de que podían subirse a un escenario, con todas las garantías que su imaginado show demandaba.

Cuando se encienden las luces, la noche del 26 de junio de 2022, el cantante y compositor Neil Tennant aparece con una máscara en su rostro que podría dificultarle la visión, pero que le queda genial y combina con la de su compañero, el tecladista y compositor Chris Lowe. Son como piezas geométricas que encajan a la perfección y puede que tengan algún significado especial, o algo misterioso, pero esto último es mucho menos importante que el deseo de estos dos, más conocidos como Pet Shop Boys, de impactar y divertirse.

Así es desde el principio, cuando se conocieron en 1981 en una tienda de artículos electrónicos.

La historia que se cuenta en Pet shop boys, literalmente transcurre un tiempo después y arranca en el verano de 1989. El narrador es el periodista Chris Heath, conocido del dúo por sus artículos en la revista para adolescentes Smash Hits (en la que también había trabajado como editor Neil Tennant). La acción comienza un poco antes de la primera gira, lejos de su país, con fechas en Japón y Hong Kong.

Con los años, este libro se convirtió en un clásico de la literatura referida a la música contemporánea y sigue siendo una referencia ineludible para cualquiera que decida escribir algo parecido. Pero cuando se editó en 1990, la crítica lo destrozó. Esta versión actualizada de 2020 da cuenta de algunos de aquellos comentarios algo hostiles con fragmentos de notas de la revista The Face y el autor pone en perspectiva todo su viaje, para concluir que, tres décadas después, el relato no le pide mucho más que lo que quedó contado.

En cada página de esta aventura de fines de los ochenta, Neil Tennant y Chris Lowe son ridículamente graciosos o, según como se los vea, odiosamente insoportables. Y para tanta grandilocuencia, ambigüedad y tensión artística y humana, parece lógico suponer que este escritor y periodista tomó la decisión correcta cuando, simplemente, se hizo a un lado y corrió los límites espaciales del relato, tomando como guía principal los caprichos, las pretensiones y los planes de estos dos aparatos vestidos con ropas raras.

Heath es descriptivo al extremo, como puede serlo la agenda diaria de un deportista de élite en la que se detallan comidas, descansos, paseos, compromisos, medidos en cantidades de minutos y porciones de una jornada laboral.

Nada de lo importante, o emocionante, parece importarles a estos músicos, demasiado preocupados por los colores de su ropa. Todo suena banal mientras les toca asumir la realidad de sus sueños como estrellas de la música inglesa, aunque renieguen todo el tiempo de esa condición. «No te muestres triunfante», le dice Lowe, a Tennant al final de una actuación como la que imaginaron una década entera.

Hacia 1989, Pet Shop Boys es una de las bandas más exitosas del Reino Unido y comienza a hacerse conocida en todas partes del mundo. Ya tienen tres discos editados: Please (1986), Actually (1987) e Introspective (1988) y escribieron la mayoría de sus mejores canciones, como «West end girls», «It´s a sin», «Always on my mind», «Domino Dancing» y «Paninaro». Pero Neil y Chris se pasan hablando pestes de Bros (otro grupo de pop de éxito fugaz con el que comparten al manager Tom Walkins), U2, David Bowie o cualquier cosa que no sea lo suficientemente digna o genuina según su particular forma de ver el mundo y el arte.

En el discurso de Pet Shop Boys conviven frases como «¡No somos un maldito grupo de pop!» con «Queríamos destacar entre otras estrellas de pop como Duran Duran o Culture Club». Les gusta ir de compras y leer todo el tiempo lo que se dice de ellos. Heath los acompaña día, noche y madrugada. 

La descripción de Heath se mezcla con pausas en las habitaciones de hoteles donde conversa con ellos por separado, la mayoría de las veces para que se extiendan en sus contradicciones. A la vez, corta las páginas con citas de revistas como New Musical Express, o el fanzine japonés Pet shop Boys Out of Order, en el que otras personas (periodistas o fans) escriben reseñas sobre los show del grupo, o absurdas conjeturas sobre el futuro, en sintonía con la neurosis compartida de Neil y Chris. 

 «¡Somos ingleses! Queremos té y sándwiches», dice Chris, pero las palabras podrían haber salido de la boca de Neil, el jefe asumido. Lo inseparable de las partes del dúo enoja al resto, por lo incomprensible de su vínculo, lo incomprensible de cada uno por separado y el doble, cuando están juntos.

A medida que las páginas pasan, pequeños datos van tejiendo una trama más humana pero no menos disparatada, que explica toda la jugada de Pet Shop Boys como artistas.

Cuando luego de años de dudas e inseguridades se deciden por actuar en vivo, con una gran puesta en escena, bailarinas, y películas de fondo hechas por Derek Yarman (el director del videoclip de «it´s a sin», por ejemplo) queda claro que lo suyo excede la música, largamente; hay una búsqueda artística, explícitamente vinculada al teatro y al cine, a la dramaturgia, que puede apreciarse en las historias de sus canciones pero que nunca se agota en un estribillo.

Hay, además, una clara intención de trascendencia, mucho más allá de sus discos y sus shows.

Detrás, como influencias muy fuertes, aparecen «Edelweiss», una canción de La Novicia Rebelde, que cantaban Christopher Plummer y Julie Andrews; y Las zapatillas rojas, una película inglesa de 1948 con mucho ballet. También la figura de Liza Minelli (con quien trabajan juntos) y otras figuras de la edad de oro del cine norteamericano. Este universo mágico y amoroso consumido a través de una pantalla se conserva directa y naturalmente conectado a sus días en familia, lejos de la euforia y la exposición que implica meterse en el negocio de la música a gran escala.

 «Me acuerdo que la actitud de mi madre hacia alguien que salía en televisión solía ser: "De verdad que es patético, ¿no crees? Tenés que pavonearse de esa forma" […] Y yo tengo la misma actitud; me parece patético que la gente se pavonee en las páginas de la prensa sin parar solo porque tienen que vender un disco». Ese es Neil Teinnat.

«Soy un gran ejemplo de resentido que se dedica a odiar desde un segundo plano. No tengo mucha confianza»: ese es Chris Lowe, que antes de dedicarse a la música primero estudió arquitectura y estuvo terriblemente conflictuado por su acné juvenil.

En Neil, un fanático de los códigos de etiqueta que fue redactor en Marvel Comics, todavía parece asomar, muy escondido detrás de sus abundantes y complejas teorías sobre la nada, un sindicalista poco amigo de la monarquía. «Nosotros nunca nos hemos propuesto que la gente piense que somos personas maravillosas. Más bien, al contrario, en cierto modo».

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