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Día de la Maestra y el Maestro

Desde el aula: nos tenemos mutuamente

Por Sophie Talbotier Prieto / Jueves 21 de setiembre de 2023

A propósito del 22 de setiembre y desde su rol de maestra, Sophie Talbotier invita a entender de otra manera la educación: «La complejidad habita las aulas, alojando problemáticas propias de un mundo plagado de injusticias y dificultades, pero con el potencial de tenernos». Un texto que desarma las frases hechas. 

En estos días no hay como esos gestos, los de niños y niñas que nos entregan algo, lo que tienen a mano, lo que inventan, una carta, un dibujo, un abrazo, un deseo, una sonrisa cómplice, una forma que encuentran de dar amor, muchas veces con el sustento e impulso de sus familias, otras por sus propios medios. Les motiva un reconocimiento: somos sus maestras y el 22 de setiembre es nuestro día, un día que las vacaciones invitan a celebrar fuera de fecha, casi siempre inventando algo que nos haga bien compartir, allí, donde somos y nos construimos unxs a otrxs: en la escuela. 

También nos llegan mensajes por redes, muchos de ellos con frases que dan la vuelta al sol colgadas de algún satélite y reaparecen por estos días. Otras, quizás las menos, dicen algo nuevo, escritas por alguien que no conocíamos o conocíamos poco, y puede que hasta queramos escribir las nuestras, eso sí sería nuevo; es que, a pesar de estar de vacaciones, el día es removedor y, en mayor o menor medida, nos afecta. 

Las placas más frecuentes hablarán de nuestra profesión utilizando palabras como esfuerzo, compromiso, paciencia, entrega, cuidado, motivación, coraje, sensibilidad, amor. Desprovistas de liviandad, estas ideas nos implican en una expectativa que podríamos rastrear en los inicios de nuestra profesión asociada a las mujeres, y a estas con la maternidad. Las maestras son como las segundas madres, algo que todxs alguna vez escuchamos. Hablamos de un magisterio que nació para cubrir una necesidad de los Estados por alfabetizar a la población al más bajo costo posible. Tal apuesta presuponía, entre otras cosas, una facilidad innata de las mujeres hacia los cuidados de las infancias y a la escuela como una extensión del hogar. 

Así, la entrega, la paciencia, el cuidado, y más, aparecen como aptitudes naturalizadas que toda maestra debe tener. Y las tenemos, o procuramos que así sea, porque son parte del sustento ético y afectivo de nuestras prácticas. Sin embargo, la pregunta sería cómo desarmar estas ideas en tono de mandato y habilitarnos a incluirlas pero también a trascenderlas. De hecho, algo de esto ocurre cuando una maestra juega con lxs niñxs en el patio, o un colectivo se disfraza para bailar una coreo frente a todxs, cuando la maestra cuenta en clase que tiene novia o que no tiene deseos de ser madre. Pero también cuando identificamos y admitimos que no sabemos qué más hacer para ayudar a un(x) niñ(x) y nos juntamos a pensar de a dos, de a tres, entre todas, cuando nos reunimos con las familias para compartir una preocupación, cuando nos encontramos con otras instituciones que trabajan con nuestros niñxs intercambiando miradas, aunando criterios, complementando intervenciones, o cuando nos movilizamos colectiva y públicamente para expresar lo que pensamos.

Parte de ese camino se construye con políticas educativas que, entre otras cosas, ponderen la profesionalización de la tarea docente y desnaturalicen la gratuidad de las horas que esta nos demanda fuera de la escuela, a veces planificando o completando planillas en base a requisitos burocráticos asociados a lógicas de control, más que herramientas para viabilizar y mejorar nuestras prácticas. Es preciso alcanzar amplios consensos respecto a la necesidad de un incremento sostenido en la inversión en educación, en este caso para garantizar un avance genuino en las posibilidades de investigar y compartir nuestros saberes desde el campo, en este caso, desde las escuelas.  

Entre tanto, las maestras (sí, porque seguimos siendo mujeres en su mayoría) vamos construyendo escuela en cada encuentro, dispuestas, atentas y, por momentos, exhaustas. Nos hacemos muchas preguntas, sobre todo ante el dolor de lxs niñxs y sus familias, un dolor que irrumpe en la escuela, que se expresa pidiendo comida, pateando mesas y sillas, con golpes, otras veces con palabras explícitas o con silencios eternos. La complejidad habita las aulas, alojando problemáticas propias de un mundo plagado de injusticias y dificultades, pero con el potencial de tenernos. Nos tenemos mutuamente. 

En estos días nos hablarán de dejar una huella o nos encomendarán que cambiemos el mundo. Y está bien, porque las miradas de buenos días, los libros que se abren, las preguntas que irrumpen, los límites que se traspasan, los divinos silencios, los llantos de angustia, los gritos de euforia, las carcajadas de gozo, las cejas que se arquean, los brazos que abrazan, las túnicas que se cinchan, los lápices que se pierden, los ceños que se fruncen, son apenas algunas fotos de los encuentros que se generan día a día y tendrán efectos —dejarán huellas— inimaginadas por sus protagonistas. 

Es un devenir constante de tensiones, buscando crecer en lo común, en la apuesta por encontrar juntas alguna forma de respuesta, que no será la solución definitiva, ni la clausura del debate, sino apenas el intento de romper con la imposibilidad y probar. El mundo no cambiará por nosotras pero sí con nosotras, con cada ilusión que se activa al proyectar una actividad y las infancias seguirán siendo nuestra maravilla, la espesura por lo que todo vale.

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