1922-2022
Dobleces de la existencia: Proust cien años después
Por Roberto Echavarren / Miércoles 16 de noviembre de 2022
Detalle de «Le Printemps» (1886), Claude Monet.
El pensamiento de Marcel Proust (1871-1922)
Proust agranda el terreno de nuestra intimidad, nos permite permanecer en el ámbito de los olores, el gusto, el tacto. La dinámica corporal conoce resurrecciones. Reconocer aquí es resucitar; es el cuerpo que vive y siente; la anagnórisis, el reconocimiento en el tiempo atrapa otro tiempo. Para el tiempo no hay pasado ni futuro, todo es contemporáneo y presente. El atarse los cordones de un zapato puede llevar al narrador al recuerdo de su abuela y de un lugar preciso: el hotel de Balbec donde ha pasado unos días en el verano. Nada se ha perdido; solo la atención es motivada por uno u otro incidente; resucita parte de nuestra memoria sensitiva y entramos a vivir en un tiempo pleno, el presente donde se enciende y arde.
Los contenidos de su novela À la recherche du temps perdu (1913-1927) están motivados por un reconocimiento que envuelve los materiales del mundo y de «le monde», la sociedad que frecuentaba y la reminiscencia crece como una planta flagrante motivada por el cuenco o membrana de las cosas cuando aparecen en la memoria involuntaria. Se desencadena una memoria motora y afectiva de los acontecimientos.
À la recherche du temps perdu nos hace habitar ese ámbito de intimidad en que los despertares y los modos de velar o dormir abren el estado visionario cuando las cosas y los acontecimientos, los personajes, son ellos mismos doblemente reforzados por ese otro nivel de rememoración o reconocimiento. Al ser reconocidos a través del cuerpo y la sensibilidad reciben una motivación interna que los rescata de la gratuidad y la banalidad. La estética de Proust nace de la reminiscencia, de los lamparazos de la memoria involuntaria. Su estética no es otra cosa sino la discusión, el análisis crítico de esos momentos reaparecidos y de sus contenidos.
La pintura de Elstir (personaje de la novela), su seducción estética, consiste en que en sus cuadros no se puede separar el mar de la tierra; hay una ambigüedad, una superposición que enriquece de estratos la experiencia posible. La serie de imágenes recordadas nacen de un solo tallo y nos dan la fragancia de diferentes días. Una fresca mañana el narrador acompaña a su amigo, el recluta Robert de Saint Loup, a la estación de ferrocarril donde éste tomará el tren que lo lleve a cumplir con el servicio militar. La imagen, surgida de repente, adquiere una doble frescura, la de la mañana fría reforzada por la frescura de su resurrección o doblaje. Aun las experiencias dolorosas del amor, los celos, adquieren el relieve estético de cosas revividas y comprendidas con el desprendimiento de una contemplación estética. A ese nivel aparecen como leyes de nuestra psique, constataciones de un funcionamiento que nos trasciende, nos juega, nos ejecuta. «Somos felices investigando las leyes según las cuales no podemos ser felices», escribe Proust en una carta a su amigo Georges de Lauris.
Marcel se detiene, sus amigos continúan la marcha; él da pasos también, pero de vez en cuando se para retenido por un despertar enigmático. A veces el reconocimiento es parcial. Se trata siempre de un objeto, pero ese objeto puede también ser una acción. Al pisar las losas desencajadas del palacio Guermantes recuerda la sensación del pie al pisar las losas del bautisterio de San Marcos en Venecia y experimenta «toda la felicidad y el tesoro de esas horas» perdidas. Proust escribe en el Contre Sainte-Beuve: «Cada hora de nuestra vida pasa rápido, pero se encarna y se esconde en algún objeto material». Un encuentro por azar con ese objeto accidental y luminoso hará posible revivir las horas pasadas.
En el momento en que puse en mi boca el pan tostado y mojado en la taza de té junto con la sensación de su reblandecimiento penetrado de un gusto de té contra mi paladar, experimenté una conmoción, olores de geranios, de naranjos, una sensación de luz extraordinaria, de felicidad; me quedé inmóvil temiendo que por cualquier movimiento pudiera detener lo que se pasaba en mí.
Esta apertura súbita de horas felices del pasado no tiene nada que ver con la inteligencia, o con la memoria voluntaria. «Un jardín con todas sus flores» se abrió «como esas pequeñas flores japonesas que se despliegan al ponerlas en el agua» y «toda la felicidad, todo el tesoro de esas horas se precipitó a continuación de esa sensación reconocida y revivida por mí».
El espacio abierto por la obra, así entendido, es una zona de autonomía. Allí el artista encuentra un lugar, ese lugar de la intimidad sin cortapisas, y así aprende el valor de sí. En esa tarea, la inteligencia ocupa el segundo puesto en la tabla de las virtudes. «Bien que en la jerarquía de las virtudes la inteligencia ocupa el segundo puesto, sólo la inteligencia es capaz de proclamar que el instinto debe ocupar el primero».
El artista corre el riesgo de ser mal comprendido por las personas inteligentes: «Ciertas personas inteligentes no saben que el artista vive solo, que el valor absoluto de las cosas que ve le importa a él, que la escala de los valores no puede ser encontrada sino en sí mismo».
Se trata, pues, de ser fiel a sí mismo, fiel a las intuiciones y a las experiencias intensas que se regalan a sí mismas. Cuando vivimos las cosas por la primera vez, estamos atolondrados o confundidos y no podemos apreciar el verdadero perfil de esos acontecimientos. Es solo cuando las vivencias llegan redobladas que, entre el original y su resurrección, calibramos el importe que tienen para nosotros.
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