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Mi surrealismo personal

Huellas digitales

Por Natalia Zito / Domingo 18 de diciembre de 2022
«La Bohémienne endormie», de Henri Rousseau.

Con el título «Mi surrealismo personal», la escritora y psicoanalista argentina Natalia Zito estrena columna en Intervalo. En esta primera entrega, un perspicaz ensayo sobre la percepción del propio cuerpo, su ajenidad, las marcas de la experiencia y las transformaciones que opera la escritura sobre nuestras partes. 

Aun cuando me esfuerzo por imprimir mis huellas digitales en un pequeño sensor con luz verde, la funcionaria que debe dar curso a mi documento de identidad no sale de su gesto pasmado: algo no está bien conmigo. Un rato más tarde me alejo del lugar con una frase en la yema de los dedos: casi no tenés huellas digitales.

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«¿Quién soy yo?», pregunta André Bretón al inicio de Nadja, para llegar —después de un largo recorrido— a la belleza convulsiva, esa convergencia de lo estático y lo dinámico en un mismo objeto. La belleza convulsiva, explican Durozoi-Lecherbonnier en un ensayo sobre Breton, alude a lo conmovedor de aquello que, aun estático, se revela como desenlace de un proceso dinámico. Un ejemplo podrían ser las ruinas, restos quietos que impresionan por esa singular conjunción entre lo que falta y lo que ha quedado en pie. Lydia Davis en Ensayos I, magnífico volumen que recopila muchos de sus ensayos sobre la escritura, agrega que las ruinas impactan como un todo, porque nos brindan una experiencia completa; convulsivamente bella, diría Breton. 

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La funcionaría me advirtió que, si mi documento de identidad resulta observado, tendré que presentar un certificado médico. 

¿Para certificar qué? ¿Quién soy?

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¿Quién soy? se preguntó también el filósofo francés Jean Luc Nancy, en El intruso, un libro sobre su experiencia de recibir un trasplante, el corazón de una mujer, lo que lo llevó ineludiblemente a la pregunta: ¿sigo siendo yo, entonces? 

¿Qué es lo que nos da identidad: la historia, el cuerpo, la memoria, el nombre? 

«¿Cómo dice yo el que no recuerda, cuál es el lugar de su enunciación cuando se ha destejido la memoria?» se pregunta Sylvia Molloy en Desarticulaciones

No somos sólidos, somos más bien, diferencias, dice Nancy, cuerpos hechos a fuerza de partes ajenas a las que estamos obligados a reconocer o ignorar. Es decir, cuán propias eran mis huellas digitales, esas curvas de mí que no sé leer, hasta que me enteré de que podría estar perdiéndolas. Si de pronto, me donaran otras huellas, podría probar que soy yo, con las curvas de otra.

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Mientras escribo esta columna en un bar, otra Natalia, en la mesa de al lado, habla por teléfono con acento venezolano, su número de documento es cercano al mío con variación de unos pocos números, está reservando un lugar en el vip del aeropuerto (algo que quienes me conocen dirían que yo jamás haría). También está vestida de negro, pero con otra onda y es gorda, verdaderamente gorda, no como yo que siempre estoy casi gorda pero tampoco flaca. Normal dice la gente que no sabe de la inminencia de la gordura en mí. Mientras me apropio de la otra Natalia para este relato, pasa otra mujer entre las mesas con un bolso que dice Soy Puericultora. Lleva escrito lo que es, me hace pensar. Yo, en cambio, parece que pierdo las huellas al escribir.

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Si la funcionaría comprueba que soy yo, esa yo, ¿es la misma en la que me reconozco? ¿Cuánto veo a esa que los otros comprueban que soy? ¿Qué dice, entonces, el documento sobre mí?

*

Tengo, sin embargo, una mano que prueba que soy yo, una mano que me une, ya no solo a mi infancia, sino a la historia de mi ficción. Una mano fea, defectuosa, accidentada con fuego poco antes de cumplir un año: mi mano izquierda, la mano con la que aprendí a diferenciar entre derecha e izquierda y que exorcicé en mi primera novela, Rara, al dotar a la protagonista de un alter ego, su mano rara, capaz de encarnar la furia que ella reprime, una mano capaz de un incendio. Mi mano izquierda, sin huellas digitales desde aquel accidente, origen de vergüenza durante mi niñez y adolescencia, ha ido desapareciendo, perdiendo presencia mental en mí, desde que la usé para crear la mano rara de la novela. 

¿Tengo, entonces, lo que he escrito, para probar quién soy?

*

Blanchot dice, en El espacio literario, que la obra —cuando está terminada— expulsa a su autor, que el autor necesita de otros para saber qué escribió. Sé que fui la que escribí, pero ya no soy la que necesitaba exorcizar la mano izquierda, eso forma parte de la historia en la que me reconozco. La historia hace al cuerpo y a veces, también, lo transforma, pero ¿cuán ligada estoy a las marcas de mi cuerpo? 

*

Jean Luc Nancy concluye sobre su corazón de mujer: «ya no tengo un intruso en mí: yo lo soy, y como tal frecuento un mundo donde mi presencia bien podría ser demasiado artificial o demasiado poco legítima.»  Dice, además, o justamente por eso, que el cuerpo —siempre— es donde se pierde pie, el lugar de lo desconocido, de lo ajeno, el lugar en el que no se sabe porque no todo en el cuerpo son palabras. 

¿Dónde está la libertad, entonces, en saber quién se es o en no saber?

*

«Equivocar el nombre y perder el camino, eso es el teatro», dice un verso del dramaturgo argentino Pompeyo Audivert, en su versión libre de Macbeth. Quizá no haya otra manera de crear que no sea ir perdiendo lo propio a favor de la obra; yo he perdido pie en mis manos para escribir, quizá no haya manera de escribir si se sabe a ciencia cierta quién se es. Supongo que así es que voy perdiendo mis huellas y todo lo que voy usando del cuerpo para escribir, me voy gastando, hasta que queden mis ruinas, ojalá convulsivamente bellas. 

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