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No ficción

Leé un avance de «Sumario de plantas oficiosas», de Efrén Giraldo

Por Efrén Giraldo / Miércoles 11 de octubre de 2023
Detalle de portada de «Sumario de plantas oficiosas» (Criatura Editora, 2023) (der.).

La última novedad de Criatura Editora es la ganadora del Premio de No Ficción Latinoamérica Independiente. Sumario de plantas oficiosas. Un ensayo sobre la memoria de la flora, del colombiano Efrén Giraldo (1975), se interna, por la vía de la no ficción, en trasplantes, extinciones e invasiones, al tiempo que busca contribuir al inventario de ficciones e iconografías de las plantas.

De los árboles peregrinos a las floras narradas: una invasión de la belleza

La idea de empezar este libro sobre las plantas y la conciencia surge el día del aniversario número setenta y cinco del bombardeo en Hiroshima, el 6 de agosto de 2020. Un reportaje de la BBC que me envía una amiga recuerda que varios árboles sobrevivientes siguen floreciendo, algunos inclinados hacia el epicentro, como si aún quisieran señalar la herida de la iniquidad. Guardan guijarros, como ocurre con todo árbol viejo que se ha tragado cuerpos extraños. Los leñadores pueden encontrar en el interior de los más añosos una secreta colección de despojos: alambre, clavos, balas, navajas olvidadas. No era lo más importante, pero sí lo que resultaba más interesante de las anécdotas narradas en el artículo.

Quizás lo que me lleva a pensar en una flora personal es saber por el mismo reportaje que uno de esos sobrevivientes, conocidos como hibakujumoku, está plantado en el campus de la universidad donde enseño desde hace once años. Ignoro por qué no he visto el árbol, un alcanforero (Cinnamomum camphora), ni por qué la noticia de su arribo ha pasado desapercibida. Me pregunto cuántas veces habré caminado frente a él, si le han puesto atención, si lo tienen fundido en la masa informe de hojas y boscaje que se ha vuelto paisaje cada vez que cruzo por los jardines. Anoto en algo parecido a un inicio de diario que ese árbol es hermano de Kamou no Ohkusu, el alcanforero más viejo de Japón, que su tronco mide veinticinco metros de diámetro y que su entorno fue declarado monumento nacional en 1952. Este hijo de la terquedad, viajero ancestral desde lo oscuro, me inquieta, pues a causa de la imposibilidad de ir al campus sigue siendo imaginario.

Es preciso recordar a Nabokov, quien hace decir al narrador de uno de sus cuentos de juventud que «todos los árboles son peregrinos». La extinción, la recuperación y la persistencia viajera de una semilla, un esqueje o una espora que se implantan en la cultura me hacen pensar en la escritura de una especie de obra confesional durante el confinamiento, en la que pueda hablar de las relaciones que arte y ficción tienen con la conciencia de que vivimos en un mundo habitado mayormente por plantas. Quizás toda flora, aun la que vive en nuestra cabeza, merece nuestro cuidado. Esta idea se ve cada vez más acentuada por los reiterativos llamados en las humanidades a desplazar el foco hacia los problemas que el calentamiento global y la pandemia han puesto de manifiesto. Stefano Mancuso, un pionero en neurobiología de las plantas, y quizás el más activo divulgador de la botánica, da el título de El increíble viaje de las plantas a uno de sus libros, en el que muestra cómo la hibridez y la seducción son los principales salvoconductos de las plantas para cruzar por las fronteras sin ningún tipo de permiso. La idea de que lo importante no requiere una venia de la autoridad es, en este momento, una de las lecciones que se pueden extraer de las invasiones vegetales que se dan en los espacios ahora libres de humanos.



Es posible iniciar con algunas preguntas, las anoto en un diario empezado el primero de septiembre de 2020 y que rubrico con el dibujo de un árbol al que mi hijo de cinco años le presta el servicio del color. ¿Nos preocupa de dónde vienen las plantas? ¿Nos hacemos cargo de que la historia, la cultura y la política han influido en el aspecto del paisaje que consideramos dado? Estamos convencidos de que los árboles y las más humildes hierbas y malezas son «lo que está ahí», lo que carece de historia, y por eso han sido condenados a una especie de exterioridad vergonzante. El pino que veo a través de la ventana del estudio no tendría por qué estar aquí, ni tampoco un eucalipto, venido de Europa quién sabe cuándo. No tendrían que estar con nosotros, ni hacernos sombra sobre el alero de nuestra casa. En Sonsón, el pueblo de mi madre, hay una secuoya centenaria (Sequoiadendron giganteum) traída por el naturalista Joaquín Antonio Uribe a principios del siglo xx. Una anomalía de la historia y del paisaje, como si dijéramos. Tanto así que ha sido necesario ponerle una placa.

La externalidad natural es, con altas posibilidades de certeza, el trasunto de nuestros anhelos y temores, y las plantas, que en buena medida definen la especificidad de un territorio, son los habitantes por excelencia del afuera. Construcciones, personas e incluso animales no tienen por qué ser de un sitio específico. Pero las plantas en su mayoría sí, a pesar de que se hayan aclimatado y alcanzado espacios desconocidos. De hecho, en el caso del trópico las plantas definen mejor que ningún otro grupo de seres vivos el aspecto y el carácter de un lugar. Han viajado, entonces, a través de medios prácticos –comercio, lujo– y rutas que forman los caminos siempre impredecibles del símbolo, la escritura y la imagen. Los animales hemos llevado plantas de un lugar a otro, contribuyendo así a la transformación del mundo primario. Siento una especie de júbilo absurdo al escribir en primera persona del plural cuando hablo de animales, y consigno una nota adicional sobre esta perplejidad enunciativa. «Nosotros, los vivientes». «Nosotros, plantas y animales de esta tierra».

Las especies invasoras, las aclimatadas, las mundializadas, las promovidas por razones económicas y políticas, las extintas o en peligro, las demonizadas por la economía criminal, las que llegaron para satisfacer un capricho, o como gesto de conquista, se reproducen y forman para el que llega después «lo que ya estaba ahí», lo que define la trama insulsa de lo real. Vuelvo a mi listado de preguntas y escribo: ¿Qué huéspedes ocupan la oquedad de nuestro afuera? ¿A quién se le ocurrió, por ejemplo, traer el ojo de poeta (Thunbergia alata) que hoy amenaza con su manto de flores refulgentes, bello y tenebroso, los bosques de la zona en la que me he instalado casi que definitivamente durante esta pandemia? ¿Quién volvió maldita la flor de la amapola (Papaver somniferum) y condenó la historia colombiana a los dictados de la prohibición y la persecución? ¿Qué oscuros motivos se hallan en la decisión de convertir una orquídea (Orchidaceae), y no un anturio (Anthurium), en la flor nacional? Miro la fecha y pienso que quince días con tan poca cosa escrita no dan la mejor señal para un proyecto de libro sobre la flora.

Plantas personales y públicas, milagros de supervivencia, anécdotas familiares, historias de personas que entregan la vida por un árbol, imágenes y datos empiezan a poblar la escritura de unas notas que ya en octubre intentan reunir diversas formas de meditación y salvación, si pudiera usarse el término con que Ortega y Gasset se refirió al arte del ensayo. ¿Qué quiero hacer escribiendo esto? Busco salvar la planta familiar del embate del olvido, pero también el gesto de quien reforestó una zona sin que nadie supiera ni le diera crédito. Anoto que también deseo hacer una pequeña denuncia de quienes usaron algunas plantas para sembrar de muerte y dolor amplias extensiones de mi memoria y la memoria de mis ancestros.

Además de esta botánica real, está la del texto. Hoy, 4 de octubre del año 2020, se me ocurre que deseo hacer, mientras junto mis notas, una expedición por el reino de la no ficción, empezando con el ensayo y siguiendo hacia las especies más o menos silvestres de las formas argumentativas marginales: el apunte, el fragmento, la nota, la entrada de diario, la meditación, el escolio. Aunque algún lector o lectora pueda advertir un hilo conductor y se vaya adivinando una especie de diario personal, me gustaría que aparecieran inquietudes por la representación de las plantas y cotejos entre plantas reales y plantas imaginadas, algo que le hable a la emoción y al pensamiento –que, lo sé, son la misma cosa–. Un libro como el que ya, de hecho, he empezado debería estar armado con palabras, pero también con imágenes visuales, pues lo iconográfico es el otro lugar donde habitan los testimonios de nuestro asombro ante la forma y el diseño, los colores y el comportamiento de las especies vegetales. Empiezo a buscar en mi biblioteca ejemplos de ilustración botánica. La planta, vista en las caminatas con los ojos de quien no puede ir a la ciudad deshabitada, debe recurrir a la memoria de papel o a la prótesis de la pantalla. Además de reflexiones, debería incluir ilustraciones, artefactos de la cultura popular y científica y obras de arte que han hecho figuración de la movilidad visual y conceptual de las plantas, que puedo consultar en libros o a través de los repositorios al alcance de la vista por el milagro babélico de internet.

Decido escribir sobre la primera planta que vea a través de la ventana y doy con una mancha de un verde muy oscuro donde brillan esferas de un naranja intenso. Busco ilustraciones botánicas y empiezo a notar diferencias con lo que tengo al frente. Días después, retomo la escritura y esbozo las primeras notas. El naranjuelo que heredé de mi abuela, el cerezo de Jerusalén (Solanum pseudocapsicum), es y no es el mismo que me mues- tra el sitio de internet donde está digitalizado el herbario de Linneo. Me conmueve que el sabio hubiera tenido en sus manos la misma planta que adornó los zaguanes de la vieja casa donde viví en Castilla, mi barrio de infancia, que escala la montaña noroccidental de Medellín y cuyo eco visual he intentado prolongar en todas las casas que he habitado desde entonces. Las semillas del naranjuelo han permanecido en mi familia por generaciones y han pasado de una casa a otra, así que cuando veo los pájaros barranqueros tomando las esferas anaranjadas en la entrada de la servidumbre imagino que la mano de la abuela aún prodiga su legado por las arboledas en que los pájaros cumplen puntualmente con su tarea de propagación.

Una ilustración es siempre un paseo por una realidad indomeñable y comparte con la reproducción por semillas un propósito estético parecido. Germán Arciniegas recuerda en Nuestra América es un ensayo, un texto que debo leer para preparar mi curso de ensayo en la universidad, que Linneo recibía en Upsala las noticias de la escuela botánica instalada en Mariquita, pueblo del interior del virreinato de la Nueva Granada. El científico sueco acopiaba aportes de muchas latitudes en ese avance colectivo de la gigantesca empresa, aún inconclusa, de catalogar la vegetación. Las correspondencias entre naturaleza americana y naturaleza europea son otra forma del viaje de la planta, a través de cartas e ilustraciones, de sabios generosos, de cesiones caballerosas y descubrimientos, pero también de robos, asaltos y pequeñas mezquindades. Mutis y Linneo, Caldas y Humboldt, Triana y Planchon, fueron agentes de una diseminación del saber botánico al que se prendieron las plantas reales a través de aplicaciones industriales o decorativas que con el tiempo tomaron caminos impensados. Unas por su uso, otras por su belleza, y algunas más por capricho, viajaron y se reacomodaron haciendo más compleja la otredad del invernáculo donde todos vivimos y morimos, al parecer con mayor facilidad ahora.

Dejo de escribir de nuevo y, combatiendo la tentación de ver noticieros, reemplazo la actividad de las notas por la observación de repositorios extraordinarios. Se me ocurre, entonces, otro ejemplo familiar del viaje de la planta. Se trata de la Rubus rosaefolius, zarza hoja de rosa, frambuesa de la India, que me lleva casi que de manera directa hacia los campos de la infancia. Puedo recordar muy bien la incidencia de sus púas, el áspero terciopelo de los tallos, la recompensa a las excursiones de montaña que con cada mata ofrecían, el vistoso botón, las pequeñas esferas esmaltadas por el rocío, siempre resguardadas por las hojas esmeralda que, erizadas, se pegaban en la ropa. En mi familia paterna, originaria de Guatapé, un pueblo que hoy es conocido por las hordas de turistas que visitan el embalse allí construido en los años setenta, se habló siempre de un tío calavera que recorrió en pocos años el país e introdujo esta especie en el oriente antioqueño. Las bases de datos, la comunicación con otros observadores, que he empezado a frecuentar por redes sociales, me indican que en otros países es invasiva, pero que, mejorada, es una oportunidad para la economía. Como otros frutos silvestres, se disemina por obra de pájaros y monos. Además de la frambuesa, hay otros casos en los que las evidentes oportunidades comerciales de las frutas exóticas, donde Colombia reina, aunque solo para su solaz interno, no son aprovechadas. Solo muy recientemente la uchuva (Physalis peruviana), que a mi juicio nunca es como aparece en las ilustraciones científicas, logró trasponer los controles que le impedían ingresar en los mercados globales. Maleza, fruto ocasional que crece a la vera de los caminos, los abuelos la usaban contra la conjuntivitis. Ni siquiera Van Houtte, tal vez el mejor ilustrador de especies botánicas del siglo XIX, logra transmitir la sensación del fruto de oro protegido por la redecilla de nervaduras secas de la cápsula. Puedo pensar en qué ocurriría si la guama (Inga edulis), el mamoncillo (Melicoccus bijugatus) o la cañafístula (Cassia fistula) prendieran en el gusto global y se volvieran símbolos. La idea de un fruto de unos pocos es muy tentadora para dejarla pasar. La nostalgia de mi madre aparece con frecuencia cuando menciona frutos que nunca ha vuelto a ver. Me habla, por ejemplo, del dulumocos (Saurauia ursina), que yo creo haber visto en el bosque que da al lindero posterior de mi casa y que, según consultas, parece haber recibido su nombre de Triana y Planchon. Anoto, en una entrada de mi diario del 25 de octubre, que sería posible narrar algo del periplo de estos personajes que descubrieron especies y les pusieron nombre.

Ver ilustraciones antiguas es revelador. El estilo realista y analítico, propio de las composiciones botánicas, consigue un efecto único en la historia de la representación: mostrarnos una planta como la conocemos y no solo como la vemos –propósito central de la larga y fecunda historia de la mimesis–. Cuando estudié teoría del arte me acostumbré a entender la historia de la representación como algo exclusivo de la pintura, el gran género. Pero puede hallarse un nuevo deleite en un arte humilde que ha aceptado siempre su heteronomía. El estilo siempre se mete en problemas cuando tiene que avenírselas con la naturaleza, y más cuando debe asumir que la planta se mueve o se comporta de maneras impensadas. Fantin-Latour tuvo razón cuando imputó a los impresionistas un desconocimiento de las formas de las plantas. Reproducir lilas y nenúfares, siempre- vivas y dalias por manchas de color no significa que se las co- nozca por dentro. Para tal propósito, intelectual como quería el racionalismo de Leonardo, están la línea y el dibujo, columnas del edificio sacerdotal de la ciencia. Monet y Pissarro, pintores de flores si los ha habido, solo captaron su impresión en la reti- na, su impacto fugitivo. Me gusta pensar que los impresionistas las vieron con la sensibilidad de las abejas, lo que convierte al espectador de sus pinturas en libador y propagador.

Los herbarios, en cambio, son siempre una exaltación de los contornos, una muestra de tiempo detenido, una cara de la vida vegetal atrapada antes de ser concepto o categoría, no importa qué tan bien se mantengan los colores de los ejemplares recolectados. De los catorce mil especímenes de Linneo, un tanto descoloridos, pero emocionantes por la epopeya de pensamiento que revela su titánica tarea de reunión, tráfico y curaduría, al herbario más modesto de Emily Dickinson, recientemente digitalizado y publicado por la Universidad de Harvard, hay un trecho grande. Los comparo y anoto las cosas que más me gustan de cada uno. En el caso de Dickinson, se trata de composiciones delicadas, en las que la autora, amante de la jardinería, procede en la más amplia acepción de la palabra poeta: como creadora. Por qué su herbario, iniciado a los nueve años, tiene en la primera página un jazmín (Jasminum), es algo que solo puede dar lugar a conjeturas, tanto sobre el origen de esa flor, sin duda extraña en la Nueva Inglaterra de 1839, como sobre su probable significado erótico. Se sabe que esta zona de los Estados Unidos mantenía intercambios comerciales con el trópico, pero resulta también provocador pensar en que la especificidad ecuatorial hizo viajar esa flor por alguna razón misteriosa. Tal vez quiero imponerle a la Dama Blanca de Amherst una relación ficticia con un ser anónimo de mis tierras, con alguien que acaso tomó el barco en uno de nuestros puertos y llevó consigo la flor, metida en un cuaderno o un fajo de cartas. Quizás el amor secreto de la Emily adulta fue un nativo o nativa de estas tierras. Me acuerdo de mi amigo el escritor Ricardo Cano Gaviria, que vive en Cataluña, y me pregunto si se le podría ocurrir una historia semejante. Escribo una nota para recordar que el herbario de Dickinson exigiría una aproximación más detallada y calculo que el invierno que se avecina podría estar lleno de presagios. 

En general, plantas, frutas, hierbas aromáticas y medicinales, árboles y flores sorprenden cuando aparecen en representaciones o en descripciones que nos hacen conscientes de que el viaje pudo haber sido real. El trasplante, la metáfora agrícola por excelencia, sirve también para referirse a lo que en ámbitos sociales se entiende bajo la imagen de la interrelación entre culturas, aculturación en el lenguaje de la antropología antes de Fernando Ortiz y su influyente concepto de transculturación. Las plantas vasculares son ejemplo de una forma particular de pervivencia: pueden reproducirse a partir de un fragmento de ellas mismas. Leo sobre esto, que ya sabía, pero informarme con un poco más de propiedad me hace ver esta capacidad de reproducción como algo extraordinario. Le explico a mi hijo que algo así es maravilloso y que solo pueden hacerlo las plantas. Nosotros, los humanos, viajamos con todo nuestro cuerpo, pero no es un fragmento de nosotros el que se mueve con autonomía para implantarse en otro lugar. Quién pudiera, ante un virus, escindirse para vivir de nuevo. Una de las tesis que podría desarrollar en el libro que quiero escribir es que la estratégica fragmentación de las plantas no solo es física, sino que pudo haberse dado a través de la mente humana y sus construcciones. Las mentes de científicos y científicas como escalpelos.

Voy a la historia y empiezo mi recolección una tarde de noviembre en la que el aburrimiento solo se matiza con las alarmas. En su Historia general y natural de las Indias, islas y tierra firme del mar océano de 1547, Gonzalo Fernández de Oviedo describe un fruto hasta entonces desconocido para los europeos: la piña (Ananas comosus). Dice que es una de las frutas más hermosas que ha visto. La entiende como cosa maravillosa para la vista, el olfato y el gusto. Arma una teoría para explicar su incidencia sobre los sentidos y cómo en cada uno de ellos supera a todas las frutas conocidas en Europa. Reconoce que no es dócil a los requerimientos de la inquieta mano de un europeo. Consigno una cita en mis libretas, mirando después la transcripción de cada palabra para poder conservar la ortografía de la época: «no es á la verdad tan blanda ni doméstica, porque ella misma parece que quiere ser tomada con acatamiento de alguna toalla ó pañicuelo; pero puesta en la mano, ninguna otra da tal contentamiento». Fernández se culpa a sí mismo de no poder dar cuenta de su descubrimiento, aunque con sus palabras asedia al nuevo huésped de su lengua, acorralando conceptualmente a la piña para ofrecer a sus lectores y lectoras de Europa una ilusión de presencia que a las palabras balbuceantes se les escurre por las grietas. En la ilustración del libro de Oviedo el ejemplar se ve algo contrahecho si lo juzgamos con ojos contemporáneos, los ojos malévolos por excelencia, pero el observador identifica el deseo de reproducir con entusiasmo la apariencia del objeto. Toda imagen y todo texto son tanteo, porque, como dijo Bachelard, «no hay más ciencia que lo oculto».

El mismo Fernández, en un tópico tan antiguo como la descripción del escudo de Aquiles en la epopeya homérica, reconoce la impotencia de las palabras:

No pueden la pintura de mi pluma y palabras dar tan particular razon ni tan al proprio el blason desta fructa, que satisffagan tan total y bastantemente que se pueda particularizar el caso sin el pincel ó debuxo, y aun con esto serian menester las colores para que mas conforme –sino en todo en parte– se diesse mejor á entender que yo lo hago y digo, porque en alguna manera la vista del letor pudiesse mas participar desta verdad: non obstante lo qual, pornéla, como supiere hacerlo tan mal debuxada como platicada […] pero para los que esta fructa ovieren visto, bastará aquesto, y ellos dirán lo demás.

Aun así, según un ejemplo clásico de esta relación entre palabras y cosas nuevas, la piña viajó y logró aclimatarse a las costumbres de lo exótico, a las mieles y sus resonancias presentes en cualquier gastronomía, precedida quizás de un experimento verbal y gráfico que en un principio fue ficcional. La piña viajó también como esperanza, anhelo y relato, las tres rutas de la única verdad que importa: la surgida de la imaginación. Sus esquejes o semillas fueron verbales y plásticos, si es que se pudiera usar la metáfora. Como América, la piña fue primero imaginada y después largamente paladeada. Edmundo O’Gorman, un autor al que leeremos en la primera unidad de mi curso de ensayo, dedicada precisamente a América Latina, desarrolla una hipótesis maravillosa: América era una necesidad de la imaginación, razón por la que hubo que hallarla. Contaré esto en mi clase remota solo para descubrir quizás en las caras de mis estudiantes la huella de la sorpresa, quizás del escepticismo.

GIRALDO, Efrén. Sumario de plantas oficiosas. Montevideo: Criatura Editora, 2023, pp. 11-22

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