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Narrativa francesa

Leé un avance de «Taormina», de Yves Ravey

Por Yves Ravey / Jueves 22 de agosto de 2024
Portada de «Taormina» (Trad. Lil Sclavo. Forastera, 2024) e Yves Ravey (foto: Mathieu Zazzo).

Le damos la bienvenida a Taormina, del francés Yves Ravey en traducción de Lil Sclavo. Este nuevo libro de Forastera demuestra que en Uruguay se publican excelentes traducciones de libros únicos. «Un recorrido por el egoísmo y la ausencia de culpa, una pesadilla densa y minimalista narrada con morosidad: el descenso a los infiernos de un dúo detestable», escribió Mercedes Rosende sobre Taormina.

1

En la primera rotonda a la salida del aeropuerto de Catania-Fontanarossa, dirigí el auto alquilado rumbo al norte, dirección Taormina. 

Me reconfortaba el solo hecho de pensar que empezábamos nuestras vacaciones. Cada tanto, Luisa pasaba las páginas de una guía turística de Sicilia. De ese modo yo olvidaba nuestros últimos momentos juntos, cercanos a la separación, porque hay que señalar que, luego de esos días difíciles, necesitábamos, tanto uno como otro, calma y descanso.


2

A lo lejos, apareció el mar en medio de árboles doblegados por el viento. Aminoré la velocidad ante un cartel que indicaba la primera playa a la vista: la imagen de una sombrilla junto a un cucurucho de helado. Sin pensarlo, en verdad, me dirigí directamente hacia la salida de la autopista para llegar al empalme, una zona de obras o que parecía tal, porque ahora no había indicación alguna. Ni cartel ni baliza de obras, solo una advertencia: Atención, salida de camiones. En italiano. Pero yo no hablo italiano, o en todo caso muy poco. Desde ahí, al girar hacia la derecha, anduvimos por un camino de tierra, bordeado por una vegetación exuberante. A Luisa eso no la inquietaba para nada, pero no obstante, me preguntó qué hacíamos por ese camino.

El auto desembocó en el parking de una cafetería. A primera vista, el lugar ocupado por maquinaria de obra y un montón de materiales tras el alambrado, parecía desierto. Pero qué importa. Más lejos, volvía a aparecer el logo de la sombrilla, dibujado con pintura rosada en un letrero de madera desgastada. Nuestro camino de tierra proseguía más allá del parking, luego se perdía en medio de la vegetación, justo después de la última curva delimitada por un poste de alta tensión. Entendí sin dificultad que un poco más adelante, a nuestra izquierda, desembocaríamos directamente en la carretera nacional y el camino al empalme.

Le propuse a Luisa una breve parada, el tiempo necesario para que descubriera el mar. La playa señalizada a todas luces de manera muy precaria, es verdad, aunque de todos modos señalizada, no estaba muy lejos. Bastaba con atravesar ese terreno baldío que se extendía ante nosotros, ocupado en parte por herramientas de obra y gigantescos caños de hormigón.

El panorama no era, francamente, nada alentador. Para un primer día de vacaciones, resultaba incluso bastante descorazonador. Entré a la cafetería. El mozo estaba acodado tras el mostrador. Señalando la máquina de café, le pedí dos expresos. Sin proferir ni una palabra, lo que no me importaba un comino, dejó las dos tazas en el mostrador, y salí haciendo malabares con las tazas y los platitos, empujando la puerta batiente con el mocasín.

Afuera, el viento había comenzado a soplar. Acarreaba consigo, no efluvios marinos tal como me esperaba, lo que una vez más volvió a desilusionarme, sino un polvillo amarillento y gris que atribuí a la presencia de las maquinarias de obra. Luisa esperaba leyendo la revista que había comprado en el aeropuerto, recostada contra el guardabarros delantero del auto. Osé preguntarle, aun corriendo el riesgo de dejar en evidencia mi estado de ánimo: ¿al final había terminado sí o no con la revista? Y que volviera a empezar otra vez nuestra discusión de unos días atrás… Pero a conciencia la dobló, antes de guardarla mal que bien en el bolsillo trasero del jean. Con otro gesto, manifestó su decepción por no haber podido ver el mar. Sin embargo, expresó su placer de estar ahí, en medio de la nada, luego de esas tres horas de vuelo.

Las tazas, en equilibrio inestable sostenidas por los platillos, temblaban y se entrechocaban entre mis dedos. Tuve sumo cuidado de no volcar el café al dejarlas sobre la mesa de listones de madera recién pintados de rojo brillante, al igual que las sillas de patas cromadas. Respondí a Luisa: sentía lo mismo que ella. Sí, agregué, se puede decir que es una decepción. Era como si nos hubiéramos perdido algo, como si al optar por esa bifurcación en la autopista, no hubiéramos podido, es una manera de decir, perdoname Luisa, golpear en la puerta indicada. Pero era evidente, de eso no cabía ninguna duda, que no lejos de ahí había una playa con arena y no ese terreno baldío abandonado con caños de hormigón.

Por supuesto que lamentaba haber agarrado por error esa salida. Desde ese punto de vista y para ser sincero, sentía una sensación de fracaso, pero cómo ingeniárselas si uno no puede confiar en los carteles de la ruta, Luisa, ¿no te parece…? Estaba escrito bien claro, playa a la derecha, tampoco lo soñé. Me hizo notar que las obras estaban señalizadas con luces intermitentes, al final de una zona de disminución de la velocidad. Luego reanudó la lectura de la revista que sacó del bolsillo. Continué: aquí todo nos resultaba desconocido, por lo tanto, era fácil equivocarse. Tampoco me privé de decirle a mi mujer, que se volvió silenciosa, que no era la única que estaba cansada después del vuelo, que yo también necesitaba descansar. Por lo tanto, lo mejor sería marcharnos lo antes posible para llegar al hotel. Pero ella quería explorar ese camino rumbo a la costa, a través del terreno baldío. Respondí, ahora deberíamos apurarnos, regresar al auto. Sin embargo, era evidente que Luisa no iba a abandonar el lugar sin antes haber disfrutado de ese primer momento frente al mar. Esperaba ese momento desde hacía meses, no se lo iba a perder por nada del mundo.

Señalé que en ese caso, tendríamos que caminar un poco más lejos, detrás de esos montones de caños y planchas de hormigón, ductos livianos de plástico naranja. Sin duda la idea era conectar la carretera nacional directamente con la playa, ¿por qué no?, imaginé. Pero ¿de qué nos serviría descubrir eso en nuestras primeras horas de vacaciones? ¿Qué interés podría tener? Bordeamos el material de obra y dimos con un camino de tierra.

Ahora Luisa me precedía. Iba descalza, el bolso colgando del hombro, en la mano sus alpargatas de colores vivos. Corrí para alcanzarla. Sentía esa necesidad de no desilusionar a Luisa. Y con razón, fui yo quien eligió Sicilia y el hotel, entre una decena de otros tantos en el catálogo. Sola, mi mujer había armado nuestro programa turístico y cultural. Avanzaba ahora con paso ligero y mesurado pero decidido. De acuerdo a la configuración del terreno, si queríamos alcanzar la playa más cercana tendríamos que dejar atrás el extremo del muelle que ahora divisábamos, emergiendo por entre la leve bruma.

El sol se ocultaba. Luisa saltaba de un guijarro a otro. Me hizo señas con un gesto de cansancio, que la arena todavía estaba muy lejos, y que efectivamente nuestro sendero a través del pasto no nos conducía a ninguna parte. Calculé —ella no estaba equivocada— que disponíamos de muy poco tiempo para llegar a Taormina. Y lamenté ese atraso en el aeropuerto, la incomprensible cola de espera ante la agencia de alquiler de autos.

Desde aquí, el parking no estaba lejos, por lo que continuamos por nuestra senda. A mitad de camino, separado por una loma, había un campamento con carpas, mujeres y hombres en torno a una cocinilla, el respaldo de un sillón hundido en el pasto, accesorios desparramados por el suelo. Tuve la precaución de mantenerme a distancia. Precaución inútil, a Luisa le daba lo mismo, al contrario, le encantaban los encuentros. Ahora les daba la espalda a los habitantes del campamento y, manos en las caderas, escudriñaba el horizonte. Su blusa ondeaba con el viento. Consideré que, a pesar del cansancio, osaba ir muy lejos, lo que nos hacía correr el riesgo de que nuestro retraso fuese aún mayor. La llamé, a contramano del viento que ahora soplaba con ráfagas en la dirección contraria. No me oyó, o a lo mejor le llegaba por retazos el simple eco de mi voz. Apurando el paso la alcancé, manos en los bolsillos, cabeza gacha. Sabía que estaba desilusionada, le dije, es verdad que con mucha prudencia, pero le dije: El mar a esta hora, Luisa, no es una buena idea. De hecho, sabés, calculándolo bien, me doy cuenta aquí y en este preciso instante de que estamos perdiendo nuestro tiempo. Pero según ella, desembarcar en Sicilia sin llegar hasta una mísera playa era un sinsentido.

Volvimos sobre nuestros pasos. Antes de retomar la ruta, se puso un buzo de lana en mohair color frambuesa, sacado de la valija, y nos quedamos frente a la cafetería, sentados uno junto al otro. Volví a decirle a Luisa que cumpliría con mi promesa de vacaciones exitosas. Se inclinó sobre mi hombro, expresando que hablaba solo por mí, y agregó que si lo decía era para convencerme a mí mismo de que era capaz, pero que en el fondo no estaba seguro de lograrlo.

Al final de tanto discutir y al no haber cesado el viento, nos refugiamos en la cafetería. El mozo dijo que lamentaba las molestias ocasionadas por las obras, habló de trabajos de abastecimiento de agua a lo largo de la costa, agregando que eso iba a tardar meses. Luego nos sirvió un té helado, en una mesa apartada en el fondo de la sala. Luisa, volviendo a nuestra discusión, quiso saber ¿qué quería decir yo cuando hablaba de vacaciones exitosas?, ¿si esas dos palabras tenían que ver, digamos, con la organización material?, ¿o si tenían que ver con su propio bienestar? Le respondí, me pregunto si no sería mejor esperar a estar instalados en el hotel para hablar de todo eso. Luisa respondió que iba a esperar.

Luego abrió el mapa de carreteras. Dijo, da lo mismo, eso de las vacaciones exitosas o no, lo principal para mí, Melvil, es el momento presente. Puse el mapa encima del mostrador. El mozo me indicó el trayecto hasta Taormina, no era difícil: seguir la autopista bordeando la costa. En realidad, era más bien un pretexto para conversar. Desde ese punto de vista, Luisa no necesitaba en absoluto de los servicios del mozo, hablaba con fluidez en italiano. Ya en el aeropuerto, mantuvo sin ningún problema una conversación con la encargada de la agencia de alquiler de autos, al término de una discusión larga y complicada, esta terminó por convencernos de que aceptáramos una franquicia para adquirir un seguro adicional.

A la salida del bar, la atmósfera se había ensombrecido. Tomé el volante, pero antes de arrancar, Luisa, por seguridad, y porque no lo había hecho al momento de tomar posesión de las llaves, me pidió que testeara las luces, así como que también verificara los indicadores luminosos en el tablero. Dije que era inútil, este auto funcionaba de maravilla, pero Luisa, lo lamentaba, no quiso saber de nada. Salió un momento a inspeccionar las luces de posición, subiendo el tono objetó que nunca se es lo suficientemente prudente, luego regresó a sentarse en el asiento del acompañante. Encendí el motor. Una cortina de lluvia se abatió sobre nosotros. Las lamparitas de color colgadas en la fachada de la cafetería se encendieron bailando agitadas por el viento a lo largo del cable eléctrico. Tomé el camino de tierra, en la supuesta dirección hacia la carretera nacional. De ahí llegaríamos a la autopista vía el empalme. La tormenta va a pasar, le dije a Luisa, sabés, no son raros esos chaparrones fugaces en el mes de abril, lo leí en la guía.

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Yves Ravey (Besançon, 1953) es escritor, dramaturgo y profesor de artes plásticas y francés, primer ganador del premio Renfer de literatura. Considerado por críticos como Pierre Assouline como un heredero directo de la literatura policial de Georges Simenon, publicó su primer libro, La Table des singes (1989), por recomendación de Pascal Quignard. Autor de una veintena larga de títulos, en 2004 ganó el premio Marcel-Aymé por Le Drap. Taormine es su última novela a la fecha. 

Lil Sclavo (Tacuarembó, 1956) es magíster en Psicología, traductora e intérprete por la Alianza Francesa de París, y egresada del posgrado en Traducción Literaria en la Facultad de Derecho (Udelar). Es coautora, junto a Eliane Hareau, del libro El traductor, artífice reflexivo (2018) y tradujo autores como Jean Allouch, Marie Darrieussecq y Emmanuelle Bayamack-Tam. En 2003 obtuvo el premio Juan Rulfo por su traducción de Estupor y temblores, de Amélie Nothomb.

Mirá a Lil Sclavo hablando de la traducción de Taormina.

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