Narrativa caribeña
Leé un avance de «Yo, Tituba, la bruja negra de Salem», de Maryse Condé
Por Escaramuza / Martes 10 de enero de 2023
Condé (Guadalupe, 1937) le presta voz a Tituba en esta novela signada por el racismo, el machismo y también el coraje. Con traducción al español de Martha A. Alonso, aquí la esclava negra juzgada en los procesos por brujería en Salem cuenta su propia historia. «Tituba y yo convivimos en la más estrecha intimidad durante un año. En el transcurso de nuestras conversaciones, me contó muchas cosas», ficcionaliza Condé.
Abena, mi madre, fue violada por un marinero inglés en la cubierta del Christ the King un día de 16**, mientras el navío zarpaba rumbo a Barbados. Yo fui fruto de aquella agresión. De aquel despreciable acto de odio.
Semanas después, cuando el barco por fin atracó en el puerto de Bridgetown, nadie reparó en que mi madre estaba encinta. Como rondaba los dieciséis años y era hermosa, con aquella piel suya de azabache y el dibujo sutil de las cicatrices tribales a la altura de los pómulos, un rico terrateniente llamado Darnell Davis pagó un buen dinero por ella. Compró además dos hombres, también asantes, víctimas de las guerras con los fanti.[1] La idea era que mi madre estuviera al servicio de su mujer, que no soportaba la vida lejos de Inglaterra y cuya salud, tanto física como mental, precisaba de cuidados constantes. Debía suponer que mi madre sabría cantar, bailar y hacer, en fin, todo tipo de negrerías varias para distraerla. Y, por lo que se refiere los dos hombres, los pondría a trabajar en su plantación de caña de azúcar, que era bastante próspera, y en sus campos de tabaco.
Jennifer, la esposa de Darnell Davis, apenas era un par de años mayor que mi madre. La habían casado a la fuerza con aquel hombre rudo y detestable, que la dejaba sola todas las noches para salir a empinar el codo y que, además, a aquellas alturas ya acumulaba una caterva de hijos bastardos. Jennifer y mi madre enseguida trabaron amistad. Después de todo, no eran más que dos niñas atemorizadas por el rugido de las bestias nocturnas y por el teatro de sombras que ofrecían los flamboyanes, las jícaras y las ceibas de la plantación. Se acostaban juntas, mi madre acariciaba y jugueteaba con las largas trenzas de su amiga y le contaba las historias que mi abuela le había narrado a su vez en Akwapin, su pueblo natal. Invocaba a todas las fuerzas de la naturaleza para que acudieran a guardar su cama y protegerlas por la noche durante el sueño, Dios las librase de que los demonios bebedores de sangre les chuparan hasta la última gota antes del amanecer.
Cuando Darnell Davis se dio cuenta de que mi madre estaba embarazada, montó en cólera. Menuda compra había hecho. Había tirado un buen puñado de libras esterlinas a la basura. ¡Ahora tendría que cargar con una mujer enferma y completamente inútil! Así que, ignorando las súplicas de Jennifer, decidió castigar a mi madre entregándola a uno de los asantes que había adquirido en la misma compra, de nombre Yao. Pero el agravio no se quedó ahí, sino que además se le prohibió volver a poner un pie en la hacienda. Yao era un joven guerrero que no se resignaba simplemente a plantar, cortar y acarrear la caña hasta el molino. En dos ocasiones, de hecho, había masticado raíces venenosas para intentar matarse. Lo pudieron salvar de puro milagro y lo obligaron a continuar con una vida que odiaba con todas sus fuerzas. Darnell esperaba que, al darle una compañera, Yao recuperara las ganas de vivir, y de esa manera él dejaría de perder dinero y por fin le cuadrarían las cuentas. Era innegable, ¡no había estado lo que se dice nada inspirado aquella mañana de junio de 16** en el mercado de esclavos de Bridgetown! Uno de los hombres se le había muerto. El otro había resultado ser un suicida. ¡Y ahora, encima, Abena estaba embarazada!
Mi madre entró en la cabaña de Yao poco antes de la hora de la cena. El esclavo estaba tumbado en su esterilla, demasiado deprimido como para pensar siquiera en comer. No parecía sentir ni una pizca de curiosidad por la mujer cuya llegada le habían anunciado. Cuando Abena apareció, se incorporó apoyándose sobre los codos y murmuró:
—Akwaba! [2]
Enseguida la reconoció y exclamó:
—¡Pero si eres tú!
Abena se deshizo en lágrimas. Había capeado demasiadas tormentas en el transcurso de su corta vida: el día en el que su pueblo estalló en llamas, en el que sus padres fueron degollados, luego vino la violación y, ahora, la separación brutal de Jennifer, un ser tan tierno y desesperado como ella misma. Yao se incorporó. Su cabeza rozaba el techo de la cabaña, aquel negro era alto como un acomat.[3]
—No llores. No te tocaré. No te haré daño. ¿Acaso no hablamos la misma lengua? ¿Acaso no adoramos al mismo dios?
Después bajó la vista hacia el vientre de mi madre:
—Es el hijo del amo, ¿verdad?
Los ojos de Abena volvieron a llenarse de lágrimas, aún más ardientes. Lágrimas de vergüenza y lágrimas de dolor.
—¡No, no lo es! De todas formas, no deja de ser el hijo de un blanco…
Viéndola así, avergonzada y con la cabeza gacha, una inmensa y dulce lástima inundó el corazón de Yao. A sus ojos, la humillación de aquella criatura simbolizaba la de todo su pueblo, destrozado, disperso, vendido al mejor postor. Él también tuvo que enjugarse las lágrimas que le corrían por el rostro:
—No llores. A partir de hoy, considera que tu hijo es mío. ¿Me oyes? ¡Y pobre del que se atreva a decir lo contrario!
El llanto de Abena no cesaba. Yao le acarició la barbilla para que levantara la cabeza y le preguntó:
—¿Conoces la historia del pájaro que se reía de las hojas de la palmera?
Mi madre esbozó una sonrisa:
—¿Cómo no voy a conocerla? De pequeña era mi historia favorita. La madre de mi madre me la contaba todas las noches.
—La mía también… ¿Y la del mono que se creía el rey de la selva? Trepó a la copa de un iroco pensando que así todos los animales se inclinarían ante él. Pero la rama a la que estaba encaramado se partió y terminó cayéndose de culo al suelo. Acabó lleno de polvo…
Mi madre se rio. Hacía muchos meses que no se reía. Yao tomó el hatillo que la joven traía en una mano y lo dejó en una esquina de la cabaña, disculpándose:
—Verás que todo está hecho un desastre. No tenía ganas de seguir viviendo. Últimamente, la vida me parecía un charco de agua sucia y evitaba pisarlo a toda costa. Pero ahora que estás aquí, todo será diferente.
Pasaron la noche fundidos en un cariñoso y casto abrazo, como dos hermanos o, más bien, como padre e hija. Tuvo que pasar una semana hasta que hicieron por primera vez el amor.
Cuando nací, cuatro meses después, Yao y mi madre estaban aún descubriendo la felicidad. ¡Triste felicidad la del esclavo, incierta y amenazada, hecha de míseras migajas! A las seis de la mañana, con el machete al hombro, Yao se dirigía hacia los campos para unirse a la larga fila de hombres andrajosos que arrastraban los pies por los senderos. Mi madre, entretanto, cultivaba en el huerto tomates, quingombós y todo tipo de verduras; cocinaba, y también daba de comer a un par de gallinas enclenques. A las seis, cada tarde, los hombres regresaban y las mujeres se arremolinaban entonces a su alrededor. Cuando llegó el día de mi nacimiento y vio que no había tenido un varón, mi madre rompió a llorar. Le parecía que el destino de las mujeres era más doloroso, si cabe, que el de los hombres. ¿Acaso no estaban abocadas a cumplir con la voluntad de quienes las mantenían esclavizadas y a yacer con ellos para dar con su libertad? Yao, sin embargo, se alegró. Me tomó en sus grandes manos huesudas y, tras enterrar la placenta de mi madre bajo una ceiba, me ungió la frente con la sangre fresca de un pollo. Acto seguido, sosteniéndome por los pies, presentó mi cuerpo a los cuatro confines del horizonte. Él fue quien me bautizó: Tituba. Ti-tu-ba.
No es un nombre asante. Yao se lo inventó para dejar así bien claro que yo era hija de su voluntad y también de su imaginación. Hija de su amor.
Los primeros años de mi vida transcurrieron plácidamente. Fui una bebé bonita y mofletuda. La leche de mi madre me sentaba de maravilla. Aprendí a hablar y a caminar. Descubrí el universo que me rodeaba, tan triste como espléndido. Las cabañas de barro seco, que se recortaban sombrías contra el cielo desbocado; el involuntario esplendor de las plantas y de los árboles, el mar y su áspero canto de libertad. Yao me invitaba a mirar hacia el estrecho que se abría ante nosotros y me susurraba al oído:
—Algún día seremos libres, abriremos las alas de par en par y regresaremos volando a nuestro país de origen.
Y me frotaba el cuerpo con un manojo de algas secas, para evitar que cayera enferma de pian.
En realidad, Yao no tenía una hija, sino dos: mi madre también lo era. Para ella, aquel hombre era mucho más que un simple amante. Era un padre, un salvador, ¡un refugio! ¿Cuándo descubrí, entonces, que mi madre no me quería?
Tal vez a los cinco o seis años. Por más que hubiera nacido negra, si bien con la tez algo rojiza y el cabello encrespado a más no poder, cuando me miraba, ella veía al hombre blanco que la había poseído en la cubierta del Christ the King, en mitad de un corrillo de marineros obscenos que se limitaron a presenciar la escena de brazos cruzados. Supongo que yo no hacía más que avivar su dolor y su humillación de forma constante. Cuando me acurrucaba, mimosa, junto a ella, con esa pasión tan típica de los niños, siempre me rechazaba. Cuando rodeaba su cuello con mis bracitos, se zafaba del abrazo a toda prisa. Solo me toleraba cuando Yao se lo pedía:
—Siéntala en tu regazo. Bésala. Acaríciala…
Sin embargo y pese a todo, semejante falta de cariño tampoco me afectaba demasiado, pues Yao me quería de sobra por los dos. Recuerdo mi mano diminuta entre las suyas, duras y rugosas. Mi pie, minúsculo, jugando a seguir sus gigantescas huellas. Mi cabeza apoyada en su hombro.
La vida era amable conmigo, a su manera. A pesar de las prohibiciones de Darnell, por las noches, los hombres cabalgaban a lomos de los tam-tams y las mujeres se remangaban los harapos para exhibir sus piernas relucientes. ¡Cómo bailaban!
En más de una ocasión, no obstante, presencié brutales escenas y torturas realmente terribles. Hombres que regresaban ensangrentados, con el torso y la espalda cruzados de profundos surcos escarlatas. Vi morir a uno de ellos, vomitando una bilis violácea, y vi cómo lo enterraron al pie de una ceiba. Los demás esclavos se alegraron por el difunto, pues con ello por fin lo habían liberado y se disponía a emprender el camino de regreso a la madre África.
La maternidad y, sobre todo, el amor de Yao transformaron a mi madre. La convirtieron en una joven flexible y dócil como la flor de la caña de azúcar. Solía anudarse a la cabeza un pañuelo blanco que resaltaba el brillo de sus ojos. Un día, me tomó de la mano y me llevó a coger ñames de un diminuto pedazo de tierra que el amo había concedido a los esclavos. La brisa mecía las nubes hacia el mar, y el cielo, recién lavado, lucía un color azul claro. Barbados, mi país, es una isla llana, con apenas un par de cerros dispersos por aquí y por allá.
Nos adentramos en un sendero que serpenteaba entre la espesura de las hierbas de Guinea. De pronto, escuchamos un barullo de voces furibundas. Era Darnell, que estaba maltratando a un capataz. Al descubrir a mi madre, cambió radicalmente de actitud. Sorprendido y zalamero, exclamó:
—¿Eres tú, Abena? ¡Vaya! Por lo que veo, el maridito que te conseguí te sienta de perlas. ¡Acércate!
Mi madre retrocedió con tal brusquedad que el canasto que llevaba en equilibrio sobre la cabeza, con un machete y una calabaza llena de agua en su interior, se le cayó. La calabaza se partió en tres y el líquido se derramó y extendió por la maleza. El machete quedó clavado en el suelo, gélido y asesino; en cambio, el canasto, echó a rodar sendero abajo, como si presintiera la tragedia que estaba a punto de tener lugar e intentase escapar. Aterrorizada, corrí tras él hasta que conseguí atraparlo.
Cuando regresé junto a mi madre, la encontré sin resuello, arrinconada contra una jícara. Darnell se erguía a menos de un metro de ella. Se había quitado la camisa y bajado el pantalón, dejando al descubierto la blancura de su ropa interior. Con la mano izquierda, se toqueteaba la entrepierna. Mi madre, al verme, empezó a chillar como una loca, girando la cabeza hacia donde yo me encontraba:
—¡El machete! ¡Dame el machete!
Obedecí lo más deprisa que pude, acarreando aquella hoja de acero enorme con mis frágiles manitas. Mi madre la tomó y se la clavó dos veces a Darnell. Lentamente, su camisa de lino blanco se fue tiñendo de un rojo escarlata.
Ahorcaron a mi madre. Recuerdo su cuerpo suspendido zarandeándose, colgado de las ramas bajas de una ceiba.
Había cometido un crimen imperdonable. Aunque no llegó a matarlo, había agredido a un blanco. Luego se supo que, tan cegada por la ira como estaba, solo logró hacerle un corte superficial en el hombro.
Ahorcaron a mi madre.
Trajeron a todos los esclavos para que presenciasen su ejecución. Cuando su cuello se quebró y la pobre pasó a mejor vida, los negros sacaron pecho y empezaron a entonar un cántico de rebelión y de cólera. Los jefes de cuadrilla los hicieron callar a latigazos. Arrebujada entre las faldas de una mujer, sentí cómo se iba solidificando dentro de mí una lava extraña, un sentimiento a medio camino entre el terror y el luto, que ya jamás me abandonaría.
Ahorcaron a mi madre.
Cuando su cuerpo se detuvo, inmóvil, colgando inerte en el vacío, saqué fuerzas de flaqueza y me alejé despacio. Me puse en cuclillas y vomité sobre la hierba durante un rato que a mí me pareció eternamente largo.
Para castigar a Yao por el crimen de su compañera, Darnell decidió vernderlo a un terrateniente que se llamaba John Inglewood, y que vivía al otro lado del Monte Hillaby. Sin embargo, Yao nunca llegaría a cruzarlo. Al final acabó saliéndose con la suya: durante el trayecto, logró tragarse su propia lengua y terminar con su vida de una vez por todas.
En cuanto a mí, con apenas siete años, Darnell me expulsó de la plantación sin miramientos. Y la verdad es que habría muerto de no ser por la proverbial solidaridad de los esclavos. Tuve suerte, pues una anciana se hizo cargo de mí. Parecía algo desequilibrada, traumatizada, pues había visto morir torturados a su compañero y a sus dos hijos, que habían sido acusados de instigar varios levantamientos entre los esclavos. En realidad, era una mujer que vivía instalada en el más allá, como quien dice, siempre acompañada por sus queridos difuntos y entregada a cultivar el don de comunicarse con los espíritus. No era asante, como sí que lo eran mi madre y Yao, sino nagó, oriunda de la costa. Respondía al nombre de Yetunde o Man Yaya, en criollo. Y todos la temían. Pero, no obstante, siempre acudían a verla, desde lugares de lo más lejanos. Man Yaya tenía grandes poderes.
Lo primero que hizo fue bañarme en una gran pila donde flotaban unas raíces de olor fétido, y dejó que el agua purificase así todo mi cuerpo. Después me hizo beber una poción casera y me colgó al cuello un collar de piedrecitas rojas.
—Estás destinada a sufrir mucho en esta vida. Sí. Muchísimo.
Pronunció estas terroríficas palabras con mucha calma, casi sonriendo.
—¡Pero sobrevivirás!
¡Pues vaya consuelo! No obstante, aquella mujer encorvada y apergaminada desprendía tal autoridad que no me atreví a rechistar.
Man Yaya me lo enseñó absolutamente todo sobre las plantas.
Hay plantas para dormir. Las hay también para curar las heridas y las úlceras.
Otras sirven para que los granujas confiesen sus fechorías. Las hay que se usan para sosegar a los epilépticos y ofrecerles un descanso feliz.
Incluso hay algunas que sirven para que florezcan palabras de esperanza en los labios de aquellos que solo conocen la furia, en los labios de los desesperados y de los suicidas.
Man Yaya me enseñó a escuchar la forma que tiene el viento de desperezarse: se arremolina sobre las cabañas hasta que parece que va a hacerlas añicos.
Man Yaya me enseñó el mar. Las montañas y también los cerros.
Me enseñó que todo está vivo y que todo posee un alma, un aliento. Que todo ha de ser respetado. Que el hombre, en realidad, no es ningún amo que recorre su reino a caballo, libre de hacerlo.
Un día, en plena tarde, me quedé traspuesta. Estábamos en época de Cuaresma. Hacía un calor sofocante. Los esclavos, empuñando la guadaña o el machete, salmodiaban un canto triste. Entonces pude ver a mi madre. Ya no era la dolorosa imagen de un cuerpo sin vida desmembrado colgando del follaje, sino que volvía a lucir todos los colores con que el amor de Yao era capaz de vestirla en otra época. Así que exclamé:
—¡Mamá!
Se acercó a mí y me abrazó con fuerza. ¡Dios mío! ¡Qué suaves eran sus labios!
—Perdóname, hija mía, por haber creído, durante aquellos años, que no te quería. Ahora lo veo todo con claridad. ¡Nunca te abandonaré!
Exultante de felicidad, grité:
—¿Y Yao? ¿Dónde está Yao? Se giró:
—También está aquí.
Y al instante, Yao apareció ante mí.
Más tarde, fui corriendo a contarle aquel sueño a Man Yaya. La encontré pelando raíces para la cena. Una sonrisa pícara se dibujó en su rostro:
—¿De veras crees que ha sido un sueño?
Aquello me dejó completamente atónita.
Man Yaya pasó entonces a instruirme en ciertas artes que requerían de un saber más elevado.
Los muertos solo mueren si dejamos que perezcan en nuestros corazones. Pero mientras sigamos queriéndolos y respetando su memoria, mientras continuemos depositando sobre sus tumbas sus guisos preferidos, y nos retiremos periódicamente para honrarlos, mientras hagamos todo eso, seguirán con vida. Estarán ahí, a nuestro alrededor, por todas partes, sedientos de recuerdos y de cariño. Solo bastarán un par de palabras para invocar su presencia y sentir el abrazo urgente de sus cuerpos invisibles, siempre impacientes por sernos útiles.
¡Pero pobre de aquel que se atreva a enfurecerlos! Los muertos no perdonan jamás. Persiguen a quien los ofende, aunque sea sin querer, con un odio implacable. Man Yaya me enseñó las plegarias, las letanías y los gestos adecuados con los que hemos de tratarlos. Me enseñó a deshacerme de mi envoltura humana a voluntad y a ser como un pájaro en el árbol, me enseñó a ser un insecto entre la hierba seca, una rana croando en el río Ormonde. Pero, sobre todo, me enseñó cómo realizar los sacrificios. Con sangre. Con leche. Con líquidos esenciales. Por desgracia, pocos días antes de que yo cumpliera catorce años, el cuerpo de Man Yaya sucumbió a las leyes de la naturaleza. No derramé ni una lágrima cuando le di sepultura. Sabía que nunca estaría sola y que, a partir de entonces, serían tres las sombras que se turnarían para velar por mí.
Fue por aquel entonces cuando Darnell decidió vender la plantación. Unos años antes, Jennifer, su esposa, había perecido dando a luz a un niño débil y cetrino al que la fiebre no abandonaba. Aunque lo amamantaba una esclava de generosos senos, que había sido obligada a abandonar a su propio hijo para ejercer de nodriza, el bebé se consumía sin remedio. El instinto paterno de Darnell, angustiado por lo que el destino le deparaba a su único descendiente de raza blanca, lo impulsó a regresar a Inglaterra para así intentar salvarle la vida.
El nuevo amo procedió de manera poco habitual y decidió comprar aquellas mismas tierras, pero vacías de esclavos. Con los pies trabados y una soga al cuello, los cautivos viajaron a Bridgetown para ser nuevamente vendidos y repartidos por los cuatro confines de la isla. Padres e hijos, madres e hijas, todos fueron separados de sus familias. Como yo ya no era propiedad de Darnell y nunca me habían considerado más que un parásito escondido en la plantación, no formé parte del fúnebre cortejo que se encaminó hacia el mercado de subastas. Yo conocía un escondite en la orilla del río Ormonde, oculto a los ojos del hombre, desconocido para todos, pues en aquel lugar la tierra era fangosa y yerma, nada propicia para el cultivo de la caña. Allí me construí, sin ayuda de nadie, una cabaña que conseguí mantener en equilibrio sobre unos pilotes de madera. Con mucha paciencia, poco a poco, fui moldeando y sembrando la tierra hasta delimitar un jardín, del que pronto crecieron todo tipo de plantas rituales, siempre respetando las voluntades del sol y del aire.
Soy consciente de que aquella fue la etapa más feliz de mi vida. Jamás estaba sola, ya que los invisibles me rodeaban con su delicada presencia, sin llegar a agobiarme en ningún momento.
Man Yaya se afanaba con ahínco en convertirme en toda una experta en plantas. Bajo su tutela, me atreví a practicar injertos de lo más insólito, y probé a plantar esquejes de pasiflora con otros de ciruelas huevo de toro, de jobo venenoso con grosellas verdes y de azalea con persulfurosa.[4] Aprendí a preparar poderosos mejunjes y fuertes pociones.
Al atardecer, el cielo violeta de la isla se extendía sobre mi cabeza como un gran manto bordado con estrellas resplandecientes. Por la mañana, el sol relucía con el brillo de una trompeta recién bruñida, que parecía invitarme a bailar.
¡Qué lejos quedaban los hombres! ¡Pero, sobre todo, los hombres blancos! ¡Qué feliz era! Por desgracia, aquella dicha no duró demasiado.
Un buen día, una fuerte ventisca me destrozó el corral y me vi forzada a salir corriendo en busca de mis gallinas y de mi precioso gallo escarlata. Fue así como traspasé y dejé atrás los límites de mi pequeño mundo.
En un cruce de caminos, me topé con un grupo de esclavos que transportaba un cargamento de caña hasta el molino. ¡Qué espectáculo más triste! Rostros demacrados, harapos del color del barro, miembros escuálidos, piel enrojecida por la escasa alimentación. Un niño de apenas diez años ayudaba a su padre a conducir la carreta con un semblante sombrío, lúgubre, como el de un adulto que hubiera perdido completamente la fe.
Al verme, dieron un respingo y se arrodillaron dóciles sobre la hierba. A continuación, media docena de ojos se alzaron hacia mí, llenos de respeto y pavor a partes iguales. Me quedé boquiabierta. ¿Qué clase de rumores estarían circulando sobre mi persona?
Aquella gente parecía temerme. ¿Cuál sería la razón? Yo era simplemente la hija de una ahorcada, que vivía recluida a orillas de una charca. ¿No deberían, más bien, tenerme lástima? Llegué a la conclusión de que me relacionaban con Man Yaya y, por lo tanto, era a ella a quien temían realmente. Pero ¿por qué? Man Yaya siempre había usado sus dones para hacer el bien. Aquel terror me pareció totalmente injusto. Más bien, ¡tendrían que haberme dado la bienvenida con vítores y gritos de júbilo! Si me hubieran confiado sus males, me habría empleado a fondo para poder sanarles. Yo había nacido para curar, no para asustar. Regresé a casa cabizbaja, había olvidado por completo a mis gallinas y a mi gallo, a saber cuán lejos se hallaban y qué hierbas andarían picoteando en ese momento.
Sin embargo, aquel encuentro tuvo consecuencias bastante importantes. A partir de aquel día, empecé a frecuentar algunas plantaciones con la intención de dar a conocer mi verdadero rostro. ¡Tituba merecía que la quisieran!
No entendía cómo podía llegar a inspirar temor, cuando yo no albergaba más que ternura y compasión en mi corazón. ¡Cuánto me habría gustado desatar un vendaval como si fuera un perro rabioso, un vendaval que arrastrara hasta el otro lado del horizonte las blancas haciendas de los amos; o invocar al fuego y que este elevara sus llamas rojizas y abrasadoras sobre la isla entera, hasta purificarla por completo y finalmente extinguirla! Mas yo no disponía de semejantes poderes. ¡Lo único que sabía hacer era ofrecer consuelo a los demás!
Poco a poco, los esclavos se fueron acostumbrando a verme y comenzaron a acercarse a mí, primero con cierta timidez, luego con más confianza. Me dejaron entrar en sus cabañas, para ayudar a sus enfermos y aliviar a los moribundos.
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Notas
[1. Etnias de Ghana. (A no ser que se indique lo contrario, todas las notas son de la traductora.)]
[2. «Bienvenida», en lengua asante.]
[3. Árbol de gran tamaño que crece en el Caribe y cuya madera se utiliza en carpintería y para construir barcos.]
[4. Invención literaria de la autora, como otros nombres de plantas en la novela.]
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Maryse Condé nació en 1937 en la isla antillana de Guadalupe. Estudió en París y ha residido largos años en África. Ha enseñado Literatura Caribeña y Francesa en Columbia. Formó parte del Comité por la Memoria de la Esclavitud en Francia. Entre sus obras, destacan sus memorias de infancia y juventud Corazón que ríe, corazón que llora (1999; Impedimenta, 2019), su continuación, La vida sin maquillaje (2012; Impedimenta, 2020), así como las novelas Yo, Tituba, la bruja negra de Salem (1986; Impedimenta, 2022) y La Deseada (1997; Impedimenta, 2021).
Martha Asunción Alonso (Madrid, 1986). Poeta, traductora, profesora y feminista española. Es Doctora en Filología Francesa por la Universidad Complutense de Madrid, con una tesis sobre la narradora antillana Maryse Condé. Traduce al español a autores de expresión francesa y se interesa por el arte urbano, la ecología y la relación música-poesía.
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