Medio Ambiente
Más especies en el relato: La interdependencia de la vida
Por Sheila Pérez Murcia / Viernes 03 de junio de 2022
Una vez que se aprende a detectar con las linternas los ojos de los animales, por pequeños que sean, el mundo alrededor cambia.
Mañana es tarde, Martín Otheguy y Ramiro Pereira
Es 19 de abril y estoy en el aeropuerto de Carrasco esperando el vuelo que me permita reunirme con mi familia, con mis amigas, volver a caminar los paisajes de mi infancia. Durante los últimos seis años hubo otros vuelos, breves, de recuentro. La diferencia con respecto al trayecto que me espera es que esta vez es solo de ida —o de vuelta; cuesta identificar si el origen es el lugar del que se parte o del que ya se partió.
Acabo de empezar a leer Vuelos Vespertinos, de la naturalista británica Helen Macdonald. El primer capítulo se titula «Nidos» y enseguida se establece, entre la lectura y mis inquietudes, una suerte de conexión íntima: «Los nidos ponían en tela de juicio todo lo que los pájaros significaban para mí. Sobre todo amaba a los pájaros porque parecían libres. [...] Pero los nidos y los huevos los ataban a tierra. Los hacían vulnerables. ¿Cómo un nido puede ser un hogar? Por aquel entonces los hogares eran para mí refugios permanentes, eternos, seguros. Los nidos no eran eso: eran secretos estacionales para ser usados y abandonados.» ¿Es Uruguay mi hogar? ¿O debería considerarlo una parada estacional, un alto en el camino, como lo fueron otros lugares? ¿Adónde estoy volviendo si me desprendo de la noción de seguridad? ¿Pueden los animales cuestionar nuestra forma de interpretar el mundo?
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En los últimos tiempos desarrollé un especial magnetismo por los libros que coleccionan historias, cuentos y otros relatos, inclinación que, combinada con mi interés por la animalidad, provocó que en mi última visita a Buenos Aires me lanzara cual halcón peregrino sobre el último libro de Natalia Gelós, Criaturas dispersas. A modo de una de esas antiguas cajitas de galletas que llenábamos de fotografías, noticias recortadas, estampas y sellos, cada relato de este libro es como una postal, una imagen que dispara una historia, triste o curiosa, textos fugaces de escenas que acontecen cada día y que, sin embargo, apenas ocupan lugar en diarios y noticieros. La danza de la bailarina y apneísta Julie Gautier bajo el mar me invita a imaginar un cuerpo anfibio, híbrido, como mestizo es de alguna forma el cuerpo del productor chino que ante la extinción constante de insectos se ve obligado a transformarse en abeja y polinizar él mismo sus cerezos (¿qué se siente ser abeja?); hay cuerpos muertos en vitrinas, expuestos, sin tiempo para el silencio que antecede al último resuello (materia prima para las pesadillas); también desfilan lobos que cantan con aullidos múltiples, diferentes, dialectos, o elefantes que murmuran con las patas, hombros y caderas, alertando a los oídos más finos. «Se nos pasan por alto tantas cosas, pienso. En principio, o sobre todo, la sola idea de manada» nos sugiere Natalia Gelós, casi como una advertencia.
Hace tres días le dedicaron unas líneas en uno de los periódicos locales a la suelta de san antonios y otros «insectos beneficiosos» para combatir el pulgón y otras plagas. Ahora las mariquitas cuentan con jardines urbanos de amapolas para poder establecerse de forma autosuficiente. ¿Pueden los insectos hacernos reposicionar la interdependencia en nuestra escala de valores? No puedo evitar recordar a Donna Haraway y su noción de «parentesco». Hace años que esta bióloga y filósofa se empeña en establecer nuevas coaliciones multiespecie a través de narrativas que incorporen a las especies compañeras, como fórmula para «seguir con el problema», para no caer en el pesimismo y visibilizar la urgencia por imaginar otros escenarios ante el cambio climático y sus consecuencias desde lo colectivo. Estamos imbricadas en redes ecológicas con bacterias, plantas, insectos, perros y miles de otros organismos sin los cuales no sería posible pensarnos como sujetos, al menos no de este modo. Incluir más especies en el relato es reconocer su papel histórico, material y semiótico en la construcción de nuestro propio entorno. La relación se convierte para Haraway en la unidad de análisis mínima.
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A los alfajores de maicena y al mate que ahora armo religiosamente cada domingo podría agregar un par de vicios más que adquirí en Uruguay: hacer seguimiento en redes sociales de organizaciones de protección y conservación de la fauna autóctona que publican imágenes de cámaras trampa y asociar animales a cada uno de mis vínculos afectivos después de unos meses de relación. Del primero tiene gran responsabilidad el libro de Martín Otheguy y Ramiro Pereira, Mañana es tarde. Con respecto al segundo, prefiero no indagar todavía.
Con mucho humor, paciencia y una gran sensibilidad por la fauna en peligro de extinción, biólogo y periodista recorren en la camioneta conducida por Leo Lagos (que también filmará el proyecto) distintos parques, cañadas, áreas protegidas, museos, facultades, laboratorios y hasta alguna comisaría. En sus páginas encontramos, no sin la dificultad que entraña cruzarse con especies amenazadas («¿Quién no pasaría la noche en vela, con cinco grados de temperatura en el ambiente, paseando por las orillas de una cañada perdida en medio de Cerro Largo?»), coatíes que ponen en entredicho la propiedad del territorio que habitan, yapoks con el súperpoder de transformar cazadores en activistas medioambientales, un aguará guazú que previene de los peligros de la reputación y las sospechas basadas en la apariencia o las «insignificantes» Austrolebias que problematizan la gradación de empatía humana.
La pérdida y degradación de su hábitat debido a los cambios en los usos del suelo, la tala de monte nativo, el uso de pesticidas y agrotóxicos, la contaminación de los cursos de agua, actividades como la caza o los atropellamientos en carreteras, son algunas de las causas y factores que más perjudican la vida de la fauna autóctona. «Habrá quien justifique muchas de estas actividades en nombre del progreso, del desarrollo, la economía o el bienestar inmediato, pero la evidencia científica deja de manifiesto la necesidad de lograr al menos un equilibrio entre la conservación y la producción humana», concluyen los autores de Mañana es tarde y que ya están preparando un segundo libro.
Estas conclusiones me devuelven a la noción de hogar que Helen Macdonald pone en duda al inicio de su libro y con la que cierra su último capítulo «Lo que los animales me enseñaron»: «El significado de lo que yo entendía por hogar se amplió tras conocer lo que ese concepto suponía para el tiburón nodriza o para una golondrina que migra». Mirar lo animal y permitir que lo animal devuelva la mirada «cruzando esa línea divisoria y devolviéndome de nuevo a un mundo donde ambos tenemos la misma importancia», finaliza.
Esta es una invitación a descubrir en estos libros, que son linternas prendidas, la posibilidad de mirar alrededor y hacia nosotrxs mismxs, para indagar en nuestra propia condición de animales humanos y entregarnos a la inevitable coexistencia con los otros cuerpos y vidas que habitan este planeta.
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