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Yo quería ser como vos

Mi nombre es Sylvia Plath: Una amistad de diario

Por Patricia Turnes / Viernes 18 de marzo de 2022

Conmoción, deleite, desgarro y un mundo que siempre mutila: los cuadernos de la poeta norteamericana Sylvia Plath son una celebración de la poesía. Patricia Turnes lee estos Diarios completos (UDP, 2018) y se maravilla con una vida, corta e intensa, dedicada a la creación en todas sus formas.

Sylvia Plath te espera/

en la casa del árbol/

con el tiempo de su lado


Sylvia Plath te espera/

en la casa del árbol/

una tarde de verano

Antolín

Ya lo dijo Holden Caulfield, el personaje de Salinger: los libros que de verdad nos gustan son esos que cuando terminamos de leerlos nos hacen pensar que ojalá el autor fuera amigo nuestro para poder llamarlo por teléfono y charlar cuando queramos. 

Me hubiera encantado ser amiga de Sylvia Plath a pesar de que esto habría sido materialmente imposible –ella falleció en 1963 y yo nací en 1971–.  Durante las últimas tardes del verano leí los Diarios completos de Sylvia (UDP, 2018), y esa impresión se potenció. 

Sylvia empezó a escribir estos diarios a los once años y continuó hasta su muerte a los treinta, nos informa una nota introductoria. En este prólogo se cuenta que, en 1981, cuando el Smith College adquirió todos los manuscritos que seguían en poder de los herederos de Plath en Inglaterra, el poeta Ted Hughes selló dos de los diarios que se entregaban al archivo y estableció que no podrían abrirse hasta febrero de 2013. Se trataba de los diarios que comprendían el período entre 1957 y 1959, los años en que Plath había dado clases en el Smith College, seguidos del año que dedicó exclusivamente a la escritura en Boston e hizo terapia con la doctora Ruth Beuscher. Ted retiró estos sellos poco antes de morir en 1998, y para esta edición, se asegura, se publican íntegramente. Los dos diarios que Plath escribió durante los tres últimos años de su vida no están incluidos: uno de ellos «desapareció» y no ha sido encontrado hasta ahora, según atestigua Hughes. El segundo, que contenía las entradas hasta tres días antes del suicidio de Plath, fue destruido por el propio Hughes.

Mientras entraba a su mundo relatado por su propia voz me llenaba de exclamaciones internas: «¡A mí también me pasó algo parecido!», «¡Yo pienso igual que ella!». Leerla me remitió a la primera vez que leí los diarios de Kurt Cobain. Kurt se muestra en sus diarios muy concentrado en sus creaciones, es una máquina de disparar flechas y de crear situaciones propicias para que su arte florezca, y, lo más asombroso, lo hace sin traicionarse a él mismo y ni a sus ideales. Me resulta una gran paradoja que personas con el nivel de voluntad e intensidad que ellos tuvieron hayan decidido quitarse la vida.  

Sylvia amaba el oficio de escribir; eso la llevó a ser workaholic. A pesar de que el cartero no siempre traía las mejores noticias –las revistas muchas veces rechazaban sus cuentos y poemas, las editoriales podían rebotar sus manuscritos– ella volvía a intentarlo: ¡nunca se daba por vencida! 

En el diario hay básicamente dos Sylvias: la de antes de conocer a Ted y la de después de haberlo conocido. Para contextualizar un poco, en 1956 Sylvia Plath se cruzó por primera vez con Ted Hughes en una fiesta que se realizó con motivo de la presentación de una revista literaria. Ambos estaban en la Universidad de Cambridge en aquel momento. Él era un poeta cuyo trabajo Sylvia conocía y admiraba. Se sintieron fuertemente atraídos y de ahí en más tuvieron lo que ahora se denominaría una relación «intensa». Se casaron a los cinco meses de conocerse. Daban la imagen de ser la pareja perfecta de escritores que comparte la pasión por la escritura y se apoya el uno al otro. Juntos tuvieron una niña, Frieda, y un niño al que llamaron Nicholas. 

La joven pareja de poetas prefería vivir con poco, dar clases, vender su producción a revistas, postularse a becas o lo que fuera con tal de disponer de tiempo para escribir. A Sylvia y a Ted no les sobraba el dinero. Es gracioso leer cómo en las páginas de su diario Sylvia razona que, si tuviera que comprarle a cada uno de los vendedores callejeros que en Navidad le ofrecen sus productos, se quedaría sin dinero para ella. Sylvia compara a ella y a Ted con la gente que vende en la calle, y se pregunta: «¿No están acaso ellos mejor vestidos que nosotros? ¿no se dan cuenta de los agujeros que tiene Ted en los codos de su sweater?».

Sylvia no quería ser «mutilada» por el mundo, no quería ser una persona unidimensional. En ella anidaban varias vocaciones: hubiera querido estudiar psicología (de hecho, trabajó durante un tiempo pasando en limpio fichas médicas de pacientes de un hospital psiquiátrico). Otro de sus intereses era la biología: cada tanto hay observaciones sobre distintos seres vivos de los que se nutría para luego escribir sus poemas. 

Sylvia tiraba el tarot y le interesaba mucho la astrología. Ted le había regalado un mazo de cartas, el tarot de Marsella; años más tarde su hija Frieda lo remataría por una cuantiosa suma de dinero junto a los anillos de casamiento de Sylvia y Ted y otras pertenencias de la pareja. 

La poeta también pintaba y dibujaba. En sus diarios dice que le gustaría ser una artista «renacentista» y confiesa que le gustaría vender también sus dibujos, aunque no lo lograra en vida. En la actualidad, Sylvia Plath es una figura de culto a tal punto que circulan miles de ediciones de sus obras de narrativa, poemas, cuentos para niños, correspondencia personal, diarios íntimos, y también –aunque Sylvia no vivió para ver su sueño hecho realidad– ¡libros con sus ilustraciones! 

Gracias a sus diarios, nos enteramos de que para la poeta estadounidense cocinar era un gran placer. Preparaba sus comidas favoritas y las regalaba a modo de agradecimiento o para festividades especiales. Había heredado un recetario de su abuela. Su ejemplar del libro de moda de la época, El placer de cocinar, estaba lleno de anotaciones al margen. El concepto de nutrición que manejaba era sorprendentemente moderno. Además, le gustaba experimentar. Debería existir un libro que rescate este aspecto de su personalidad. 

Mientras avanzamos en la lectura de sus diarios, notamos que las tareas domésticas le sacaban tiempo a Sylvia: limpiar, cocinar, hacer las compras, ir a la tintorería. Era usual para Sylvia, como para tantas de nosotras, tener que elegir entre dedicar el día a hacer una limpieza general o a escribir un poema. Y encima se hacía tiempo para tipear los poemas de Ted (además de los suyos), llevar los poemas de ambos hasta el correo, administrar el dinero y hacer los trámites de los dos en el banco. Pero a Ted esto no le parecía suficiente: llegó al extremo de avergonzarla en público recriminándole que no le había cosido un botón.  

Existía un deseo muy intenso en Sylvia de ser madre; se habría sentido incompleta si no lo hubiera hecho. Pero una vez que lo logró, también sentía un gran rechazo ante la idea de estar todo el día agotada, de oler «a pañales y a leche agria». Tenía miedo de que las tareas del hogar la echaran a perder, la hicieran olvidarse de lo que había aprendido durante sus años académicos. 

Según la mayoría de las versiones, fue una infidelidad de su esposo lo que terminó de destruir la relación de Ted y Sylvia. Muchos años antes de separarse de Ted, Sylvia relata: «…anoche soñé que corría por un hospital inmenso en busca de Ted porque sabía que estaba con otra; lo buscaba por todas partes y llegaba al ala de los locos». Sylvia analiza el sueño junto a su psicoanalista, cree que éste más bien se conecta con la muerte temprana de su padre. «En ocasiones identifico a Ted con mi padre» argumenta. Con el diario del lunes, al lector no le queda otra que concluir que se trataba de un sueño profético.

Pero la parte más llamativa, a mi entender, más simbólica de sus diarios, es la historia que comienza a relatar en la entrada correspondiente al Día de la Independencia de 1958. Allí Sylvia cuenta que recogieron en el parque a un pajarito que había caído de su nido. «Ted lo llevó a casa en la palma de la mano», escribe. Durante varios días Sylvia, maravillada, lo trata como a un hijo, lo alimenta con carne y pan. Pasa tiempo pendiente de cuidarlo, pero se da cuenta de que el bicho no mejora: «El polluelo negro estornuda y da saltos frenéticos hasta que consigue salir de su caja, pero cae de cabeza, no logra andar, ni volar. ¿Qué puedo hacer yo?». 

Unos días más tarde la impotencia aumenta, el pájaro empeora: jadea y se retuerce adentro de su caja. El polluelo enfermo les provoca angustia. La pareja, que no puede dormir por las noches por los ruidos que hace el animal, decide cortar por lo sano. Ted decide que lo va a sacrificar. ¿De qué modo? Conecta un tubo de goma al caño de gas de la cocina, el otro extremo lo mete en la caja de cartón. Cuando por fin Sylvia mira, «resultó que Ted había sacado al pájaro demasiado pronto y estaba echado boca arriba en su mano, abriendo y cerrando el pico frenéticamente y agitando sus patitas. Cinco minutos después me lo trajo, intacto, perfecto, hermoso en su muerte». A continuación, cuenta que van al parque, levantan una piedra, cavan un hoyo y lo entierran. «Pusimos helechos y una luciérnaga en la tumba, y sentí que nos liberábamos del peso que nos oprimía el pecho».

Cinco años después de esta entrada en el diario, en febrero de 1963, la escritora se suicidó poniendo la cabeza en el horno y abriendo la llave del gas. Apenas un mes antes de este trágico suceso, se publicó su novela semiautobiográfica La campana de cristal en el Reino Unido bajo el seudónimo de Victoria Lucas. En 1967 se editó por primera vez con su verdadero nombre. En 1971, siguiendo los deseos de Ted Hughes y de su madre, se publicó por primera vez en Estados Unidos.

*El título está inspirado en la canción «Mi nombre es Sylvia Plath» del músico argentino Antolín perteneciente a su disco Jóvenes eternos (2010), disponible en el bandcamp del artista.

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