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Moscas x el rabo: huevos con tomate

Por Alicia Migdal / Miércoles 16 de abril de 2025
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Leo sobre la planificada estrategia de Israel, a lo largo de su breve historia de dominio colonial, para convertir las formas de alimentación de los palestinos en una marca nacional israelí. Apropiación cultural, se ha dicho. Pero, ¿qué comida, cocina, gastronomía no implica fusión y apropiación natural? Bien lo sabemos los rioplatense, que apenas podemos enumerar una docena de elaboraciones propias sin una marca previa. Ni el dulce de leche se salva, muchos lo atribuyen a los árabes más que al soldado que se quedó dormido mientras hervía la leche

En mi infancia de abuelos sefardíes no existía el humus ni el babaganoush, que yo conocí de adulta fruto de desplazamientos a otros países. Garbanzos y berenjenas eran omnipresentes pero bajo otras formas. El shawarma, en todo caso, mi abuela lo ofrecía como shishes, dados de corazón de vaca hechos al carbón en un tandur, pero sin ese pan que yo no conocía. Y hablo de abuelos en Ciudad Vieja, llena de judíos y árabes que cocinaban sin parar porque dar de comer era una consigna existencial y un signo de poder familiar. Creo que a nadie le preocupaba si el kadaif era sefardí o árabe, y si los dolmas eran griegos o, de modo más general, mediorientales. La diferencia, siempre desdeñosa, era con la simple y considerada poco imaginativa comida criolla. Nunca comí el sencillo arroz blanco sino el arroz a la turca, con granos tostados que cambiaban el sabor habitual del arroz de la casa de mis amigas.

Podría enumerar las formas de hacer yogurt casero y de poner a secar huevas de pescado hasta volverlas "caviar", de salar aceitunas puestas al frío natural hasta que se arrugaban y estaban prontas para aderezar, cocinar chauchas con tomate, cintas tostadas cocidas en tomate y espolvoreadas con azúcar (así acabo de verlo en el video de una niña gazatí cocinando entre las ruinas esa y otras recetas), habas en primavera, apio con limón, zapallitos largos que era como llamaban a los zucchinis, bamia en febrero (una exquisitez cara y exótica), pescado en todas sus formas, pasta con acelga y mucho huevo y queso, porotos en ensalada, garbanzos con espinaca, lentejas con huevo duro

Y huevos con tomate, hoy elevado a la categoría de plato israelí, insignia de la moda, con el nombre de shakshuka y motivo de disputa. En realidad es probable que sea turco, una amiga me dice que tunecino, porque el imperio otomano cubrió siglos y lugares así que casi todo tiene origen turco. Es un plato modesto, es de último recurso, es simple, elemental, en mi casa se hacía de noche, cuando quedaban pocas cosas en la cocina y algo había que comer. Se lo puede considerar comida confortable y ha detonado la polémica sobre identidades y apropiaciones en el marco de esta larga guerra contra Palestina. Dicen: vienen por nuestras tierras, aniquilan nuestra población, se quedan con nuestros alimentos, se apropian de su creación.

Se está viviendo una tragedia indecible que tiene a la alimentación como parte activa no de la nutrición, sino de su aniquilación. Estas evocaciones mías no son lirismo de paraísos perdidos sino reflexión sobre las innumerables caras de la política israelí. Comer, beber, cocinar, atesorar, cosechar, transmitir, compartir, identificar como sabor propio, como magdalena de cada uno: el sabor de los alimentos y lo que ellos representan es más complejo que el simple acto de comer.

No existe la gastronomía puramente israelí salvo como fusión natural de todas las culturas que vienen formando el melting pot de ese país que si por algo se caracteriza es por el movimiento aluvional, por la política poblacional compulsiva. Afirmar lo contrario es como decir que el blinis no es invención y anexión centroeuropea o que el gefiltefish, que es de la misma tradición judía europea, es israelí. O que los donuts, tan estadounidenses, no tienen origen polaco. Yo comí por primera vez shawarma en las calles de Tel Aviv, luego en Beirut, después en el puesto que tenía Polo Malamed en Ciudad Vieja. Ahora, por suerte, lo ofrecen los lugares armenios de comida. Era comida callejera, el chivito de medio oriente, el chivito exótico sin nacionalidad cerrada, con pertenencia cosmopolita. En cualquier película palestina o israelí se puede ver el mismo ritual: poner la mesa es empezar por juntar el tomate con el pepino, el tomate que no existiría allí sin su cultivo de siglos acá, en nuestro continente y su traslado después del "descubrimiento".

Que los sabores viajan ya lo sabemos. Así se formó el mundo moderno. Que haya discusiones divertidas sobre el dulce de leche y el martín fierro lo sabemos. Que la comida tiene marca en el mercado financiero, lo sabemos también. Para un pueblo exterminado defender cada centímetro de identidad es reafirmar su existencia no solo económica, ya sea en la etiqueta en un frasco como en la sencilla costumbre de comer en sociedad.

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