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Narrativa catalana

Novelones: «La plaza del diamante», de Mercé Rodoreda

Por Cecilia Ríos / Martes 14 de mayo de 2024
Mercé Rodoreda.

«Es difícil ubicarse ante una novela tan magnífica, tan bella y lograda y decir algo significativo. En cambio es fácil recomendar su lectura»: Cecilia Ríos comparte lo que le generó La plaza del diamante, de la catalana Mercé Rodoreda (1908-1983). Notas sobre una novela situada en tiempos de guerra y una protagonista entrañable.

En la literatura, como en otros órdenes de la vida, desconfiamos de los consejos y sobre todo de los referidos a libros escritos en el pasado. Damos más crédito a lo que pasa ahora (como si ese libro recién publicado trajera alguna verdad esquiva, o, por fin, una revelación). El resto nos suena levemente arcaico. Salvo que la recomendación provenga de un autor admirado que nos convenza de correr el riesgo. Juan Forn dijo en una entrevista que sus autoras canónicas eran Mary Ann Clark Bremer, Tatiana Tolstaya y Mercé Rodoreda. Empecé por esta última, la más cercana, aunque no escribió en español sino en catalán. Lo hice con escasas expectativas. La plaza del diamante, considerada la mejor novela de esta escritora, fue publicada por primera vez en 1962 y ha sido traducida a más de treinta idiomas. En español, traducida por Enrique Sordo, sin embargo, no se la conoce mucho. La novela habla de la vida en Barcelona antes y durante la Guerra Civil Española. Todo eso se puede leer en la contratapa, que, como es habitual, se excede en alabanzas.

Me pregunté cuántas novelas grandiosas, inspiradas en guerras terribles y recientes, hemos tenido en los últimos cincuenta años. Recordé el divismo que algunos le atribuían a Juan Forn, un erudito sin falsa modestia. Quizás esas tres autoras nombradas más arriba le gustaron durante un día, y al siguiente, eran otras sus preferidas. ¿Cómo saberlo? Leer dos, tres páginas me sacaría de la duda. Pues la primera página me resultó admirable: la rifa de una cafetera a la que la protagonista no le interesa, pero va igual, porque sufre «si dice que no cuando alguien le pide algo». En la segunda página encontré un grupo de músicos en mangas de camisa, sudados, mientras a esa muchacha que cuenta la cinta de las enaguas le aprieta dolorosamente la cintura. En la tercera página leí: 

Eché a correr y él detrás de mí. Las tiendas cerradas con la persiana ondulada delante y los escaparates llenos de cosas quietas, tinteros y secantes y postales y muñecas y tela extendida y cacharros de aluminio y géneros de punto [...]

Así son todas las demás páginas de La plaza del diamante: maravilla tras maravilla. El estilo es directo, sin remilgos ni pretensiones, sorprendente para la época en que fue escrita. La vitalidad que irradian sus frases, el ritmo a veces frenético de su decir, nos hacen creer por momentos que estamos ante una obra actual. La plaza del diamante es el monólogo de una mujer dominada desde el noviazgo, que ante la pérdida de su marido como sostén de la familia debe arreglárselas para sobrevivir. Es un relato convincente, un cuento que atrapa porque lo cuenta ella, un personaje con el que rápidamente nos identificamos, aun quienes estamos de este lado del océano y tantos años después. Sus dificultades no dejan de ser, en su peculiaridad, parecidas a las de tantas mujeres de entonces.

Colometa (Palomita en catalán) no es excepcional pero vive situaciones excepcionales. A veces es heroica y a veces tan estúpida que dan ganas de meterse en la novela y explicarle cómo es el mundo. Es una sobreviviente que se adapta o resiste, que además del dolor y el horror de la guerra sufre los prejuicios y la condena social. Es una mujer que en medio de la devastación puede dar y recibir amor, ser solidaria y a la vez egoísta, soportar la incertidumbre y la desolación, equivocándose muchas veces. Es una persona extenuada por el trabajo, que ante la impotencia no descarta las peores alternativas, que teme a la soledad y a los golpes de su marido.

Mercé Rodoreda se las arregla para que lo que vive Colometa nos suene real y cercano, porque a poco de arrancar el libro entendemos que ella es alguien que intenta estar a la altura de las circunstancias y «la va llevando», como decimos por acá. Colometa y su familia viven en una casa que es también un criadero de palomas; presenciamos la multiplicación de las aves y la invasión del espacio vital como si fuera una película de terror: 

Me parecía que toda yo, pelo, piel y vestido, olía a paloma. Me olía el pelo y me olía los brazos y no comprendía cómo podía llevar pegado a la nariz aquel olor, de paloma y de pichón, que casi me ahogaba.

La guerra civil española, trasfondo de gran parte de la novela, no se muestra en las batallas sino en las noticias de muertos y en las sirenas que anuncian peligro; también en charlas con mujeres «del otro bando», con advertencias y reproches. Rodoreda elige describir las penurias de los que no están en el frente de batalla y deben comer, dormir y alimentar a sus hijos. La guerra está presente en las descripciones de la escasez, la explotación, la muerte y el abandono. 

La tienda de abajo se quedó vacía en pocos días y todo el mundo hablaba de lo mismo y una señora dijo que ya se veía venir y que estas cosas del pueblo en armas siempre pasaban en verano que es cuando la sangre hierve más deprisa. 

[...] Me dijo si le quería hacer un poco de café, porque lo que más echaba de menos en aquel martirio de la guerra era no comer en plato de loza ni tomar café en taza de porcelana.

Las escenas de esta novela son vívidas y los diálogos se integran a ellas con tanta precisión que son siempre verosímiles, aunque sean absurdos. En dos o tres líneas, Rodoreda consigue trasmitir el ambiente: «En casa vivíamos sin palabras y las cosas que yo llevaba por dentro me daban miedo porque no sabía si eran mías», o: 

Por la noche, en lugar de pensar en las palomas y en mi cansancio, que no me dejaba dormir, pensaba en los ojos de Mateu, con aquel color de mar. El color del mar cuando hay sol, y sin darme cuenta, pensaba en cosas que me parecía que entendía y que no acababa de entender. 

Es difícil ubicarse ante una novela tan magnífica, tan bella y lograda y decir algo significativo. En cambio es fácil recomendar su lectura. A sus virtudes literarias suma un retrato crudo de las guerras, esas que se renuevan como si nada se hubiera aprendido de las anteriores. «La historia más vale leerla en los libros que escribirla a cañonazos», dice uno de los protagonistas antes de partir al frente de batalla. Cuando el libro termina nos quedan ganas de seguir escuchando la voz de la Colometa, que tan bien cuenta las miserias y alegrías de la vida.

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