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Agua

Sintiendo como un río: Día Mundial del Medio Ambiente

Por Eduardo Gudynas / Lunes 05 de junio de 2023

El agua corriente de Montevideo está a punto de desaparecer. Con motivo del Día Mundial del Medio Ambiente, Eduardo Gudynas denuncia que esta crisis tiene que ver con una «matriz de culturas y sensibilidades que toleran que las aguas estén embebidas en agroquímicos o efluentes, o atrapadas entre muros y diques».

¿Qué siente el río cuando es inminente que la sequía desembocará en su muerte? ¿Qué siente cuando la contaminación persistente lo enferma, cada año un poco más, sin pausas? ¿Qué siente cuando se lo mutila con represas, diques, muelles o canales? Estas y otras son preguntas que pocas veces se plantean, pero que la severísima crisis del agua que padece Uruguay hace inevitable abordarlas.

La respuesta más simple insistirá en que los ríos no sienten. No piensan y carecen de emociones, agregarían otros. Pero lo que no puede negarse es que los ríos están vivos, y esa condición justifica entender qué sienten. La incapacidad de los humanos de entenderlo es justamente una de las razones por las cuales los ríos están muriendo: casi nadie escucha sus agonías.

Los ríos están vivos porque albergan la vida, tanto en sus aguas como en sus márgenes. Pueden ser peces o algas, cangrejos o ranas, grandes o pequeñísimos. Los ríos, además, laten. Se expanden y contraen al ritmo de lluvias y estaciones; hay momentos en que sus aguas invaden bañados y montes, alimentan lagunas. 

Los ríos siempre están en movimiento. Fluyen encadenando las cañadas hacia los arroyos, de allí a ríos pequeños, hacia otros más grandes, hasta que, por lo general, desembocan en los océanos. Ni siquiera están mudos. El agua en ese movimiento comparte murmullos, a los que responden las conversaciones entre insectos, sapos o aves. 

Mudos y contaminados

La situación de los ríos uruguayos demuestra que son muchos los que no los escuchan y persisten en concebirlos como recursos a ser explotados. Eso puede ser al concebirlos nada más que como proveedor de agua para ciudades, destino turístico para lograr una foto o medio para una industria. 

Todos los grandes ríos del país padecen de algún tipo de contaminación; ninguna cuenca está libre de esa problemática. Son las víctimas de las batallas de los humanos contra la Naturaleza, y en todos los ríos se encontrarán cicatrices o amputaciones. Lo que está ocurriendo con la cuenca del Río Santa Lucía es otra consecuencia de esas guerras, aunque por su gravedad ahora ha quedado en evidencia para toda la población metropolitana. Desde hace años se registran valores inaceptables de contaminantes como fósforo y nitrógeno, hay episodios de cianobacterias, y hay casi 500 obras que interceptan las aguas, como diques o represas. Es un problema repleto de cómplices, porque se estima que el 80% de esa contaminación proviene de lo que se conocen como «fuentes difusas», como ocurre con las prácticas agropecuarias diseminadas en toda esa región. Más allá de la sequía actual, sus aguas están tan contaminadas y la cuenca tan alterada que el calificativo que debe ser empleado es el de una «brutal» artificialización. Es todavía más grave que eso siga sin asumirse en toda su urgencia. 

Impactos de esta severidad se repiten en muchos países. En su esencia responden a una impostura clásica, organizada por lo menos desde la Ilustración, por la cual se buscaba controlar y dominar a los ríos así como al resto de la Naturaleza. En las tierras americanas, la colonización acentuó más esa postura, ya que los europeos que llegaban se encontraban  con los enormes ríos que apenas entendían y que interpretaban como obstáculos a superar para avanzar en la conquista. 

Con el paso del tiempo, se diseminó una cultura para la cual los ríos fueron despojados de su vitalidad para ser definidos como «recursos» hídricos, festejándose la construcción de diques, canales o represas, mientras se ocultaba la contaminación. La sordera quedó instalada. Los ríos son alterados, maniatados o mutilados, y eso solo es posible sino se escuchan sus lamentos. Estas situaciones no son solamente el resultado de incapacidades tecnológicas o ineficiencias en los controles gubernamentales, sino que también descansan en una matriz de culturas y sensibilidades que toleran que las aguas estén embebidas en agroquímicos  o efluentes, o atrapadas entre muros y diques.

  Derechos de los ríos

Hay múltiples iniciativas que van hacia otras raíces culturales para reconectarse con los ríos. No pretenden, como sostienen algunas críticas simplistas, «enseñarles a hablar» a los ríos, sino que el desafío está en que nosotros, humanos, volvamos a aprender a escucharlos. Entre los esfuerzos más innovadores está el reconocimiento de los ríos y sus cuencas como sujetos vivos, y por lo tanto con derechos que les son propios. No es un cambio menor, ya que exige abandonar aquella cultura que los define como objetos a ser utilizados o apropiados en función de la utilidad humana. En cambio, se los aborda como sujetos en sí mismos y, por lo tanto, inmediatamente reciben la cobertura de derechos.

Ese reconocimiento es una de las formas por las cuales se expresan los derechos de la Naturaleza. Esto no es sencillo de entender en Uruguay, ya que se padecen dos severos atrasos en esa materia. En primer lugar, seguimos siendo uno de los pocos países de América Latina donde la calidad ambiental y la protección de la Naturaleza no es parte de la cobertura de los derechos. En nuestra reforma constitucional, la protección del ambiente es una cuestión de «interés general», o bien depende de los «propietarios» sobre un «recurso». Incluso se agregaron unas líneas donde se indica que el agua es un «recurso», y lo que es un derecho es el acceso al agua potable y el saneamiento, pero no la sobrevida de los ríos, arroyos o lagunas. 

En cambio, en otros países prevalece la noción de considerar a la protección ambiental, como puede ser la conservación de ríos y lagunas, dentro de los derechos humanos de tercera generación. Tomando como ejemplo a Argentina, su constitución indica que «todos los habitantes gozan del derecho a un ambiente sano», apto para el desarrollo, para las necesidades presentes pero sin comprometerlas en el futuro.

En  segundo lugar, Uruguay está atrasado en las discusiones sobre esa ampliación de los derechos a la Naturaleza. Observando lo que sucede en los países vecinos, se encuentra, por ejemplo, que poco tiempo atrás en Colombia se reconoció como sujeto de derecho al Río Atrato. Ese curso de agua desemboca en el Océano Pacífico y está plagado de problemas ambientales, en especial por contaminación minera. No es sólo el hogar de la fauna y flora que vive y depende de sus aguas, sino que es el hogar de comunidades indígenas que se conciben a sí mismas como humanas en relación al río. Destruir el Rio Atrato se volvía al mismo tiempo un genocidio contra esos pueblos ribereños.

Posiblemente el caso más conocido ocurrió en Nueva Zelandia en 2017, cuando se reconoció al río Whanganui como una persona jurídica. Ese río es, para los Māori iwi, el pueblo original de esa isla, la fuente de la vida y, con ello, de la salud y del bienestar de todas las especies vivientes, así como de los humanos. «Yo soy el río, y el río soy yo», dicen los māori. Su propia esencia como individuos depende de sus aguas y de que ellas gocen de buena salud. El río, convertido ahora en sujeto, pasó a tener «guardianes» que lo representan ante las diferentes agencias estatales y los privados.

Las iniciativas para proteger los ríos otorgándoles derechos se están multiplicando en todo el mundo y se han sumado, por ejemplo, resoluciones o debates en Canadá, India, Australia, Perú, Estados Unidos o Alemania, o, en un sentido más amplio, como parte de los derechos de la Naturaleza tal como se aprobó en la nueva constitución de Ecuador.

Uruguay ya no puede eludir esta problemática. Los ríos son las arterias y venas que sostienen a nuestro país; la nación sería inconcebible, pero además inviable, sin ríos como el Negro, el Santa Lucía y muchos otros, y, por supuesto, sin los ríos Uruguay o de la Plata. Recuperar sus aguas requiere, como primer paso, romper con aquellas sorderas culturales y volver a escuchar a nuestros ríos. Es preguntarse, ¿qué sienten los ríos?

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