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Escritos con Z

Tres relatos de Néstor Bermúdez

Por Escaramuza / Jueves 12 de marzo de 2020

Néstor es es estudiante de Lingüística, escribe desde los quince años e integra el espacio literario para jóvenes, La burbuja. Compartimos tres de sus relatos en Escritos con Z, una columna dedicada a la producción escrita de jóvenes nacidos entre 1994 y 2010: la Generación Z o centenial.

 
Me llamo Néstor Bermúdez, estudio Lingüística en Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación, y me encanta leer (sobre todo terror) y escribir, cosa que hago desde los 15 años. Mis aficiones son la escritura, el deporte, la lingüística, la locución radial y la música.
 

Cuando te duele

Hay veces en las que me siento un actor en una obra. Una historia de altiplanos y bajorrelieves, ambientada en la Francia nobiliaria donde los apellidos valen más que las palabras. Soy un bicho solitario venido de un pueblo minúsculo, menor que un barrio montevideano, donde tu arbolito vale más que tu hectárea. Donde les chupa un huevo tu martillo, a menos que tengas apellidos que se escriban en mayúsucula y se dejen clavados en placas de bronce.

Duele. Duele no saber hablar «bien», «normal», «correctamente». No saber qué decir, cómo decirlo, qué sentir, si tengo que sentir o no sentir algo. Duele como un caño en el orto esa sensación de inceritdumbre que viene cuando hablás y pensás. ¿Lo estoy haciendo bien? ¿Digo las cosas bien? ¿Estoy diciendo lo que pienso o lo que otro quiere oír? ¿Soy sincero o miento? ¿Por qué me callo así? ¿Por qué grabé ese audio 3 veces? Preguntas como veneno de hormiga, una pica, todas duelen.

Molesta saber que no puedo ser sincero ni conmigo. Pica el no poder decir algo lindo por miedo a cuestionar mi interior, y ver que, quizás, sea un precipicio por el que el amor cae como agua de canilla. Arde el frío que siento del viento, del silencio, a las dos de la mañana cuando no tengo a nadie para acudir. Quiebra cuando el estudio se vuelve tan monótono que hago materias como trámites a rellenar para un futuro que se forja con la pregunta: ¿Y ahora qué hago para divertirme?

Y duele, sobre todo, tener la agenda llena de contactos y solo poder hablar con el mate revuelto que tengo en el cerebro.

Hora de hablar con alguien. Si quiero sobrevivir, solo tengo que hacer una cosa rápido y ya. Le duela a quién le duela.

Che, ¿podemos hablar?

 

El que mira

Mi trabajo es ver las cámaras de toda la ciudad al anochecer. Ocho horas en las que mis hijos duermen y no tienen que enterarse de lo que pasa con sus vecinos, sus compañeros de clase, sus maestras, sus amigos. Ocho horas en que las venas de la ciudad aún perduran, con su latir como el de un ser vivo que, dormido, sigue andando. Lo que decían de que las ciudades eran humanos, no era poca cosa mijo.

Mi trabajo es ver las cámaras de todo el pueblo al anochecer, conocer los secretos de todo el barrio. Siento los ojos pesados de tanto verlos en sus casas. Ríen, bailan, cogen, hablan. La acción humana se vuelve indiferente. Escenas magníficas que ningún director podrá jamás igualar, que para mí son una pantalla más en los cientos de monitores a revisar.

Mi trabajo es mirarte cada vez que traés a alguien nuevo a tu cuarto a «estudiar». Mi trabajo es ver cuando traés a un amigo a que te «ayude con el laburo». Mi trabajo es verte con esa gurisa con la que «juegan a la Play». Mi trabajo es verlos reírse de mi cara. Todos se ríen de mi cara mientras la lente los enfoca como los hijos de puta que son. Paso ocho horas viéndolos ser felices, duermo ocho más para recuperarme (mentira, duermo más o menos dependiendo de cuánto se amen ustedes con sus amigos, con sus «alguienes») ¿Y qué hago las otras ocho? En una hora como, en dos voy al trabajo, en tres hablo con ustedes y en las dos que quedan me descargo la escopeta en el baño con las cintas de todos. Sí, de todos, ustedes incluídos.

Mi trabajo es fisgonear en las vidas de todo el mundo. Si tan solo no hubiera firmado el contrato que me prohíbe divulgar estas grabaciones, qué tan a gusto estaría haciendo que todo el mundo los viera como son, como yo lo hago cada puta noche.

Mi trabajo es disfrutar de sus rutinarias miserias nocturnas.

 

¿Quién es?

¿Quién es quien te habla? ¿Quién es quien te escucha reír, llorar, gritar y callar? ¿Quién es quien crea y cree las mentiras, los engaños, los hechos, las verdades? ¿Quién es quien alza los brazos y quién los tira al suelo? ¿Quién es quien duerme y sueña, quién es quien no ha dormido en meses?

Vos. Vos sos. Usted es quien es, ¿no? Vos sos vos, ¿cierto? Un puzle caótico de piezas amorfas. Una biblioteca de saberes infinitos e infinitésimos. Un perfecto canon del indivuduo. Nadie salvo vos es quién se representa a sí y en sí. ¿No es así cómo se describe?

Vos. Sí, vos, el qué está leyendo. ¿En serio me creíste? ¿En serio pensaste que describirte era tan fácil, con tan solo cuatro frases sueltas? No, mijo, usted es más que frases bonitas.

Sos un hereje. No, sos un herejía. Una blasfemia. Un sacrilegio con patas que repta, se arrastra y gatea. Sos más valioso para los otros que para vos mismo. Sujeto. Objeto. Vos sos el sustantivo que se subordinó al terreno desde la cuna y lo harás hasta el ataúd. Te toman por idiota y vos dejás que te persigan con cuentitos: desde botas que alzan al cielo, con arrogancia, la voz mísera de quiénes te manejan y coartan, hasta predicadores de corbata blanca, medio rojiza, medio rosa avejentado, que buscan que te metas sus culebras bien hasta el fondo. Porque te conocen y saben que te encantan sus palabras.

¿Pero sabés qué? Prefiero que seas quien llena la lista negra de terminología malparida a una vaca al matadero individual. Sé vos, carajo. Sé mientras aún puedas, mientras aún quede algo por pelear. La herejía, tan abyecta y abstracta, es la forma perfecta de libertad. Y la libertad es lo único que nos queda. A mí, en tanto letras y en tanto humano, y a ti, lector.

Agarrala con fuerza, ya que sin ella, no somos nadie.

¿Ahora sabés quién sos?

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