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El alma de este gran mundo

«La inteligencia de las flores»: tantea, vacila, suspende y vuelve a empezar

Por Rocío del Pilar Deheza / Lunes 26 de agosto de 2024

La inteligencia de las flores y otros ensayos florales «conjuga magistralmente el lenguaje científico con el lenguaje poético, a través de metáforas que nos ayudan a [ ...] conocer la historia amorosa y del deseo de las flores a la hora de concretar ceremonias nupciales». Una nueva edición del clásico de Maurice Maeterlinck por interZona (2023) provoca relecturas alejadas del antropocentrismo.

Difícilmente la segunda lectura de un libro nos genere las mismas sensaciones y pensamientos que la primera. Más aún cuando pasó un tiempo considerable entre una y otra lectura. 

Hace ocho años llegó a mis manos una edición previa (también de la editorial interZona) de La inteligencia de las flores. El autor es el belga Maurice Maeterlinck (1862-1949), quien fue galardonado con el Premio Nobel de Literatura en 1911. Guardo un muy buen recuerdo de la lectura de ese pequeño libro, principalmente por el lenguaje sumamente poético con el que su autor retrata distintas flores, partes o características de ellas, y describe el vínculo que generamos con ellas. Leer esta nueva edición ampliada, La inteligencia de las flores y otros ensayos florales en traducción de Juan Bautista Enseñat (2023), que incorpora otros ensayos florales del autor, sin duda reafirmó este recuerdo además de provocar nuevos movimientos en el sentir y en el pensar.

A lo largo de estos ensayos, Maeterlinck sostiene que la inteligencia no solo se expresa en los humanos sino también en los no-humanos, entre ellos, las flores. Para el autor, la inteligencia está esparcida como «una especie de fluido universal que penetra diversamente, según sean buenos o malos conductores del espíritu los organismos que encuentra» (p. 93). Sin pretender elaborar un estudio exhaustivo, Maeterlinck nos proporciona innumerables pruebas de la inteligencia de las flores, de los artificios a los que recurren para saciar la ambición de conquistar la superficie del planeta, muchos de los cuales precedieron a las invenciones y conocimientos en materia de balística y aviación. Por eso, realiza afirmaciones como las siguientes:

En un mundo que creemos inconsciente y desprovisto de inteligencia, nos imaginamos desde luego que la menor de nuestras ideas crea combinaciones y relaciones nuevas. Examinando las cosas desde más cerca, parece infinitamente probable que nos es imposible crear nada. Venidos los últimos sobre la tierra, encontramos simplemente lo que siempre ha existido, y repetimos como niños maravillados la ruta que la vida había hecho antes que nosotros (p. 31).

Buena parte de las pruebas que dan cuenta de la inteligencia de las flores están vinculadas a desafiar el destino de las plantas a la inmovilidad, que las encadena al suelo de por vida. A la hora de evadir la ley de la naturaleza que las restringe a una inmovilidad absoluta, las flores son ejemplo de astucia e insumisión, principalmente cuando se trata de diseminar sus frutos. El envoltorio azucarado de las semillas, el néctar de las flores, el recurso a sistemas de propulsión y aviación para la anemofilia (diseminación de las semillas a través del viento), o bien para asegurar la eriofilia (diseminación de semillas gracias a la adherencia al pelaje de animales). Para Maeterlinck, todo esto es resultado de una refinada inteligencia y de un razonamiento de las causas finales por parte de las flores. Incluso cuando el autor nos presenta casos de flores poco exitosas al enfrentarse a la inmovilidad, nos advierte que esto no puede entenderse como una falta de inteligencia, sino que se trata de casos en los que estamos frente a «una especie en trabajo de invención, a los ensayos de una familia que aún no ha fijado su destino y busca la mejor manera de asegurar el porvenir» (p. 24). 


De todo tipo 

En La inteligencia de las flores, Maeterlinck nos guía a través de un camino sembrado con flores provenientes de plantas animadas o sensibles (aquellas que tienen movimientos espontáneos frente a ciertos estímulos), plantas acuáticas, parásitas, carnívoras, malas hierbas, plantas nativas, plantas exóticas, entre otras variedades, a lo largo del cual desarrolla un diálogo entre las ciencias naturales y la poesía. Así, conjuga magistralmente el lenguaje científico con el lenguaje poético, a través de metáforas que nos ayudan a comprender los complejos aparatos que las flores emplean para su fecundación, o, dicho en otros términos, para conocer la historia amorosa y del deseo de las flores a la hora de concretar ceremonias nupciales.

Como ya debe sospecharse al leer estas líneas, abunda en la prosa de Maerterlinck el recurso a la antropomorfización de las flores, a las metáforas que nos llevan a interpretar su accionar en términos de características humanas. Si bien hay una variedad de ejemplos sobre diversos aspectos que hacen al funcionamiento y al razonamiento floral, a mi parecer una de las más exquisitas muestras de este recurso es la empleada al referirse a la fecundación de la nigela de Damasco (Nigella damascena):

En el nacimiento de la flor, los cinco pistilos, sumamente largos, se hallan estrechamente agrupados en el centro de la corona azul, como cinco reinas vestidas de verde, altivas, inaccesibles. En torno de ellas se agolpa sin esperanza la innumerable multitud de sus amantes, los estambres, que no les llegan a las rodillas. Entonces, en el seno de ese palacio de turquesas y de zafiros, en la dicha de los días estivales, empieza el terrible drama, sin palabras y sin desenlace, de la espera impotente, inútil e inmóvil. Pero las horas, que son los años de la flor, transcurren. El brillo de esta se empaña, los pétalos empiezan a desprenderse, y el orgullo de las grandes reinas, bajo el peso de la vida, parece replegarse. En un momento dado, como si obedecieran a la consigna secreta e irresistible del amor, que considera la prueba suficiente, con un movimiento concertado y simétrico, comparable a las armoniosas parábolas de un quíntuplo surtidor de agua que vuelve a caer en la taza, todas se inclinan a la vez y recogen graciosamente de labios de sus humildes amantes el polvo de oro del beso nupcial (p. 41).

Los pormenores que se ofrecen a la hora de describir el mundo de las flores son, sin duda, una muestra del detallado conocimiento del autor sobre el tema, desarrollado a partir de lecturas científicas y de experiencias de investigación llevadas adelante por él mismo. Estas particularidades son un recurso indispensable del que se vale Maeterlinck para resaltar la inteligencia floral, ya que, como bien señala, «la disposición, la forma y las costumbres de esos órganos varían de flor en flor, como si la naturaleza tuviese un pensamiento que aún no puede fijarse o una imaginación que se precia de no repetirse nunca» (p. 39).


Algunas en particular

Tal como ocurre en los casos de Charles Darwin, Christian Konrad Sprengel, Hermann Müller Lippstadt, Robert Brown, Johann Hildebrandt, Federico Delpino y otros botánicos citados en este libro, Maeterlinck dedica muchas de sus líneas a las orquídeas, al considerar que en ellas se encuentran «las manifestaciones más perfectas y más armoniosas de la inteligencia vegetal» (p. 55). Nos introduce a los mecanismos extraordinariamente complejos de esta flor mediante comparaciones aproximativas que evitan el uso de tecnicismo desconocidos para quienes no contamos con conocimientos de Botánica, pero sí tenemos interés en conocer más sobre la inteligencia floral.  

Pero Maeterlinck no solamente presta atención a las vistosas e ingeniosas orquídeas. Dedica un ensayo a las flores de campo, las buenas flores rústicas, aquellas que antaño alegraban las puertas de las casas pero que ya nadie siembra, nadie cuida, nadie recoge (al menos en 1907, al publicarse originalmente el libro, pues hoy regresaron a nuestros floreros y canteros). Dedica otro ensayo a las flores nativas antiguas, las más sencillas, las más vulgares, las pasadas de moda, expulsadas de los canteros en su momento por plantas más vistosas.

También los perfumes de las flores tienen un merecido ensayo, dedicado a ese placer gratuito que nos ofrece la naturaleza, «una satisfacción que no adorna una trampa de la necesidad» (p. 98). En él, Maeterlinck relata algunas de las formas en que es aprisionada el alma de las flores y colocada en un cristal. 

No me gustaría transmitir la idea de que este libro es sólo un bello ensayo poético sobre las flores, aunque ese era el recuerdo que tenía de mi primera lectura. Esta relectura de su nueva edición, a la que se suman otros ensayos florales, me encontró con otros conocimientos y con un acumulado de lecturas sobre nuestra relación con la naturaleza que me permitió advertir otros aspectos.


No menos importante

En La inteligencia de las flores, estamos frente a un texto que busca ilustrar constantemente cómo la naturaleza obra con inteligencia y funciona así como fuente de inspiración para la humanidad. Destaco algunos pasajes:

No es seguro que hayamos inventado una belleza que nos sea propia. Todos nuestros motivos arquitectónicos y musicales, todas nuestras armonías de color y de luz, etcétera, son directamente tomadas de la naturaleza. (p. 83)

El genio de la Tierra, que es probablemente el del mundo entero, obra, en la lucha vital, exactamente como obraría un hombre. Emplea los mismos métodos, la misma lógica. Llega al fin por los medios que nosotros pondríamos en práctica; tantea, vacila, suspende y vuelve a empezar varias veces; añade, elimina, reconoce y rectifica sus errores como lo haríamos nosotros en su lugar. (p. 87) 

Además, Maeterlinck nos recuerda que el ser humano es parte de la naturaleza. Así, busca salir de la mirada antropocéntrica imperante en su época:

Durante mucho tiempo hemos puesto un orgullo necio en creernos seres milagrosos, únicos y maravillosamente fortuitos, probablemente caídos de otro mundo, sin vínculos ciertos con el resto de la vida y, en todo caso, dotados de una facultad insólita, incomparable, monstruosa. Es muy preferible no ser tan prodigioso, pues hemos aprendido que los prodigios no tardan en desaparecer en la evolución normal de la naturaleza. Es mucho más consolador observar que seguimos la misma ruta que el alma de este gran mundo, que tenemos las mismas ideas, las mismas esperanzas, las mismas vicisitudes y casi a no ser por nuestro sueño específico de justicia y de piedad— los mismos sentimientos (p. 91). 

Este posicionamiento, que busca tomar distancia del antropocentrismo a la hora de reflexionar sobre nuestro vínculo con la naturaleza, que propone reconocernos a nosotros, humanos, como parte de ella, va en sintonía con el de otros escritores de su época. Desde el otro lado del Atlántico, Henry David Thoreau también puso su mirada atenta sobre estas cuestiones y escribió varios libros sobre el vínculo del hombre con la naturaleza. Antes que ellos lo hizo la escritora naturalista Susan Fenimore Cooper, aunque recibiendo menos reconocimiento que sus pares varones, como lamentablemente es habitual que ocurra con la escritura de las mujeres.

En definitiva, La inteligencia de las flores es un libro que nos lleva a mirar atentamente una serie de pequeños acontecimientos que se suceden a nuestro lado y que probablemente ignoramos, ya que «nos creemos, demasiado vanidosamente, privilegiados» (p. 43). Es un libro que nos recuerda que tenemos más similitudes que diferencias entre humanos y no-humanos, las cuales no solo están vinculadas a nuestra materialidad y al formar parte de la naturaleza, sino también a nuestra percepción, nuestro sentir y nuestra inteligencia como seres humanos y más-que-humanos:

Diríase que las ideas acuden a las flores de la misma manera que se nos ocurren a nosotros. Tantean en la misma oscuridad, encuentran los mismos obstáculos, la misma mala voluntad, el mismo desconocimiento. Conocen las mismas leyes, las mismas decepciones, los mismos triunfos lentos y difíciles. Parece que tienen nuestra paciencia, nuestra perseverancia, nuestro amor propio; la misma inteligencia matizada y diversa, casi la misma esperanza y el mismo ideal (p. 67).

La inteligencia de las flores y otros ensayos florales es una lectura más que disfrutable para quienes nos obstinamos, invierno tras invierno, en estar rodeados de flores en nuestras terrazas, canteros y jardines. Para quienes, como Maeterlinck, nos preguntamos «¿Hay en nuestra tierra un ornamento más dulce de las horas de ocio que el cultivo de las flores?» (p. 147). 

Mientras escribo estas líneas, se marchitan las últimas flores que dan vida a la terraza que con mucho cariño cultivamos desde hace casi un año. Las únicas flores que quedan por estos días son las del copete, ruellia, brocha de pintor, incienso —que luchan contra el frío con cuestionable éxito— y una hermosa cangrejito o flor de mayo —ella sí más preparada para el frío—, que trajimos a casa tras la última visita a la feria de Tristán Narvaja, con la ingenua ilusión de hacer perdurar las flores en este gris de invierno.   

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