Lecturas y relecturas
Apuntes de un lector de traducciones
Por Martín Bentancor / Martes 09 de mayo de 2023
Serie «Archipiélagos». Micaela Van Muylem @micaelavanmuylem
Durante años, el escritor Martín Bentancor ha llevado una suerte de diario sobre la lectura de traducciones, una suma de apuntes sobre el oficio que, en muchos casos, rescata la voz de los propios traductores. Acá se comparten algunas entradas del diario en cuestión.
Todo lector es un lector de traducciones.
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En la portada de un libro traducido siempre debería figurar el nombre del traductor. No importa la fórmula con la que se lo presente; la omisión del dato es un gesto desleal para con el lector, el traductor y el autor.
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La anécdota contada por Ricardo Piglia. En algún momento tardío del agitado siglo XIX, el general Lucio Mansilla visita al general Bartolomé Mitre. El dueño de casa hace esperar varios minutos al visitante. Cuando lo atiende le ofrece las disculpas del caso, diciéndole que se encontraba traduciendo La Divina Comedia. La respuesta de Mansilla: «Muy bien. Hay que darle duro a esos gringos».
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Ernst Jünger, a los 100 años, a su traductor español Andrés Sánchez Pascual, entonces de 59: «Querido amigo: no se ha propuesto usted una tarea fácil, pero sé que la resolverá de forma modélica».
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¿Es verdad que fue Onetti el traductor del cuento «Todos los aviadores muertos», incluido en el libro Estos trece, cuya traducción firma Aurora Bernárdez?
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Cyril Connelly: «Traducir es el más delicado de los ejercicios intelectuales; comparado con él, los otros acertijos, del bridge al rompecabezas, parecen triviales y vulgares».
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En un pasaje de la novela Despair, el narrador de Nabokov desliza la aliteración «a fancy flag flapping». En la versión de Teresa Alfieri se lee el pasaje como «una bamboleante bandada de banderas al viento». Y en la versión de Enrique Murillo: «una ondeante banderola de fantasía». ¿Dónde quedó la figura?
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La traducción de José Salas Subirat del Ulises durante sus viajes en tren por Buenos Aires. La impronta del desplazamiento y el ruido ambiente filtrándose en la traducción. Cuenta Lucas Petersen que Salas Subirat descosió el ejemplar de ochocientas páginas para convertirlo en delgados cuadernillos fáciles de transportar. Salas Subirat lee en el original: «The wheels rattled rolling over the cobbled causeway». Y traduce: «Las ruedas resonaban rodando sobre la calle empedrada de guijarros».
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En el poema «I fiumi» Giuseppe Ungaretti repasa los ríos de su vida. Dice en una estrofa: «Questo è il Serchio / al quale hanno attinto / duemil’anni forse / di gente mia campagnola / e mio padre e mia madre«. En la versión de Giovanni Cantieri se lee: «Este es el Serquio / del que han sacado su agua / quizás durante dos mil años / la gente campesina de mi casa / y mi padre y mi madre». Y en la versión de Oreste Frattoni: «Éste es Serchio / del que saca agua / desde hace casi dos mil años / la gente mía campesina / y mi padre y mi madre». La imprecisión temporal del poeta en el tercer verso («forse») se mantiene en la versión de Cantieri («quizás») y se diluye en una afirmación aproximada («casi») en la traslación de Frattoni. El titubeo perdido en el pasaje.
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Marcelo Cohen inclinado sobre un diccionario de ornitología mientras traduce un pasaje de El peregrino. Silbones, mosquiteros, agujas, arrendajos, avefrías, cárabos, camachuelos y un centenar de especies de aves más cruzan el aire de Chelmsford para ser apresados por el traductor en un altillo de Buenos Aires. Al final de la tarde, luego de trazar con lápiz una marca en forma de zeta al inicio de un párrafo, Marcelo Cohen descubre a un hornero en el alféizar, a menos de un metro de su mesa de trabajo.
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Supe de la muerte del traductor José Manuel Álvarez-Flores mientras leía Poderes terrenales, de Anthony Burgess. La traducción es de José Manuel Álvarez y Ángela Pérez, su pareja. Cuando reabrí el ejemplar en la página 298, leí: «La luna era como una rodaja de mantequilla bretona con venas fromáticas y un ruiseñor derramaba ridículas cadencias. Las higueras exhibían lacios mitones y las adelfas desbordaban joyas sin corazón».
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El traductor Raúl Ortiz y Ortiz, músico frustrado: «Mi amor por las lenguas es el acatamiento de un destino».
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Nena querida: la traducción de un libro de William Saroyan que lee una adolescente Cristina Peri Rossi y que marcará sus futuros encuentros con varias amantes en diferentes ciudades.
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Juan Filloy tenía 100 años, en 1994, cuando fue traducido por primera vez. La novela Op Oloop, publicada en Holanda por la editorial Coppens & Frenks Uitgevers, inauguró una serie de traducciones que se habían venido posponiendo durante décadas. Más allá de la destreza y la entrega del traductor de turno, se me ocurren pocas tareas más arduas, intelectualmente hablando, que la traducción de una página escrita por Filloy.
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La paráfrasis de Chitarroni sobre lo que alguien decía de Kafka al escribir en alemán, no en su lengua materna: «Usaba las palabras como si tuviera que devolverlas al otro día».
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El cónsul mexicano Luis Maneiro traduciendo en Le Havre, a mediados del siglo XIX, las cartas de Lord Chesterfield.
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La sorpresa del traductor Albert Bensoussan cuando en un viaje a Buenos Aires se encontró con una edición local de Muerte a crédito, traducida por Néstor Sánchez, autor que él mismo tradujera al francés.
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Ese adjetivo que cae. En su traducción del cuento «La cruz azul», que arranca la saga del detective católico en El candor del Padre Brown, Alfonso Reyes traduce la línea «The shadow of a smile crossed the round, simple face of his clerical opponent» como «La sombra de una sonrisa cruzó por la cara redonda y sencillota del clérigo».
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Palabras de cuño joyceano entre los cuentos de Dublineses traducidos por Luis Alberto Sánchez: perdidoso, coloradote, venteó, cualquierita, bonancible, badulaqueando, ganapanes, acezante, cicatero, lentejueleaba, carcocha…
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Lydia Davis: «Y, no obstante lo que presupongas o te hayan enseñado, la habilidad más importante que el traductor pueda tener no es el dominio de la lengua ajena, sino la capacidad de escribir bien en su propia lengua».
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