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Caudales II: Segundo ensayo de una serie, por Gonzalo Baz

Por Gonzalo Baz / Jueves 19 de mayo de 2022

Caudales ínfimos o escondidos... Gonza Baz vuelve con estos ensayos y exploraciones de los cauces fluviales de Montevideo. Empieza reivindicando el buscar una nueva forma de mirar, pero, advierte, «También importa la propia superficie transitada, las montañas de hojas secas acumuladas durante sucesivos otoños, la membrana asfáltica tajeada, cubierta de hongos, plumas de las cotorras que habitan el árbol que miro todas las mañanas desde la ventana del apartamento donde vivo en Jacinto Vera».

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Un niño camina por el techo del mercadito y su presencia modifica el paisaje habitual. No solo es importante el descubrimiento de una nueva perspectiva, la posibilidad del campo de visión y el contraste de los lugares solo accesibles a través de la fantasía o la palabra. También importa la propia superficie transitada, las montañas de hojas secas acumuladas durante sucesivos otoños, la membrana asfáltica tajeada, cubierta de hongos, plumas de las cotorras que habitan el árbol que miro todas las mañanas desde la ventana del apartamento donde vivo en Jacinto Vera.

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Un poco más allá del mercadito, corre conectando caudales invisibles el arroyo Quitacalzones. No supe de su existencia hasta hace un tiempo. El recorrido es inexacto, se afirman diferentes versiones, pero quien camina por el barrio sabe que hay corrientes que atraen, sin saber por qué, a la búsqueda de algo incierto, una fuerza debajo de los adoquines. Agua buscando su flujo.

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En la parte de atrás de la construcción hay una escritura. La pintaron hace unos años, luego fue tapada con pegatinas de una campaña para la alcaldía, luego fue vuelta a inscribir y hasta ahora puedo leer desde mi ventana: «Mercadito pal barrio». El frente está compuesto por tres o cuatro pequeños locales. El último cerró el año pasado y solo quedó un espacio techado, del lado de afuera, donde duermen personas. A veces se escuchan gritos, peleas, conversaciones, risas. Por la noche el lugar es un agujero oscuro, invisible y a su vez mirador.

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En los últimos años se levantaron adoquines de la calle, se perforó el suelo, se exhibieron los tubos que drenan el arroyo. Los perros asomaron sus hocicos porque saben que los pozos también esconden y reservan, denuncian la expansión de un espacio y un tiempo sustitutos. Luego, se alejan aturdidos por el sonido del martillo neumático que se suma al repertorio sonoro del barrio, a los camiones del depósito de la cuadra, a las conversaciones elevadas de tono y a los ensayos en el club, al sonido de las hojas de los árboles y a los caños de escape de repartidores de Rappi o PedidosYa, a la Para Elisa en 8 bits del camión del gas, al tránsito de Garibaldi, a los maullidos desconsolados de gatos en celo.

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Los primeros mercaditos fueron construidos en 1927. El primero en el barrio Peñarol, el segundo en el Cerro. La intención era la regulación de los precios de los alimentos y mejorar la higiene de los locales de venta para evitar problemas sanitarios. Más tarde, en los años 60, se sumaron, con una misma arquitectura, otros mercaditos en Buceo, Parque Batlle, Malvín, Bella Italia, Jacinto Vera. Algunos funcionan hoy como oficinas municipales asumiendo e institucionalizando la idea de localidad que los mercaditos representaban. En otros casos se convirtieron en edificación abandonada, un cerramiento que a sus márgenes exhibe una variedad de objetos rotos, estructuras de cartón y frazadas apolilladas. Lo que era símbolo de localidad, ahora alberga periferias. 

Adentro proliferan mundos vegetales, fúngicos, animales, especies en mutación con las que convivimos sin ver. Fragmentos de ciudad negada, intuida, atravesada por caudales misteriosos. 

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«Mercadito pal barrio» podría ser un intento de devolverle al edificio su contenido simbólico abandonado o borrado por las nuevas funciones. Reclama la ficción barrial escrita en los edificios, la sensibilidad de los lugares.

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Todos se parecen o se parecieron, pero fueron adquiriendo rasgos singulares, influidos por su contexto, por la identidad colectiva que los habita. Tienen inscripciones, marcas, injertos y prótesis. Hay una grieta en el techo del mercadito de Parque Batlle abierta por la detonación de una bomba casera hecha en los años 90 por un pibe del barrio que se entrenaba para hacer atentados. Escuché esa historia varios años después, cuando yo era adolescente y hasta hoy me pregunto ¿cuál era el plan? Para ese momento, él ya se había convertido en un fantasma del barrio que caminaba a todas las horas con una botella de vino clarete, por las noches deambulaba por el Parque Batlle o alrededor de la puerta del Centenario si jugaba Peñarol. La grieta todavía serpentea el techo como una cicatriz.

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La oceanógrafa brasilera Heloísa Levitt narra en su libro Transborde cómo el océano avanza año a año hasta llegar a destruir la casinha da praia de su infancia. El libro empieza como un acercamiento a la tectónica marítima, pero de a poco va adquiriendo la forma de un tratado sobre la espera, la memoria de los lugares amenazada por la destrucción, además de una historia sobre su familia articulada a través de las vacaciones de verano. Leo este fragmento:

«El mensaje era claro, a través de los sueños de mis hermanas y míos, todos relacionados al océano, empezamos asimilar la idea de una inminente destrucción del lugar. Esas noches el océano se manifestaba sonoramente y aquellos sonidos se filtraban en nuestros sueños. Por las mañanas las ideas eran confusas, tomábamos el desayuno sin hablar, como si hubiésemos estado toda la noche en otro lugar».

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Vecinos de Jacinto Vera dicen que al caminar cerca de la edificación se escuchan murmullos que provienen de adentro del local. El tono hace pensar en una discusión, pero las palabras son incomprensibles. También se escucha un sonido acuático, un flujo constante vertiéndose sobre un estanque o, según otros, un recipiente que nunca termina de llenarse.

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