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Realidad no autorizada

Cocoliche de memoria

Por Macarena Langleib / Jueves 26 de octubre de 2023
Detalle de portada de «Copia original» (Koan, 2023).

Aun sin lazos familiares, sin herencia directa, la cocina italiana atraviesa infinidad de hábitos cotidianos y deja rastros en los recetarios más diversos, desde el formato álbum nostálgico de Valérie Losa, en Sabor italiano, a la apropiación creativa de Ainoha Aguirregoitía, con Copia original.

Es probable que a los más chicos ni les suene la expresión «polenta con pacarito», que sintetizó la miseria de los que cruzaron el océano hace más o menos un siglo (aunque parece que en Italia es un plato real). Hubo una época en que incluso prosperó el símil «más ordinario que canapé de polenta», pero perdió eficacia por fuerza de las modas. Cuando la polenta grillada o la polenta cremosa pidieron cancha en los menús de los restaurantes, el menosprecio ya no aplicaba. Las polentas de ahora se sirven con cortes antes baratos y hoy revalorados, como el ossobuco, o el ingrediente estrella que constituyen los hongos. 

Menos cuadra el insulto cuando una suerte de aspiracional italiano se cuela —amén de los esfuerzos gubernamentales por divulgar productos y costumbres— en los cánones del buen vivir. La cultura del aperitivo volvió por sus fueros, la dieta mediterránea nunca perdió reputación y con las cantinas y bodegones rescatados por obra de una maquinaria nostálgica, refundados por nuevas generaciones de cocineros, hay comida de inmigrantes para vender como focaccia caliente. 

Pero, además, está el cliché de comparar cualquier viñedo de adornado paisaje con la Toscana, de pensar que un aceite de oliva importado es mejor que el local e incluso de soñar con postres a los que precede una morbosa fama («Leave the guns, take the cannoli»). Y siempre habrá un pueblito italiano en las noticias curiosas, alimentándonos la ilusión de que podemos dejarlo todo y comprar una nueva vida en los Apeninos por un euro. 

Sabor Italiano, de Valérie Losa (Locarno, 1980), parece a simple vista mal indexado. Una cacerola de redondeles cándidos, sobre un mantel de un cuadriculado igualmente chapucero y encantador, ilustra esta «pequeña historia de los almuerzos de domingo». Acompaña los agradecimientos el dibujo de una botella y una copa de vino. No es contenido para niños, la mesa de novedades no se equivocó, aunque este conjunto encuadernado en tapas texturadas, con guardas amarillas, tiene todo de aquella disposición infantil. Este libro álbum de lenguaje llano, de relato parco, deja en las líneas flojas del dibujo, en la transparencia de la acuarela, el dato complementario y el resquicio emotivo.

 «Mis abuelos eran tanos». «Vinieron en barco para "hacerse la América”». Esa memoria común introduce sintéticamente el relato en las primeras cuatro páginas. Y establece un pacto sobre la base de experiencias compartidas. En las siguientes, saliendo de la casa familiar al pueblito originario, Losa vira su paleta a los tonos café, como el sepia o el blanco y negro de un flashback. Compaginando esas idas y vueltas, del pasado que le contaron al que ella vivió, concentradamente, en «¡ay, los domingos!», se configura un registro. 

Los recuerdos propios y ajenos son aromas y sabores de pasta casera, de ajo y de migas de pan fritos como aderezo «de pobre», si no había para queso rallado, pero también son las campanadas que nunca oyó y el ruido que hacía la alacena al abrirse, la imagen del mantel bordado que su nonna colocaba como un ritual o del repasador rejilla atado a la cintura del que lavaba los platos, o el atender la faena y el huerto o el clásico en la tele. Sus protagonistas más lejanos podrían haber habitado, quizás, en un sitio perdido entre montañas, como el del documental Bosco (Alicia Cano, 2020), pero entre los más cercanos calza casi cualquiera de nosotros, los portadores de apellidos italianos o los que, sin esa herencia, igualmente no conciben un 29 sin ñoquis. Porque, como escribe Losa, «en el mundo se hablará en inglés... pero se come en italiano». 

La edición que llegó al Río de la Plata es una adaptación argentina, del original, en italiano, hecha por Guido Indij, de La Marca editora. Como corolario de ese diario familiar se ofrece un puñado de recetas tradicionales —se indica quién pasó cuál— para probar suerte poniendo manos a la obra: básicamente pasta casera, salsa con albahaca, albóndigas y ciambelle de Caterina, esas rosquitas de masa de papa, fritas y espolvoreadas con azúcar, que muestra la portada. 

[Interior de Copia original (Koan, 2023)].

Este año, al presentar la candidatura para que la cocina italiana fuera declarada Patrimonio Inmaterial de la Unesco, fue definida en el documento como «un conjunto de prácticas sociales, hábitos y gestos que llevan a considerar la preparación y el consumo de una comida como un momento de compartir y de encuentro». Quizás por ese rodeo, que sortea con carpeta el engorro de aferrarse a platos o ingredientes, es que no sorprende tanto lo que plantea el documental E Il Cibo Va, El Viaje de la Comida Italiana (Mercedes Córdova, 2017): los rasgos distintivos de una cultura gastronómica que deriva, que se inserta expresivamente en cada territorio, en cada sociedad, nunca igual. 

Ejemplo fresco de esa apropiación creativa es el volumen Copia original, de la milennial valenciana Ainoha Aguirregoitía, editado por Koan (2023). Tras su diseño pop, la portada fucsia de cartón con solapas, donde un tenedor enlaza unos despeinados spaghetti (ambos resaltados en una impresión con barniz sectorizado) da cuenta del tono irreverente que se viene. «Antipasti, pasta, pizzas y un risotto», anuncia el subtítulo, como esas cartas que listan, austeramente, «pollo con papas», en contraposición a la declaración jurada y ampliada de cada minúsculo participante del plato con la que otros se pavonean. Y más adelante esta especialista en gastronomía y comunicación, con un doctorado por la Universidad de Alicante, lo dice articuladamente: «Este libro busca tener personalidad propia, si bien se inscribe dentro de los cánones de la cocina italiana, y es en esa búsqueda en la que cada plato se va a apartando, casi sin pretenderlo, del camino preestablecido».  

Hay que ver caso a caso de qué tenor son las osadías de Aguirregoitía, producto de su formación y de las visitas a osterias y trattorias en sus viajes. A veces se atreve a hacer mezclas fuera de guion, como hermanar dos clásicos: las salsa Alfredo y Cacio e pepe para unos bucatini. Otras, el encuentro es de mundos distantes, que resulta en una berenjena asada, pesto y huevas de salmón, por ejemplo, o en ingredientes impensados, como el panko y el chile chipotle para un pulpo en tempura con «pesto» rojo (que no es en este caso el pesto siciliano habitual, porque aligera los tomates secos con mayonesa y alioli). También trafica un gusto propiamente italiano en una receta foránea, como es la muy tentadora tarta tatin de tomate, sugerida, en lugar de postre, como aperitivo.  

Pero la ruptura no es total ni porque sí, ya que hay, por citar preparaciones sencillas, una ensalada caprese de pesto, una parmiggiana para la que resuelve con practicidad la salsa de tomate y una cantidad de paninis y burratas aliñadas originalmente. Ni qué decir que conjugar sabores de otras latitudes en una pizza es un juego más que extendido y por eso esta española propone, entre tantos más, pizza de chistorra (un embutido crudo) y tikka masala. Ya cuando se lee que sustituyó el guanciale de la carbonara por anguila ahumada, es otro asunto. 

Aguirregoitía habla de construir una realidad paralela, no autorizada: «Se trata de una copia original tal y como la entienden los imitadores de moda napolitanos, como ellos, creo que esta copia es la buena, la digna de colección, la original». 

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