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Ensayo

El guardián de las abejas

Por Leonor Courtoisie / Martes 04 de abril de 2023
Portada de «The Georgics: A Poem of the Land» (Penguin Classics, 2010. Trad. Kimberley Johnson).

Vivir vidas ajenas, obedecer a indirectas voluntades y escribir desde el dolor más lacerante... Leonor Courtoisie da cuenta de eso, porque «Tener la capacidad de elegir cuándo morir y hacerlo a cada rato es un descanso exigente, cabe renacer de manera reiterada y los partos son agotadores».

El mes pasado escribí sumida en el dolor más inmenso que sentí en toda mi vida. Pero no fue durante el dolor —que no cesaba— sino en el lapso de subidón que duró un surco de alegría. Defino alegría, a los tropezones, como aquello que aparece un instante bajo situaciones químicas que desconozco en un orden de comprensión racional: he estudiado, leído, mas, cotidianamente, habla la experiencia. Son los espectros, como sombras que generan descargas eléctricas, los que me impulsan a construirme individual y proceder. 

Así fue que Francisco me pidió que escribiera sobre algo que ya no recuerdo. Una sábana con ojos me solicita una presencia y me sugiere el placer de la memoria, despertando el primer pensamiento luminoso en mucho tiempo. Tener capacidad de acción, como si la práctica se pudiera sostener con el cuenco que forman dos bordes internos de las manos unidas, cuando hay otro que anima. El gesto de la palabra es tomar agua de ese recipiente inexacto que nos asume arcaicos. A veces está bueno tener amigos fantasmas. 

Las personas que quiero y están lejos me hacen bien porque cuando pienso en ellas puedo estar en otro lado que no soy yo. Florinda me hace estar en Bruselas mirando la nieve, Souheila en algún desierto tunecino, Giordano en el laberinto académico de los Estados Unidos y Flavia me hace estar en el Goes. Desplazarme o hacerme pedacitos, robar lo mejor de cada cual y vivir una vida que no es la mía, pero podría. El deseo es más simple cuando no es propio, actuar significa dejar de ser. Tener la capacidad de elegir cuándo morir y hacerlo a cada rato es un descanso exigente, cabe renacer de manera reiterada y los partos son agotadores. 

Francese está en París rodeado de cosas que se pudren, manifestaciones con fuego y sindicatos que apagan la luz de la casa de gobierno. Tiene ganas de que escriba sobre Aristeo porque cuando él era un jovenzuelo intrépido y quería ser poeta, le escribió un poema. Dice que, de ese mito, siempre le encantó que las abejas SALEN de adentro de los animales. Y escribe SALEN así, en mayúsculas, esfumándose como un querubín que puede ser figura religiosa o espíritu. Es hermoso cuando un tejido tiene origen en una aparición que demanda, cuando el cariño resuelve los quehaceres y una solo se inclina, laboriosa, al designio de indirectas voluntades, como la visión del hombrecito sitiado de naturalezas muertas.

De la miel aprendí que es uno de los alimentos más antiguos que conocemos. Qué dejar para un dios menor, protector de oro de números inimaginables en la historia del manjar, si una se cansa en la estupefaciente actualidad de frascos agrotóxicos. Lo pegajoso se adivina molesto pero puede ser perfecto. Existe la perfección y está hecha por el alma de las flores y unos insectos alados. Un néctar custodiado por un acosador que mató vacas y toros y fue casi que perdonado. El distante presente de narrar para entender las causas de las tragedias y las consecuencias de las acciones. Capaz es eso de Benjamin, dice Faf, todo documento de civilización es un documento de barbarie. 

Me resulta difícil comprender las ofrendas, el renacer volador desde la carne de las bestias muertas. El «Libro IV» de Las Geórgicas, de Virgilio, recomendado por la hermandad, no aclara ninguna duda, pero tranquiliza. Calmar el pensamiento con relato rural ajeno, ir al pasado grecolatino para refugiarse, como dice Alicia que le dijeron. Volver a leer como si se tratara de un códice simple y comulgar con la sentencia de mi querido Francisco: las narrativas de nene malo nene bueno no son interesantes. Es esa complejidad la que interrumpe y hace de la agonía un bálsamo, sobre todo cuando la perdición es tal que no podemos discernir la fábula más básica.   

Es sencillo: Aristeo encuentra a Eurídice, esposa de Orfeo, y se enamora como se enamoran las obsesiones. La persigue por los campos sin descanso hasta que la ninfa pisa una serpiente. Eurídice es mordida por el anfibio y muere. Las abejas se enferman y caen una a una. Aristeo sacrifica ganado para la puesta en escena de un altar exigente. De los cadáveres emergen nubes de abejas vivas. 

La primera vez que me picó una abeja fue hace pocas semanas —sumida en el dolor más inmenso— caminábamos por la playa con el amor y el pie presionó con fuerza la arena blanda sometiendo el cuerpo del bicho. No soy alérgica, pensé, y no sentí nada —ya no siento, cuesta sentir—, pero recordé. Imaginé el polen de Manuel Rodríguez, sus panales que son sus obras y el linaje dorado. Escuché a los Apicultores clandestinos, la banda brasilera del biólogo que se construyó un barco para navegar a la isla desde la isla. Y volví a contar una historia que tengo prohibido contar y que aquí no contaré para no despertar la cólera de quien lo prohibió, de los dioses y los enjambres.  

Desmesurada es la ira de las abejas; maltratadas, instilan veneno

en sus picaduras, y abandonan clavadas en las venas

sus invisibles aguijones; en la herida dejan sus vidas.

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