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Conversiones y fervores

El libro de las revelaciones: sobre «La gracia», de Thibault de Montaigu

Por Francisco Álvez Francese / Viernes 01 de setiembre de 2023
Portada de «La gracia» (Emecé, 2023) y retrato de Thibault de Montaigu.

La gracia, de próxima publicación en español, narra el camino de la conversión y de la religiosidad en un contexto que la considera algo caduco. Francisco Álvez Francese reseña esta novela del francés Thibault de Montaigu (1977) y, de yapa, compartimos un capítulo.

Cuando Saulo de Tarso relata a los gálatas su conversión en el camino de Damasco —tal como recuerda René Lévy en su ensayo La mort à vif (2020)— refiere a ella con la palabra griega apocalupsis, de la que nos llega «apocalipsis», es decir, literalmente, «revelación». Alcanza con darle a esa palabra su uso moderno, sin embargo, para entender este acto fundamental como un pequeño «fin del mundo»: como el hijo pródigo, el hombre estaba perdido y ahora se ha encontrado; estaba muerto y ahora, tras su conocimiento del Dios verdadero, vive. Pero antes, según lo quiere la historia, se queda ciego. 

Tras esa ceguera de tres días, el azote de los seguidores de Jesús que fue Saulo se transformará, dará vuelta su camino, y de defensor acérrimo de la Ley pasará a ser el artífice principal de lo que luego conoceremos como cristianismo. Para Pascal Quignard, en Los desarzonados (2012), este momento marca el renacimiento de Saulo, que desde entonces se llamará Pablo: «Triple milagro», dice Quignard: «Ve la gran luz. No ve nada más. Ve de nuevo en su nuevo nombre». Es el camino del creyente, y el del sacerdocio: una vez hechos los votos, la vida antigua queda atrás, el nombre antiguo queda atrás. Se vuelve a empezar. 

Por eso, de entre las muchas narrativas que hacen al catolicismo, pocas conmueven más que las historias de conversiones. San Pablo, Constantino el Grande, Agustín de Hipona, son casos paradigmáticos, a los que se pueden sumar nombres más cercanos en el tiempo como el de Charles de Foucauld, Paul Claudel, o Simone Weil. Pero también el de Francisco de Asís, el Poverello que será una figura central en la conversión de Christian, tío de Thibault de Montaigu sobre el que trata —al menos en parte— su último libro a la fecha, La grâce (2020), próximo a aparecer en castellano como La gracia, editado por Emecé, en traducción de Florence Baranger-Bedel. 

En una Francia en la que a menudo se discute sobre los orígenes religiosos de la nación y reclamarse católico parece un gesto reservado para los políticos de extrema derecha, La grâce no es el primer relato reciente sobre el reencuentro con Dios de un escritor, tema también de El reino (2014), de Emmanuel Carrère. No obstante, la comparación de ambas obras solo sirve para ver sus notorias diferencias. 

Ambos autores parten de un lugar común: la propia experiencia con la divinidad —inesperada en medio de unas vidas aburguesadas— se da en un momento de profunda crisis personal. Pero, mientras Carrère (que ve las cosas con distancia) utiliza las comillas para hablar de su «conversión», Montaigu decide evitarlas. Como varios de los mejores escritores franceses, Montaigu pertenece al linaje de Jean-Jacques Rousseau, y sus confesiones se nos presentan con total candidez, incluso en el ridículo. El autor, hijo de una familia aristocrática, no teme abrirse al lector en sus hesitaciones y en el absurdo asumido de su empresa. Porque, a pesar de no usar comillas, Montaigu se ve siempre tentado a alejarse un poco de su experiencia, que juzga (acaso sabiamente) anacrónica. ¿Cómo un hombre acostumbrado a los placeres terrenales, dado a las mujeres y a las drogas de diseño, puede recibir de golpe la Iluminación en medio de una depresión y empezar de pronto a creer, a creer en serio, que existe un Dios todopoderoso, creador del Cielo y de la Tierra, etc.? 

Montaigu encuentra casos en el pasado, en algunos de los ejemplos mencionados, en San Agustín y en San Francisco, por supuesto, pero también en su propio tío, que muere poco después de la conversión de su sobrino. Christian (nomen est omen, dice el adagio latino) se vuelve así el centro de esta búsqueda casi detectivesca que es un libro, pero también el derrotero del autor hacia el conocimiento de un Dios de amor y salvación. Como en toda buena historia, las cosas se dan ayudadas por el azar: el protagonista (en el que confluyen las figuras de autor, narrador, y personaje), al principio, vive en Buenos Aires cuando cae en una profunda depresión, tras lo que contacta, argentinamente, a una psicoanalista. A partir de esas sesiones, decide volver a escribir, esta vez un libro sobre el caso de Xavier Dupont de Ligonnès, el nantés que, presumiblemente, asesinó a toda su familia en 2011 y desapareció sin dejar rastros. 

Es en el curso de su pesquisa, mientras busca comprobar una hipótesis, que encuentra lo que no buscaba en la abadía de Sainte-Madeleine, en Le Barroux: «Dios estaba allí, dentro de mí y tras todas las cosas. Aquí y en ninguna parte a la vez, en lo infinitamente pequeño y en lo infinitamente grande, inmerso en el universo y el universo inmerso en él». Este lenguaje que podemos llamar místico, propio de los relatos de experiencia con lo sagrado, convive en La grâce con la anotación mundana; la hagiografía se mezcla, así, con el discurso íntimo, pero todo trabaja para crear un relato lleno de texturas, arborescente y concentrado al mismo tiempo. 

El proyecto inicial, casi de periodismo gonzo, da paso a otro que se transforma también en una investigación, esta vez más privada, más minúscula, que sigue los pasos de su tío, pero que supone de todos modos ciertos rigores: el autor viaja a los lugares donde Christian predicó o donde vivió momentos significativos, habla con conocidos, familiares, amigos, los entrevista, busca en archivos, recorre bibliografías, traza mapas de época, reconstruye tanto el linaje de los conversos católicos franceses más famosos como el mundo gay en el París de los años 70, intentando crear un retrato digno y, sobre todo, establecer un diálogo que, por diversos motivos, tío y sobrino no tuvieron en vida.

Decía al principio que el sacerdocio es también una forma de volver a comenzar, un «borrón y cuenta nueva», pero eso no significa, precisamente, que la otra vida no siga ahí, encantando como un fantasma al presente. Ese fantasma, guardado en la memoria, reprimido, es una pieza clave para entender la incomprensión, por parte del protagonista, de Christian. Es, en efecto, la materia con la que está construido ese muro de incomunicación que separaba al joven fiestero del tío sacerdote. Así, el libro se transforma en un camino, una vía de acceso privilegiado a la subjetividad del difunto, la construcción tenaz de la certeza de que hay vida después de la muerte.  

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Fragmento de La gracia, de Thibault de Montaigu (Emecé, 2023, 18-22). Trad. Florence Baranger-Bedel. 

2

Hay un momento, una edad, en que descubres con estupor que te han arrojado a esta vida sin motivo. Que podríamos no haber existido nunca y, sin embargo, que surgimos de la nada para volver un día a ella. Hay un momento, una edad, en que entramos bruscamente en el porqué del mundo, y la razón tiembla ante la idea de que no hay justificación para nuestra presencia aquí en la tierra. Tal vez algunas personas apenas sean conscientes de ello, o también descarten el pensamiento desde el principio, ya que no puede ser contemplado sin angustia. Tal vez algunos abandonen esta tierra sin siquiera pensarlo un momento, pasando por la vida como fantasmas entre otros fantasmas. Pero a aquellos que ahí se detienen, a los que imploran una respuesta, se les da a conocer la más alta y vertiginosa de las soledades. Y en esa soledad, en ese diciembre abrasador de Buenos Aires, yo mismo me había convertido en rehén.

 

No hubo ningún acontecimiento. Tampoco dramas ni señales de advertencia. Tenía treinta y siete años, estaba casado, tenía dos hijos y una pasión que se había convertido en la parte principal de mi trabajo. Incluso ese viejo sueño adolescente de mudarme al otro lado del mundo, a una ciudad desprovista de recuerdos, había podido lograrlo. ¿Y entonces qué?

De repente, había perdido todo deseo, toda voluntad, toda adhesión a la realidad. La más pequeña tarea me parecía requerir un esfuerzo insuperable, y pasaba los días crucificado a mi cama, esperando el sueño. Un sueño brutal e implacable que por fin me aliviaría de la fatiga de ser yo. Pero siempre llegaba la hora de despertar, cuando la luz del día me rasgaba los párpados. Entonces esos pensamientos, que creía desaparecidos, volvían a zumbar en mis oídos como moscas infatigables. Y nada —ni siquiera los cuartos de Lexomil tomados a diario, ni siquiera las palabras tranquilizadoras de mi mujer— los hacía callar. Vegetaba en una niebla de angustia y de desastre.

Lo que más temía era ver mi rostro demacrado en el espejo o, peor aún, cuidar de mis hijos. Me sentía tan mediocre, tan indigno de ser su padre, que llegué a creer, en mis horas más oscuras, que serían más felices sin mí, sin este tipo incapaz de abrazarlos sin querer romper en llanto de inmediato.

Todos los días, con las persianas cerradas, recluido en la oscuridad, consultaba en Internet los horarios de los vuelos a El Calafate. Huir a los confines de la Patagonia, abandonar a mi mujer y a mis hijos, organizar mi propia desaparición, era la única salida a mi pesadilla. Morir sin morir es lo que hubiera querido.

¿Quién me dio el número de Margarita? Ya no me acuerdo. En una ciudad con la mayor cantidad de «psi» que cualquier otra del planeta, supongo que consultar es la forma correcta de tratar la depresión, ya que hay que llamarla por su nombre.

Pensé que nunca lograría llegar a su consultorio. Aquel día hacía un calor de mil demonios. Los pocos transeúntes se hundían en las sombras de las paredes, mientras que por encima de ellos, irrumpiendo a través de las fachadas de los edificios, los bloques de aire acondicionado escupían un agua caliente y pegajosa. El sudor mismo de esta ciudad en expansión, agonizando bajo el sol.

Al final encontré el edificio, entre un restaurante kosher y una tienda de telas baratas. Toda la manzana estaba sumida en la oscuridad por un corte de electricidad, como suele ocurrir en esta época del año, debido a los aparatos de aire acondicionado que funcionan sin descanso. Tuve que subir por unas escaleras estrechas y encontré la puerta abierta. Margarita me esperaba en una habitación vacía y oscura, iluminada apenas por el día.

—Hola, Thibault. Te estaba esperando —excla-mó saludándome con un beso. Una pequeña mujer morena de unos sesenta años, que me sonreía con aire extático. ¿Cuánto hacía que nadie recibía mi cara sombría con tanto entusiasmo?—. Cuéntame, ¿cómo te sientes? —me preguntó después de invitarme a sentarme frente a ella en un sofá.

Es una gran pregunta. La única. Intenté explicarle, en un español vacilante, lo que estaba ocurriendo, pero cuanto más intentaba formular frases sensatas, mayor era la angustia que comprimía mis pulmones. Apenas me atrevía a mirarla. Poner palabras a mi malestar de repente se volvió aún más monstruoso. ¿Era realmente yo, este tipo que ya no sabía lo que significaba su propia vida? ¿Era yo, este tipo sentado en la oscuridad, a once mil kilómetros de París, confiando a una desconocida sus terrores infantiles frente a la expansión del universo?

Sentía vergüenza, pero Margarita me animaba a seguir con la mirada. Así que continué hablando indiscriminadamente, con la esperanza de que de aquel pastiche pudiera sacar una palabra, una frase, algo que me hiciera sentir mejor. Pero guardó silencio hasta que le mencioné mis planes de ir a la Patagonia.

—El Calafate —exclamó—. Pero no tienes ni idea. Es una ciudad espantosa. ¿Qué harías allí?

—No lo sé. No lo pensé —admití tontamente. 

Me sonrió.

—¡El Calafate, pero la verdad! ¿Qué te pasó por la cabeza? Verás, el problema ahora mismo es que estás demasiado angustiado como para pensar con claridad.

—¿Qué debo hacer?

—Dejar de pensar.

—Justamente, es lo que no puedo hacer. Tengo un motor en la cabeza, no para de dar vueltas. Necesito saber qué hacer con mi vida, de lo contrario moriré.

—No te preocupes. Ya lo descubrirás. Pero no ahora. En primer lugar, haremos un ejercicio. Cierra los ojos.

Lo intenté, pero no pude. Mis párpados se volvían a abrir de inmediato, me negaba a estar a solas conmi-go mismo. A solas con mis pensamientos morbosos y embriagadores.

—¡No puedo! ¡No puedo cerrar los ojos!

—No pasa nada. Probaremos otra cosa. Me dijiste que eras escritor. Me gustaría que escribieras a qué le tienes miedo.

—Hace semanas que no escribo nada. Ni siquiera puedo sostener una lapicera.

—Porque tienes miedo de lo que hay ahí, muy adentro de ti. Pero tal vez escribiendo encuentres la salida a esta crisis.

—¿Y si no la encontrara nunca?

—No te preocupes. Si empiezas a buscar, ya la habrás encontrado… Y estoy dispuesta a apostar que no será El Calafate.

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