Una huésped más
En defensa de una literatura enajenada
Por Jesús Cano Reyes / Viernes 01 de noviembre de 2024
Foto: George Shiras (1906).
Con la consigna de que nada de lo vivo nos debería ser ajeno, Jesús Cano Reyes aboga «por una literatura que en lugar de mirar hacia dentro mire hacia fuera, no solo a nuestros congéneres, sino a todos los seres vivos que pueblan el planeta». Un buen insumo para algunas de las actividades de la Noche de las Librerías el próximo viernes 8.
La mujer llegó a la vieja mansión de campo a través de un camino flanqueado de árboles. Comió cualquier cosa y, al caer la noche y empezar a percibir el olor de las flores nocturnas que penetraba desde el jardín, se dedicó a leer a la luz de una lámpara que atraía decenas de insectos. Sin darse cuenta, se quedó dormida con el libro entre las manos hasta que a la mañana siguiente se despertó muy temprano con el armonioso canto de los pájaros.
El párrafo anterior, inventado a modo de ejemplo, podría ser el fragmento de un cuento o una novela con problemas de redacción. Es posible que haya más de una razón para pensarlo, pero en este caso lo que llama la atención son las menciones a la naturaleza que hay diseminadas en tan pocas líneas. Como lector, he aprendido que, de forma habitual, si un escritor hace una referencia general a los árboles en lugar de señalar la variedad de la que se trata y aludir de manera específica a los álamos o a los castaños, es probable que tenga un conocimiento más bien limitado sobre árboles (salvo que, en el mejor de los casos, haya puesto en escena a un personaje que no sabe distinguirlos). Si un poeta habla del canto de los pájaros y no me propone más concretamente la melodía aflautada de un mirlo o los chillidos gozosos de un vencejo en su vuelo desenfrenado, entonces soy incapaz de ignorar el artificio verbal y no puedo escuchar nada. Los detalles son lo más importante, decía Vladimir Nabokov en sus clases de literatura, y sin duda ese es uno de los consejos fundamentales para poder construir en la ficción un universo nítido y no un escenario de trazo grueso o pixelado. Además, en lo relativo al mundo natural, la presencia o ausencia de referencias concretas tiene implicaciones particulares que no solo revelan una limitación en la escritura, como en cualquier ámbito, sino una insuficiencia de nuestra mirada que es el signo de una época.
El escritor y profesor Niall Binns ha invitado a pensar en la importancia de la biodiversidad poética; es decir, la cantidad y variedad de formas de vida distintas a la humana que habitan en un poema. Podemos extender fácilmente esta idea a la narrativa y al resto de géneros y tomar conciencia de la biodiversidad presente en los textos literarios para poner de manifiesto hasta qué punto la flora y la fauna son seres de pleno derecho en su interacción o son un mero paisaje de fondo para nuestras propias tribulaciones. La poeta estadounidense Mary Oliver, devota incondicional de las maravillas de la naturaleza, escribió que todo poema debería siempre contener pájaros. De la misma manera, podríamos decir que todo texto literario debería incluir, de un modo u otro, a los demás seres vivos con los que los humanos compartimos el asombroso misterio de la vida.
«Soy un hombre, nada de lo humano me es ajeno», escribió Terencio en el siglo II a.C; hoy habría que adaptar el aforismo y decir, en su lugar: «Soy humano, nada de lo vivo me es ajeno». Si hace ya más de 2000 años el ideal virtuoso de la humanidad radicaba en poder sentir y expresar compasión y admiración hacia nuestros semejantes, en el siglo XXI deberíamos trasladar también esa estima al resto de seres vivos: una humanidad deseable, hoy en día, sería aquella que supiera salir de sí y reconocerse íntimamente en las diferentes especies. Por eso, cuando la imagen de un planeta habitado en su integridad por humanos nos resulta una distopía insoportable, el reflejo de una literatura antropocéntrica debería provocarnos el mismo desagrado.
No es mi intención afirmar que la misión de la literatura pase por abordar en lo temático el problema de la crisis climática o de nuestro vínculo con los animales: la unión de cualquier consigna con el arte deriva siempre en una relación tóxica. No, se trata más bien de ampliar el enfoque y conseguir que los escritores no solo miren en sus historias a los seres humanos a la par que implícitamente consideran a las demás formas de vida como los elementos constituyentes de un paisaje que nos pertenece, aunque en realidad no nos importe. El desafío de la literatura del siglo XXI, como ha argumentado la escritora María Sonia Cristoff en la revista Cuadernos Hispanoamericanos (887, julio-agosto 2024), está en cómo plantear poéticas que se encuentren dentro «de una perspectiva de mundo en la que la especie humana haya dejado de ser dueña para pasar a ser una huésped más».
Se diría que nunca como en las últimas décadas ha tenido la literatura una órbita tan corta en torno al yo. Es comprensible, pues los seres humanos hemos sabido hacernos mucho daño, estamos francamente mal por ello y en consecuencia nos cuesta trabajo mirar más allá de nuestros desgarros. Todos los dolientes son unos ensimismados y muchos de ellos además escriben, pero solo un porcentaje pequeño de quienes lo hacen logran producir obras de arte que resulten relevantes política y estéticamente. La mayor parte de esos textos no funcionan por varias razones, pero una de ellas, la que aquí me interesa, es porque una literatura absorta, una escritura abismada en el individuo, no alcanzará nunca a recrear un territorio completo y autosuficiente, un universo posible que dé cuenta de la riqueza y variedad de las vidas que lo componen. Una salida posible al solipsismo de las narrativas contemporáneas es abogar por una literatura que en lugar de mirar hacia dentro mire hacia fuera, no solo a nuestros congéneres, sino a todos los seres vivos que pueblan el planeta. Ha llegado la hora de encaminarse a una literatura enajenada, pero no por haber perdido la razón, sino por haberla encontrado en lo ajeno, en lo otro, en la entrañable comunión con lo distinto que se establece cuando uno es capaz de superar los límites del yo. Solo enajenándonos, saliendo de nosotros mismos para ver a los demás, podremos comprender algo sobre lo que somos. Solo así, con nuestra atención enfocada en las vidas prodigiosas de este mundo raro que nos excede, podremos volver a tener, aunque parezca paradójico, una literatura plenamente humana.
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