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Navidad

En honor a Nora, al flan de mi abuela y a los rituales navideños

Por Pía Supervielle / Miércoles 21 de diciembre de 2022
Célebre escena de «¡Socorro! Ya es Navidad», 1989.
Para quienes la Navidad sea sinónimo de comida, lean sin demora este texto de Pía Supervielle sobre los rituales caóticos y memorables de las navidades en el hemisferio sur. 

Los recuerdos llegaron sin avisar. Fue en octubre y los trajo un libro pequeño, sabio y conmovedor que, casualidad o no, se llama No me acuerdo de nada y es una compilación de columnas, reflexiones y listas que escribió la guionista, directora y periodista estadounidense Nora Ephron. El volumen se publicó en 2010 y, hasta ahora que lo tradujo Catalina Martínez para Libros del Asteroide, era inédito en español. 

En el texto «Cena de Navidad», Ephron escribe lo siguiente: «Por una noche al año somos una familia, una familia alegre, improvisada, una familia de amigos. Nos hacemos regalos sencillos, pronosticamos los acontecimientos del próximo año y cenamos».

Nora Ephron era judía y, sin embargo, durante más de dos décadas celebró una cena tradicional de Navidad. No tengo muy claro a qué se refiere con eso de una cena tradicional de Navidad, pero, desde el hemisferio sur y con el calor azotando las noches, puedo visualizar en mis celebraciones familiares todas las rutinas culinarias que narra Ephron. 

Siempre hay alguien que lleva la entrada y suele ser la persona que no sabe o no le gusta cocinar. 

Yo. 

Los que ponen la casa se encargan del plato principal. 

Mi hermano Bernardo y Sofi. 

Los que se destacan por sus postres. 

La suegra de mi hermano. 

Ephron, parece, también era una de esas. Y su íntima amiga Ruthie era la otra. La especialidad de Ruthie era el budín de pan y Ephron solía llevar tres opciones: algo de chocolate, una torta de fruta y un budín de ciruelas que, aparentemente, solo comía ella. En realidad casi nadie elegía sus postres; era imposible ganarle al delicioso budín de pan que año tras año todos los comensales de la cena esperaban. El problema apareció cuando Ruthie murió y con ella su postre. La Navidad siguiente Ephron decidió hacerlo en su honor. 

*

El recuerdo, a veces, aparece en los lugares más inesperados. Mi abuela Chola, la madre de mi mamá, tenía dos platos imbatibles: la torta boba (boba le decía ella porque no tenía ningún misterio: era un bizcochuelo con una cantidad exageradísima de manteca que rellenaba con dulce de leche y aparecía solo en los cumpleaños) y el flan de choclo. El flan de choclo era su verdadera obra de arte, una mezcla imposible y perfecta entre lo dulce y lo salado, un manjar de los dioses que siempre le pedían que hiciera para acontecimientos especiales; la receta que había repetido tantas veces que no estaba escrita en ningún lado. El flan de choclo era la estrella en la mesa de Navidad y tenía que ir acompañado por un collar de trozos de jamón cocido a su alrededor. Mi abuela murió hace varios años y ahora la que hace el flan es mi madre. 

Si me esfuerzo un poco hay decenas de platos navideños que aparecen en mi memoria sensorial —los huevos rellenos, el arrollado de palmitos, el carré de cerdo con puré de manzana, el cordero y toda la liturgia del horneado que hace mi padre—. Ninguno tiene tanto peso afectivo como el flan de Chola. 

Y la receta sigue sin estar escrita en ningún lado. 

*

Le pregunto a mi novio por sus navidades en Paysandú y me responde: «Mis recuerdos de Navidad están marcados por el fuego prendido». Nunca viví una Navidad con asado. Sí viví una Navidad con pavo. Fue en Rotterdam, Holanda. Pasamos con dos amigas, mi hermano Francisco (el ideólogo de cenar pavo) y algunos uruguayos más que estaban trabajando en una obra en las afueras de esa ciudad. No me acuerdo de nada de la cena, pero jamás me voy a olvidar de la carne dura del pavo al horno. Fue la única vez en la vida que pasé Navidad fuera de Uruguay.

Pregunto en mi oficina sobre rituales, rutinas y clásicos de la celebración. La mitad responde: asado, asado, asado y más asado. Alguien cuenta de un tío jubilado que varias semanas antes manda el menú a un grupo de WhatsApp llamado Camino a Navidad. Así que los integrantes de esa comilona ya saben que el asunto va a arrancar con picada de parrilla —chinchulines, chorizos, morcillas, entre otros—, seguirá con cordero y pulpón. Para los vegetarianos o los que necesitan algo de otro color, habrá ensaladas varias. 

La otra mitad es la de las mesas frías: la ensalada rusa de la abuela con todos los ingredientes cortados puntillosamente del mismo tamaño, la lengua a la vinagreta, una tarta de pionono agridulce, pollo arrollado, un paté de cerdo que es el favorito de los primos de la familia, un matambre cortado bien finito, la clásica ensalada waldorf. 

Nadie menciona ni los turrones, ni los budines, ni el pan dulce o el panettone. No salgo de mi asombro, espero con ansias la llegada de diciembre porque es el mes en el que desembarcan, sobre todo, los turrones, mi auténtica perdición de las fiestas. Mi padre dice que en otra vida fui una hormiga, porque siempre encuentro el azúcar. Tiene razón. 

Por fin aparece un postre: la mousse de chocolate de la abuela que viene de un restaurante en Francia y que ahora hace el nieto. La mousse siempre va en una fuente enorme y dorada que solo se usa para esa ocasión, en el medio lleva un jazmín como decoración y se acompaña con champagne extra brut. 

De todas maneras, el primer premio de mi oficina se lo lleva Silvia. Silvia es venezolana y hace cinco años que vive en Uruguay. Cuando le pregunto sobre los rituales gastronómicos de Venezuela me mira con cara de agotamiento. Me habla de la hallaca, el tiempo que lleva su preparación, que hace meses que compró los ingredientes, que se consiguen en Montevideo, pero hay que buscarlos con tiempo. Silvia está estresada porque este año parte de su familia, radicada en Chile, viene a pasar la Navidad en Uruguay. Entonces hay que desplegar el ritual venezolano. Y esto significa que hay que ponerle mucha dedicación, muchas horas en la cocina y también mucha producción. Significa, además de los platos de rigor, decorar bien la casa y después sumar maquillaje, vestido y tacos. La celebración venezolana es exigente. Silvia quisiera que la Navidad pudiera sintetizarse en dos palabras: tequeños y pijama. Pero no, este 2022 habrá hallaca y de postre probablemente dulce de lechosa y torta negra. Quiero que me invite, pero no se lo digo. 

*

Gabriela Miconi y Lucía Soria son cocineras argentinas radicadas desde hace varios años en Uruguay. Las dos vienen de publicar sus libros este 2022. Gabriela, primero, colaboró con las recetas de Tierra y recientemente publicó, junto a Inés Marracos, Picadas. Lucía, por su parte, acaba de presentar Lucía Soria en tu casa

«Pienso que en las mesas de diciembre, el rol social del alimento pareciera encontrar su máxima expresión», dice Gabriela que, esta Navidad, llevará garrapiñada salada y turrón casero que —cuenta— recién ahora le sale como le gusta. En su caso, el ritual familiar que se repite es prender el fuego al atardecer y terminar de preparar en familia, música, baile y tragos espirituosos mediante, la picada que antecede la cena navideña. Pero antes está el momento práctico: como son muchos, el fin de semana anterior hay un sorteo de preparaciones que le tocarán en suerte a cada uno de los comensales. Gabriela dice que, bajo ningún concepto, se puede pedir cambio. 

Lucía, a diferencia de los años anteriores, no se va a encargar de los platos principales. De hecho, dice que, por suerte, no se va a encargar de nada. Esta vez la Navidad la pasan en Punta del Este en casa de su madre y no en su casa de Garzón como era habitual. Así que el plan es simple: pan dulce y algún vino rico. Desde que vive en Uruguay, las Navidades de Lucía suelen tener menos rutinas y rituales. Pero hay un plato que Soria elige mencionar: la ensalada de papas, una receta que viene de su abuela Mamina y que ella sigue haciendo. «Favorita eternamente», dice. 

Para Lucía la gracia de la Navidad es que no complique a nadie, que cada uno colabore sin importar qué tan ducho sea en la cocina y que haya buenas mesas de ensaladas y después de postres. El resto puede ir variando: a veces será un cochinillo, otras corvinas. 

«Para mí las fiestas están estrechamente asociadas a la comida. Tal vez es porque a mí me gusta mucho comer y en estas fechas se comen cosas muy clásicas que después no se comen en el resto del año: pan dulce, los turrones, el vitel toné. La celebración suele ir acompañada de comida porque es algo que nos da mucha alegría y placer. Sentarse en una mesa, compartir un un buen rato, charlando y comiendo es una de las cosas más lindas de la vida», cuenta Lucía. 

*

Este año mi Navidad va a volver a ser mezclada. Pasamos, junto a mis padres y a mi hermano Francisco, en lo de mi hermano Bernardo, Sofía y mis sobrinos Juana y Bito. También se suma la familia política. Aún no sé cuántos somos, pero vaticino una muchedumbre muy ruidosa. Hace unos días le escribí al dueño de casa para decirle que tenía un champagne para la cena del 24. «¿Qué más se te ocurre? ¿Postre? ¿Picada?», pregunté. Reitero que la cocina no está entre mis mejores habilidades. Me respondió: «Perfecto el champagne. La comida todavía estamos viendo cómo cranearla». 

Hoy es domingo, faltan cinco días para el acontecimiento. Hablo con mi madre. Le pregunto si hay novedades de la cena de Navidad. Me dice que no. Y a los segundos añade: «Tu hermano me pidió el flan de choclo».

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