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Vida en común y bienestar posible

La salud mental como derecho en Uruguay

Por Cecilia Baroni / Jueves 10 de octubre de 2024
Vestimenta en miniatura. Artista Ica. Siglo XII-XIII. Met Museum.

«No queremos un sistema que atienda los padecimientos que él mismo genera, sino que debemos transformar al sistema para que no nos enferme»: con motivo del Día Mundial de la Salud Mental, la psicóloga Cecilia Baroni escribe un texto lúcido e imprescindible. 

Pensar en términos de salud mental es hacerlo en las diversas dimensiones que la componen: política, técnica, administrativa, humana. 

A nivel político, tenemos que considerar que Uruguay, así como Argentina y Brasil, cuenta con una herramienta: tiene una Ley de Salud Mental. En nuestro país, la Ley 19.529, explicita algunos derechos de las personas ubicadas en tanto posibles «usuarios» de salud mental. Desde una perspectiva de derechos humanos, impulsa una concepción de salud mental comunitaria y colectiva. Esto no se hace desde el capricho o desde estar a favor o en contra de algunos modelos o determinados abordajes en salud. Los cambios propuestos, así como las perspectivas que se sugieren para los abordajes de otros seres humanos, son fundadas a partir de experiencias e investigaciones que demuestran, entre otras cosas, que las concepciones tanto de salud como de sufrimiento, en este caso psíquico, son construcciones sociohistóricas y que las mismas son funcionales a las concepciones de sujeto que se promuevan. 

En este sentido, es bueno recordar que este año celebramos los cien años del nacimiento de Franco Basaglia y los cien años del manifiesto surrealista. Estas dos celebraciones son importantes para el movimiento antimanicomial, ya que, por su parte, Basaglia logró, en 1978, cerrar el primer manicomio en la ciudad de Gorizia y demostró que era posible hacerlo. Cabe agregar que, en la actualidad, Italia logró cerrar los 72 manicomios con los que contaba. A su vez, el movimiento surrealista pudo alojar la locura y liberarla de la «enfermedad mental», generando otros espacios y encuentros posibles con ese «loco» bueno y creativo que todos llevamos dentro. 

Por nuestra parte, en Uruguay estamos a un año del plazo que nos dimos por ley para cerrar los manicomios en Uruguay. Hay anuncios de que eso no va a suceder; parecería que necesitamos tener esas moles abiertas como señal o símbolo de que si enloquecemos (sí, tú, él/la/los que luchamos por no enloquecer) nos espera el manicomio.

Mientras tanto, a siete años de aprobada la ley y a cuatro de la pandemia, aumenta el malestar generado por un sistema que excluye y explota. Los discursos en los que «la salud mental» está presente son cada vez más y, en general, denotan malestar o es un término que se usa como sinónimo de «enfermedad mental». Son discursos que, en definitiva, hablan de un malestar en aumento que, a su vez, refuerza el modelo que se quiere transformar. No queremos un sistema que atienda los padecimientos que él mismo genera, sino que debemos transformar al sistema para que no nos enferme. 

La salud mental entendida como un campo complejo y como un derecho está muy lejos de concebirse solamente como un servicio de atención, o sea, como una forma en que la persona accede a mejorar su malestar y, por ende, su sufrimiento psíquico. Salud mental es pensar también en términos de promoción y prevención de algunas formas de padecer (uso abusivo de sustancias, depresión, ansiedad, etc.) que encarecen los servicios de salud, pero sobre todo que hacen que algunas vidas se pierdan antes de tiempo o estén condenadas a la exclusión y al ostracismo. Y es que si no pensamos en por qué nos sentimos mal, nos alejamos de las condiciones que generan nuestro malestar, e incluso olvidamos que el sufrimiento psíquico se expresa por medio del cuerpo y de las emociones. También, que si no logramos generar condiciones dignas de vida es muy difícil obtener bienestar. En tiempos en los que vemos «almas atrapadas en cuerpos cansados» las redes se llenan de publicidad y consejos en torno a cómo hacer para cuidar la salud mental. 

Corre el 2024 y, como dije, siguen existiendo manicomios en Uruguay. Grandes y pequeños. Los grandes los administra el Estado y los pequeños lo hacen mutualistas o empresas privadas que a veces pueden acompañar con mayor confort abordajes que no atenten contra los derechos básicos de las personas. Tenemos a su vez, grandes puertas de entrada a los dos abordajes más conocidos y por ende avalados por grandes mayorías: el encierro (o aislamiento) y la medicación. 

Una persona compartía que le llamaba la atención haber ido a un velorio y que todas las mujeres tomaran fármacos para calmar la angustia insoportable. Pensando la situación, reparamos en que seguramente esa fue la solución que se ofreció o a la que se accedió para aliviar rápidamente ese sufrimiento. Puede haber otras formas, pero en esta pequeña anécdota vemos cómo vamos naturalizando y legitimando abordajes y formas de resolución de algo tan humano como sentir angustia, ansiedad o celos, envidia, amor infinito, miedo o alegría excesiva a través del uso de fármacos que apaciguan el sufrimiento psíquico. Ese también, y sobre todo, es un problema de mercado: de oferta y de demanda. En consecuencia, la salud mental es un tema ético y político, de cómo se aborda, desde qué concepciones, pero también de quien accede y cómo a diversas soluciones que redundan en mejorar la calidad de vida. 

Lamentablemente, hoy en Uruguay el abordaje de diversos padecimientos psíquicos es desigual y genera inequidades, ya que sigue habiendo abordajes para «pobres» y otros para personas con más recursos. Sin embargo, se da la paradoja de que el Estado uruguayo está obligado a cumplir no solo con leyes nacionales sino con acuerdos internacionales. Esto genera que brinde una oferta de posibilidades que habla de un cambio en la mirada de las personas que necesitan ayuda. Por ejemplo, a nivel de la salud pública o de desarrollo social, se ha diversificado la oferta para atender diversas problemáticas que hasta hace muy poco eran tratadas de la misma manera o directamente no había respuesta. Obviamente que para que esto funcione de forma digna se depende del presupuesto que se tenga y el uso del mismo, así como de determinar qué se va a priorizar, porque, como ya sabemos, los presupuestos son finitos. Lo cierto es que, a la hora de priorizar, se prefiere abaratar costos y ello va en detrimento del nivel de atención o del bolsillo de quienes se tengan que hacer cargo de su salud. 

Volvemos a la inequidad, y a un sistema que hace responsable a la propia persona de que debe estar bien y de hacer todo lo posible para hacerlo. Se refuerza así, un sistema que profundiza el individualismo y, por ende, que la salud mental es un problema de cada uno. Podemos decir entonces que está en mejores condiciones de salud el que puede, no el que quiere, nos alejamos de buscar soluciones y salidas colectivas para estar mejor, no uno, varios, todos. Y es que ¿podemos estar bien cuando vemos la cantidad de personas que se suicidan por año o la cantidad de homicidios y feminicidios? ¿Podemos estar bien con las cárceles hacinadas y con la cantidad de gente que cada día se suma a estar en situación de calle?. Podemos sí, ya que pensamos que no es un problema nuestro, que no nos va a pasar porque hacemos de todo para que no nos pase.

El mundo duele y nos anestesiamos para que no duela y sentirlo ajeno, sentirnos seguros y sentir entonces que no vamos a enloquecer. Pero sentir que no nos va a pasar a nosotros tiene un costo que parece ser alejarnos de la vida en común, de aquello que nos hace humanos y nos protege del espanto o nos brinda las alegrías del encuentro. 

Me gusta decir que tenemos que pensar la salud mental en clave de siglo XXI, pensarla como campo a cultivar, con sus tensiones y sus desafíos, con su perspectiva de derechos, inclusiva y feminista. Las ciencias psi han hecho mucho por nosotros pero también han generado daño y de esos daños se debe aprender sobre todo para cambiar nuestras prácticas. Para tener una idea, lo que antes era considerado un primer recurso de atención, como por ejemplo internar a una persona, hoy es el último recurso. Y eso ¿por qué? Por un lado, porque la misma ciencia ha investigado los impactos negativos del encierro prolongado en el proceso de recuperación de una persona. Por otro, cientos de sobrevivientes de la psiquiatría, intelectuales, escritores, artistas, poetas, activistas, han logrado sensibilizar/denunciar las prácticas que en nombre de «la cura» han tenido que vivir (y viven) algunas personas. Nos dice la poeta Marisa Wagner durante una de sus internaciones:

Hace 731 días que no hago el amor/ que no como papas fritas/ que no voy al cine/ que no me tomo una cerveza/ que no veo a mis amigos. Hace 731 de todo, o casi todo. Hoy hace dos años que llegué al hospicio. ¡Feliz Cumpleaños! Voy a brindar tomándome las pastillas de un solo trago. 

No nos cansaremos de decir que en el Uruguay los considerados loc@s-pobres siguen siendo tratados como si hubieran cometido un delito a la vez que con cierto miedo y a veces asco… y por parte del Estado agreguemos: con desidia. 

Desde movimientos como Orgullo Loco resaltan la necesidad de dejar de lado concepciones como la de «enfermedad crónica» tomadas del modelo biomédico y comenzar a pensar en términos de subjetividad: ser loco/a no es ser enfermo, ni crónico. Pensar en clave de derechos humanos, de integración social y educativa (recordar que los «locos», «raros», etc, estaban, hasta hace muy poco, excluidos de la vida social) ha logrado modificar todo. Pensar cómo hacer para que «las personas» estén en el centro lleva a modificar desde la arquitectura de los establecimientos hasta la formación de los trabajadores. Implica tener las leyes y las normas presentes, por ejemplo las relacionadas a garantizar la accesibilidad de las personas en situación de discapacidad física para que nunca más una persona quede afuera de algo por no poder subir una escalera. Pero sobre todo implica dejar una cultura que avala la exclusión, el maltrato y la burla como modo de relacionamiento de los sujetos. Estas son prácticas sostenidas en relaciones de poder en las que prima la cosificación del otro y, por ende, la deshumanización. Quitar la categoría de humano a otro, de por sí diferente, visibiliza que no todas las vidas parecen tener lugar; entonces hay que generar las condiciones para su integración o generar espacios amigables con la diferencia, sea cual fuese, para que esta tenga lugar. En este punto, vale la pena advertir que la alerta también es ante un capitalismo que lo capta todo y que mercantiliza la «salud mental», en manos de farmacéuticas y clínicas privadas, a través de sus hermosas publicidades, y nos promete salvarnos o alejarnos si la vida nos agobia. 

Entrando al primer cuarto del siglo XXI, con internet y los cambios subjetivos que produjo en cuanto al manejo del tiempo y del espacio, saber esperar sin desesperar es algo que tenemos que volver a reaprender así como las formas de pensar y nombrar lo que nos pasa. Este ya es un nuevo Uruguay, con sus grises y sus sombras, en el que diversos colectivos han conquistado derechos y generado un camino por el que, día a día, nos enseñan lo mal que nos ha hecho «etiquetar» a las personas ya sea por sus «diagnósticos» (bipolar, depresivo, esquizofrénico, etc), como por su apariencia física, su procedencia o su orientación sexual. 

Uruguay todavía está a tiempo de profundizar en la construcción de una matriz de derechos en la que la vida en común y el bienestar sea posible, pero sobre todo en la que aprendamos de otras sensibilidades y otras formas de habitar el mundo. 

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