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Notas críticas

Las voces de cada lengua

Por Isabel Retamoso / Miércoles 27 de marzo de 2024
Aharon Appelfeld.

El vínculo que une la escritura con la lengua materna no siempre es tan esencial como se cree. Isabel Retamoso revisita la obra de cuatro escritoras y escritores que, por razones diversas, se apropiaron de la lengua extranjera para algo tan íntimo como la creación propia. Una excusa para leer literaturas que trabajan sobre la extrañeza y la ajenidad.

En el libro Contra Saint-Beuve, editado en 1954 luego de la muerte del autor y en el que se recogen sus críticas literarias, Marcel Proust escribía: «los bellos libros son escritos en una suerte de lengua extranjera. Debajo de cada palabra, cada uno de nosotros encuentra un sentido o al menos una imagen, que suele ser un contrasentido». De este fragmento surge una idea planteada por el psicoanalista y traductor uruguayo Edmundo Gómez Mango (1940-2019) en su artículo titulado «L’infantile en langues» [Lo infantil en lenguas], publicado por Presses Universitaires de France en 2010. Ahí, Gómez Mango plantea que «el escritor se sumerge en una lengua que no puede elegir, que se impone ella misma» (la traducción es mía). 

El multilingüismo parecería no ser un fenómeno extraño a la literatura. Las observamos en Vladimir Nabokov, Joseph Conrad y Samuel Beckett, quienes escribían en idiomas aprendidos en la madurez por asuntos de exilio lingüístico, y también en las teorizaciones más contemporáneas sobre bilingüismo e identidad planteadas por Sylvia Molloy en su libro Vivir entre lenguas (Eterna Cadencia, 2016), en el que examina, con su particular ensayística, un posible recorrido por las tres lenguas en las que se formó en la infancia, que la habitan y a la vez la desterritorializan. 

En este texto trataré sobre cuatro autores, sus autobiografías a partir de la lengua y cómo se constituyen a partir de la lectura. Estos se dividirán en dos grupos: aquellos que escriben desde un verdadero poliglotismo, es decir, habiendo nacido en el seno de familias bilingües o de gran circulación lingüística; y los que se exilian en otro idioma al momento de escribir, en segundas lenguas aprendidas en la madurez. 


La lengua natural

Comienza con el rojo. En La lengua absuelta (1971) Elías Canetti (Ruse, 1905 – Zúrich, 1994) narra su primera memoria, que es la memoria de la lengua. De la lengua en forma literal: cuando no tenía más de tres años, el pequeño Elías, acompañado por su niñera, es enfrentado a un soldado que le toma la lengua entre los dedos y amenaza con cortársela. Esta imagen inicial ejemplifica: las memorias del escritor búlgaro, escritas en alemán, giran en torno a la idea de la palabra amputada. Alrededor de la lengua y alrededor de la pérdida: a pesar de hablar ya cuatro idiomas, con el ladino como lengua infantil, a los ocho años es forzado por su madre a aprender el alemán, idioma de amor entre ella y su recientemente difunto marido. Es alrededor de éste que se estructurará el recuerdo: Canetti dice recordar todo en alemán. Es también la lengua de la literatura. Canetti es un escritor monolingüe. 

A su vez, Aharon Appelfeld, nacido en 1932 en Stara Zhaova, hoy parte del territorio ucraniano, fue también hijo del poliglotismo, ecuación en la que el alemán, el yidish y el rumano se entremezclaban en el día a día. En su caso, lo que narra en el libro Historia de una vida (1999) es la guerra y la muerte de la madre: no solo pierde el hogar al ser desplazado a un campo de concentración a los ocho años y luego forzado a vagabundear por los bosques europeos hasta finalmente embarcarse a Israel, sino también, y sobre todo, pierde a su madre, asesinada por los nazis. Es por esto que en gran parte de la infancia y buena parte de la juventud le es negada la palabra. Este silencio forzoso, producto del trauma, otorga al autor nacionalizado israelí una comprensión real de la lengua: sabe que para poder manejar un idioma hay que tener una conciencia profunda de él, no solo aprender las palabras. Cuando llega a Israel, por lo tanto, y luego de hacer el servicio militar y sufrir de una soledad casi absoluta, Appelfeld se introduce en el incipiente universo literario del país y en la larga tradición de escritores judíos, en la búsqueda de su propia identidad literaria. En este autor aparecen explicitados algunos de los dramas del despatriado: la condena al silencio y la soledad. La pregunta sería, en todo caso, en qué idioma se manifiesta ese silencio. 

Enfrentar a estos dos autores sería ridículo: sus trayectos y sus escrituras difieren porque surgen de diferentes lugares. Canetti, hijo de una familia aristocrática, tiene acceso constante a la cultura: desde niño lee Dickens con ferocidad y, luego de la muerte del padre, acompaña a su madre en la lectura de Schiller, Goethe y otros autores alemanes, en una comunión filial en la que el libro se vuelve el objeto de amor; por su parte, Appelfeld es hijo del trauma: su escritura surge luego de haber perdido la palabra. Sin embargo, lo que sí une a ambos es esa forma de narrarse, de narrar su vida: estructurada más allá del dolor, a partir del lenguaje, del uso o desuso de este, de las formas inconscientes que este toma y el lugar que ocupa. Vidas estructuradas a partir de una pérdida capital: no es la primera lengua la que se traduce en literatura, sino esa que está presente en el momento en el que se conjugan el silencio y la toma de consciencia de sí. 


La lengua extranjera

Los casos del escritor japonés Akira Mizubayashi y de la autora china Yiyun Li son de otro tipo. Ambos son monolingües hasta llegada la juventud —Mizubayashi dice aprender el francés a los diecinueveaños, cuando empieza la universidad, y Yiyun Li empieza a escribir en inglés a los veinticinco años—y, sin embargo, escapan de sus lenguas de origen. Son lo que denominaré exiliados lingüísticos.

Mizubayashi, como narra en el libro Une langue venue d’ailleurs [Una lengua venida de lejos] se encuentra perdido en la Universidad de Tokyo en 1970, poco después de mayo del 68 que «todavía flota en el aire y hace del lenguaje hablado un discurso vacío, lleno de proclamas de lucha puramente retóricas y de una fuerza educativa que presiona un formateo de los estudiantes a la pura productividad» (la traducción es mía). Mizubayashi emigra a Montpellier a estudiar Rousseau, obsesionado con lo francés, aquello que supone el idioma y la cultura francesa. Encuentra en ese lenguaje —que, como buen exiliado, nunca lo admite del todo— una cadencia musical que se esfuerza en repetir. Mizubayashi es consciente de sus carencias: a pesar de hablar perfectamente el idioma, su francés no deja de ser un idioma atemporal, demasiado formal, en el que ciertos vicios del japonés dejan sus rastros. Para él, ese aprendizaje profundo del francés supone una anulación del carácter totalmente natural de su lengua de origen, la que es puesta en cuestión y, en este ejercicio, desnaturalizada a su vez. 

Por su parte, Li es una exiliada real. Es una exiliada no solo de China, sino también de su profesión y de su propia idea de sí. Escribe en inglés porque le es imposible escribir en chino, porque el chino es su «lengua pública», en la que se resiste a escribir. Es muy clara al afirmar, en el libro Dear Friend, form My Life I Write to You in Your Life (2017) [Querido amigo, desde mi vida te escribo a ti en tu vida] que eligió el inglés como podría haber elegido cualquier otra lengua, cualquier otra cosa que no fuera el chino: lo que ella necesita es alejarse de su infancia. Es también una exiliada de su profesión, porque abandona el estudio de las ciencias, motivo por el que fue admitida en EEUU; y es una exiliada de su vida porque, como ella misma no duda en definirse una y otra vez, es una suicida. 


La lengua escrita

Estos cuatro autores, además de poseer una conciencia lingüística, saben que ésta viene de un profundo vínculo con la lectura. Es a partir de la lectura y de la lengua literaria desde donde constituyen la interpretación de sí y de su propia historia, ahí en ese lugar en que estos lenguajes móviles e inestables logran finalmente establecerse y afianzarse.

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