Narrativa francesa
Leé un avance de la novela «Como bestias», de Violaine Bérot
Por Violaine Bérot / Jueves 27 de julio de 2023
Violaine Bérot (foto: Tonatiuh Ambrosetti) y portada de «Como bestias» (Las afueras, 2023).
Un pueblo perdido, un joven sobrehumano y la aparición repentina de una niña... De la mano de la editorial Las afueras, y del traductor Pablo M. Sánchez, la novela Como bestias (2023) propone un poderoso temblor. Leé el comienzo de esta historia de la autora francesa Violaine Bérot (1967) narrada a varias voces.
Los dos tenemos la misma edad, más o menos. Íbamos juntos a clase, en Ourdouch, sí.
En la escuela lo llamábamos el Oso. Supongo que al principio fue porque no tenía padre. Usted no es de aquí, no tiene por qué saberlo, pero es muy común en el valle. Los hijos sin padre son hijos del oso, es así. Y para nosotros, que no éramos más que unos críos, eso explicaba su fuerza, sus piernas robustas. Además, no sabía hablar, solo gruñir. Por eso el apodo del Oso le venía que ni pintado.
Recuerdo que nos tenía acojonados. Evitábamos por todos los medios cruzarnos con él cuando íbamos solos. Y al mismo tiempo, nos fascinaba. Nos pasábamos el recreo perfeccionando nuestras tácticas. Nos juntábamos unos cuantos, nos escondíamos y luego lo acorralábamos. Sentirse atrapado le daba pavor. Se ponía a temblar. Y a menudo, presa del pánico, se meaba encima, o cosas peores. Nos daba tanta risa que aprovechaba el momento para escapar. Jugábamos a aterrorizarlo. Se trataba de pillar al Oso sin que el Oso nos pillara a nosotros. Organizábamos auténticas batidas. Gamberradas de mocosos. Éramos muy crueles.
Sí, claro que tengo otros recuerdos de él. Por ejemplo, el del día en que la señorita Lafont nos habló de los úrsidos. Me acuerdo de la palabra porque nos dejó impresionados: «úrsido». Nos habló de su comportamiento, de su alimentación y de otras muchas cosas que en realidad ya sabíamos, porque aquí, en otra época, hubo osos, y en las familias aún se hablaba de ello. Y el tema debió de tocarle la fibra a nuestro Oso particular, que nunca reaccionaba ante nada, porque se levantó de la silla y se acercó a la pizarra sin que nadie lo hubiera llamado. Nunca antes había ocurrido algo así. Se subió a la tarima e imitó los gestos del animal. Los del dibujo que nos estaba mostrando la maestra. Nos quedamos de piedra. Incluso la señorita Lafont tardó en reaccionar, antes de pedirle que volviera a su sitio. He vuelto a recordar ese momento. Lo he recordado muchas veces. Y me pregunto si no estaría burlándose de nosotros. Si no pretendía pagarnos a sus maltratadores con la misma moneda. Si no fingía ser un oso para reírse de nuestra estupidez, capaces como éramos en aquel entonces de creer que descendía realmente de un animal. Cuanto más lo pienso, más convencido estoy de que el más tonto de la clase seguramente no era el que todos creíamos.
Ah, sí, eso también lo recuerdo muy bien, pues después ya no volvió a la escuela. Y nos dejó como un vacío. Ya sé que suena estúpido, con lo mal que nos habíamos portado con él, pero no tardamos en echarlo de menos. El caso es que la señorita Lafont había citado a su madre por la tarde, al terminar las clases. La mujer ya la estaba esperando a la puerta de la escuela cuando salimos del aula. Nadie dudaba de que el Oso se iba a llevar una buena bronca. Nosotros éramos unos críos, nos picaba la curiosidad y queríamos enterarnos de todo, así que nos colocamos en un lugar estratégico desde el que poder observar la escena discretamente. No oíamos nada de lo que decían, por supuesto, pero tampoco tenía mayor importancia, lo principal era no perderse el espectáculo. Se quedaron hablando de pie en el patio. El Oso era realmente muy alto, bastante más alto que su madre. No sé cuántos años tendría, diez, tal vez doce. La señorita Lafont hablaba, mientras la madre y el hijo escuchaban, cogidos de la mano. Me acuerdo perfectamente porque la imagen hizo que nos partiéramos de risa, la madre cogiéndole la mano como si fuese un crío de tres años, cuando parecía un gigante. La maestra, frente a ellos, daba miedo, se lo aseguro, pero la madre se mantuvo impasible durante todo el discurso, sin dejarse acoquinar. Desprendía una fuerza increíble, era impresionante. Y mientras la maestra hablaba, ella no se limitaba a encajar el golpe, sino que, en lugar de hundirse, parecía hacerse cada vez más grande. Cuando la señorita Lafont terminó su discurso, la madre respondió simplemente «no». No pudimos oírlo, pero no nos quedó ninguna duda de que lo que respondía era exactamente eso y nada más: «no». Y, conociendo la severidad de nuestra maestra, aquello era de una valentía pasmosa. Responder a semejante sermón con un simple no. La señorita Lafont mostró su desconcierto. Luego empezó a hacer aspavientos, visiblemente enojada. La madre no se movía. Había dicho que no, y era no. Entonces pasó algo que me dejó estupefacto. Delante de la maestra, que no era precisamente de las que muestran sus afectos en público, déjeme recordárselo, la mujer besó a su hijo, el tonto de la clase. Y no fue un beso rápido, de los que se dan por inercia, sin pensarlo, no: lo besó con un esmero y una dedicación increíbles. Aquel beso de madre me conmovió. De verdad se lo digo. Nunca había visto un amor igual entre una madre y un hijo. Ni siquiera sabía que algo así era posible.
Conservo de él esta doble imagen: una fuerza aterradora y una ternura excepcional. Tal vez le resulte extraño, o contradictorio, pero no me cuesta nada imaginarlo cuidando de un niño. Eso sí, nunca me la jugaría acercándome a ese niño. Ya ha visto lo que le ha pasado al excursionista. Menudo descerebrado. Si el Oso llega a matarlo, no me habría extrañado lo más mínimo. Los que fuimos con él a clase sabemos que no hay que cabrearlo, bajo ningún concepto, y menos aún si no se está en superioridad numérica. Si lo apodamos el Oso, fue por algo, digo yo.
Estoy completamente de acuerdo con usted. La ley es la ley, y debe aplicarse a todo el mundo. No es normal que una niña de esa edad viva así, sin que nadie sepa de su existencia, sin estar registrada en ningún sitio. Y también entiendo que se abra una investigación para averiguar de dónde ha salido. Lo entiendo perfectamente. Lo que me fastidia, si me lo permite, es que parece que, como el cerebro del Oso no funciona como el nuestro, no podamos imaginarlo siendo padre. ¿Por qué nos cuesta tanto aceptar la idea de que haya podido conocer a una mujer? ¿Por qué negarnos a imaginar que esa niña sea hija suya? Con la madre que ha tenido, no me extrañaría nada que se haya convertido en un padre mucho más atento que cualquiera de nosotros. No me extrañaría nada.
Si no le interpreto mal, usted se imagina más bien una historia en plan: el Oso secuestra a una pobre chica, la encierra en la gruta, la deja embarazada, espera pacientemente nueve meses y luego, tras el parto, coge al bebé y mata a la madre. Pues si quiere saber mi opinión, me parece que se equivoca de todas todas. Es imposible que él haya planificado algo tan rocambolesco. Pregúnteselo a todos los que han tenido trato con él. Es inconcebible. Si se traga esa hipótesis, y discúlpeme la franqueza, es que aún no ha entendido al personaje. Solo estoy de acuerdo en un punto. Pondría la mano en el fuego por que esa niña es hija suya. Si la chiquilla ha aguantado durante años esa vida extrema es porque él ha cuidado de ella, porque le ha dado todo el amor que necesitaba. Y ese amor le ha permitido crecer y ser feliz, incluso en condiciones que nosotros no dudaríamos en calificar de espeluznantes. Si ha aguantado, ha sido gracias a él. Ya habrá oído lo que dice el tipo ese que sale a correr por la montaña, Luc, creo que se llama. Cuenta que se ha cruzado varias veces con el Oso y con la chavala, y que se llevaban de maravilla. A mí, del Oso, ya no me sorprende nada. Y que haya logrado formar una familia, con la grave discapacidad que tiene, me parece maravilloso.
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