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Consentimiento como problema

Sobre el sentido de consentir

Por Rodrigo Mariotta / Sábado 15 de junio de 2024
«Summer Evening», de Edward Hopper (1947).

El consentimiento sexual es uno de los temas más actuales y urgentes en el debate público en general y, especialmente, en el marco de la justicia penal, el derecho y los estudios de género. Por esta razón, la llegada del ensayo El sentido de consentir, de la española Clara Serra, es un acontecimiento literario destacable.

El sentido de consentir, de la filósofa española Clara Serra y obra número 67 de la hermosa colección Nuevos Cuadernos Anagrama, es un acontecimiento literario con varios aciertos. En primer lugar, la gran virtud de Serra es la de condensar, en un breve texto accesible para el gran público, el estado actual de la discusión en torno al consentimiento sexual. En este aspecto, el triunfo de El sentido de consentir es total y absoluto. Francamente, esta difícil tarea no podría ejecutarse mejor. Uno termina la lectura con la sensación de que no falta ni sobra una sola palabra. Y con ganas de más.

Segundo acierto. El sentido de consentir convence en el primer objetivo que (creo) persigue Clara Serra: demostrar la complejidad del asunto. En contra de cierta tendencia bastante extendida a banalizar y frivolizar el tema —propia de las redes sociales y los influencers de la sexualidad, pero también de algunas campañas oficiales en contra de la violencia sexual—, que presenta al consentimiento como una cuestión sencilla y que no ofrece dificultades (el consentimiento está presente o no), la autora demuestra la «intrínseca ambigüedad» del consentimiento, su riqueza y rendimiento conceptual, la trascendencia de sus limitaciones y los profundos desacuerdos teóricos que suscita. En otras palabras, se cumple con creces el objetivo declarado de «problematizar» el consentimiento, tarea a la que la autora dedica las primeras doce páginas del primer capítulo, «El problema del consentimiento».

Un reconocimiento. Si bien El sentido de consentir no es un ensayo que trate únicamente sobre el debate legal sobre el consentimiento, la autora se remanga la camisa y se ocupa del problema con gran solvencia y solidez argumental. No podía ser de otra forma, pues se trata del ámbito en el que las diferencias de fondo sobre el consentimiento suelen tener consecuencias dramáticas. Al respecto, señalo el gran acierto de explicitar el consentimiento como categoría jurídica con una larga tradición, sobre la que se construye la idea misma del contrato entre las partes, pilar del liberalismo político y del capitalismo de mercado. De esta manera, según la autora, el consentimiento actualmente puede esconder «tanto una confianza exacerbada en el contrato como la total invalidación de este, tanto un hipercontractualismo neoliberal como una asfixiante teoría de la dominación que respalda los marcos securitarios».

Respecto a lo último, Clara Serra rastrea el origen de la actual discusión sobre el consentimiento sexual a partir de los debates feministas sobre la sexualidad (sex wars) de los 70 y 80, principalmente en los Estados Unidos. Apoyándose en Judith Butler, realiza una aguda crítica a la negación de la posibilidad misma del consentimiento sexual a las mujeres en el marco de una sociedad patriarcal, tal como sostienen las teóricas del feminismo de la dominación Catharine MacKinnon y Andrea Dworkin. Consecuentes con esta postura radical, estas autoras se opondrán ferozmente al trabajo sexual, a la pornografía y al sexo sadomasoquista. En insólita alianza con sectores ultraconservadores y religiosos, cosecharán importantes victorias en la cruzada antisexo. A la negación del consentimiento, un «error trágico» en palabras de Butler, que Clara Serra recoge, se le dedican las jugosas cincuenta páginas del segundo capítulo, titulado «La teoría de la dominación y la negación del consentimiento: cuando decir que no es imposible». 

Ahora bien ¿cuál es el aspecto más controvertido respecto al consentimiento sexual en el estado actual de la discusión? Sin duda alguna respondo que la tarea de distinguir, deslindar, diferenciar las situaciones en las que el consentimiento sexual está en entredicho y que configuran delitos contra la libertad sexual de aquellas situaciones que no lo son. Difícil tarea, por cierto. Al respecto, El sentido de consentir no ofrece una receta mágica, pero sí algunas reflexiones interesantes que vale la pena comentar y destacar.


Ahora se viene la parte aburrida

En filosofía y teoría del derecho, existe una distinción bastante extendida —aunque discutida— entre los llamados «casos fáciles» y «casos difíciles» de la práctica jurídica. Simplificando, en los primeros no hay dudas sobre qué fue lo que sucedió (los hechos) ni respecto a la ley aplicable (el derecho). La solución del caso se justifica aplicando la lógica deductiva del silogismo judicial, dada la claridad de las premisas fácticas y normativas. Por el contrario, en los casos «difíciles», existen serios desacuerdos y controversias sobre los hechos o para determinar cuál es la norma aplicable al caso. En estos casos, se exige al decisor una justificación adicional o reforzada (de segundo orden), que brinde una respuesta adecuada, coherente y motivada a las premisas que son controvertidas mediante el desarrollo de la argumentación jurídica, lo que permite controlar y, eventualmente, cuestionar la corrección de la decisión. Como ya habrán adivinado, los casos en los que se judicializa el consentimiento son ejemplos paradigmáticos de casos «difíciles».

Sumado a lo anterior, existe un dogma o principio básico en la práctica judicial llamado «prohibición de fallar non liquet» («no está claro»). Básicamente, prohíbe a los jueces no decidir un caso bajo el pretexto de no alcanzar un convencimiento en uno u otro sentido, ni de excusarse en la incertidumbre o falta de claridad de la ley para no resolver. En materia penal, esto se relaciona con el principio de que la duda insuperable debe resolverse siempre en favor del acusado. Si, como dice Clara Serra, aceptamos que el consentimiento es «un asunto de extrema complejidad», que «esconde en su interior una enorme ambigüedad», comienza a delinearse la magnitud del problema. Este conflicto, cuando se ha judicializado, muchas veces se ha resuelto bien. Otras mal. Y, hay que decirlo, a veces muy mal.

Por lo anterior es que la autora alerta en el capítulo cuarto, «Cuando decir que sí es facilísimo», sobre los problemas de equiparar consentimiento con deseo (el llamado paradigma del consentimiento entusiasta), y de permitir el ingreso del derecho penal en las alcobas: 

este tipo de perspectivas solo pueden acabar reforzando una cultura patriarcal que ha controlado la sexualidad censurando y estigmatizando nuestros deseos. Pero lo que resulta aun más peligroso es que, al movernos en el terreno penal, la exigencia de desear bien —esto es, que consintamos deseando siempre— es una exigencia que se le podría estar permitiendo hacer al Estado. Sostener que el deseo o el sexo deseado ha de ser el criterio fundamental con el que distinguimos lo que es una violación de lo que no lo es representa una manera de posibiltar a la ley exigir la transparencia y bondad de nuestro deseo.

Al respecto, vale la pena destacar que juzgar con perspectiva de género —teniendo en cuenta la desigualdad estructural entre varones y mujeres, sin basarse en estereotipos, reconociendo como categoría la discriminación basada en el género y su manifestación más extrema— el ejercicio de la violencia basada en género es una obligación que concretiza los valores de justicia, libertad e igualdad. En simultáneo, es necesario decir bien fuerte y claro que la mirada con perspectiva de género en la justicia, en ningún sentido posible, supone ni autoriza a vulnerar o retacear garantías y derechos fundamentales, como maliciosamente se suele escuchar.

Lo anterior, aunque importante, no es suficiente para obtener decisiones judiciales de calidad. Es necesario también contar con un marco normativo claro y preciso, que permita a las personas comprender el alcance de lo prohibido y las consecuencias de su transgresión. Las buenas intenciones exigen una adecuada técnica legislativa. A la vez, es indispensable el trabajo de la academia comprometida con los estudios de género, que investigue con seriedad y compromiso la violencia sexual.

Bajo tales premisas, quisiera destacar dos cuestiones ineludibles que Clara Serra introduce en El sentido de consentir y que no puedo más que compartir enteramente. Primero, su llamado, junto a Judith Butler, a contextualizar el sexo cuando está en debate el consentimiento sexual. Segundo, la reivindicación del paradigma del consentimiento basado en el «no es no», más allá de reconocer sus problemas y limitaciones, a los que la autora dedica el capítulo quinto y final, «Los límites del consentimiento».

El paradigma del consentimiento basado en el «no es no», con todas sus dificultades, con todos sus matices y con todas sus críticas, ofrece un entorno con fronteras medianamente definidas en el que es posible moverse con cierta seguridad para distinguir las conductas que implican el ejercicio de violencia sexual y constituyen delitos de aquellas que no lo implican. Para ser más precisos, sirve para diferenciar el «sexo insatisfactorio» —por usar las palabras de Katherine Angel— de la agresión sexual. Como afirma Serra, «el sexo consentido puede ser no solo poco placentero o insatisfactorio, sino incluso profundamente doloroso, sin que ello tenga nada que ver con el terreno de la violencia sexual».

Es necesario defender y educar en el derecho de las personas a decir «NO» al relacionamiento sexual y que esa negativa debe ser respetada, que el consentimiento es, por definición, esencialmente revocable, que resulta perfectamente posible consentir realizar determinadas prácticas sexuales y, a la vez, negarse a practicar otras, y que existen determinadas circunstancias (por ejemplo ciertos niveles de ebriedad por el uso de alcohol u otras sustancias psicoactivas) que impiden a una persona prestar un consentimiento válido para relacionarse sexualmente. Debemos recordar que, hasta hace no muchos años, se discutía seriamente si era posible la violación del marido a la esposa en el marco del matrimonio o si una trabajadora sexual podía ser víctima de violencia sexual. Ese era el nivel de la discusión.

En definitiva, El sentido de consentir marcará un antes y un después en el debate sobre el consentimiento y, más ampliamente, como encendido alegato en defensa de la libertad sexual. Hay que reconocer (y agradecer) el enorme mérito y valentía de la autora en tratar este tema delicado y complejo con tanta solvencia, seriedad y compromiso. Por eso, su lectura está desde ya ampliamente recomendada.


Excursus

El debate sobre el consentimiento ha estado dominado por el rol de la mujer como víctima (no en vano la primera acepción de consentir para la Real Academia Española es «permitir algo o condescender en que se haga») pero ¿qué pasa con los hombres? ¿También pueden ser víctimas? Cuando tengo que reflexionar sobre el punto de vista masculino dominante, siempre recurro a Michel Houellebecq. Pido paciencia al lector por esta aproximación insólita, «bella como el encuentro fortuito sobre una mesa de disección de una máquina de coser y un paraguas», diría Lautréamont.

Es un lugar común señalar que el autor de Ampliación del campo de batalla es quien mejor ha retratado la miseria sexual del hombre contemporáneo. En alguna contribución, escribió que nuestra sociedad organiza la exacerbación del deseo pero sin procurar los medios para satisfacerlo. En contra de la opinión dominante, el recordado Bernard Maris llegó a escribir que «no hay varón menos machista ni más respetuoso con las mujeres que Michel Houellebecq». Bueno, no sé si es para tanto (no es para tanto). Pero pienso que algunas críticas que ha recibido desde estas tiendas son desmedidas o descontextualizadas. En fin, que no estoy aquí para defender a Houellebecq, ni creo que hasta el momento me haya designado como su abogado.

En su último libro, Unos meses de mi vida, Houellebecq cuenta su versión sobre una de las últimas polémicas en las que se encuentra inmerso y a las que nos tiene acostumbrados. La historia es conocida y gira en torno a la disputa judicial —en curso— con el colectivo artístico neerlandés Keeping It Real Art Critics (KIRAC) por un video de contenido íntimo y sexual que lo tiene como protagonista.

El eje del debate es la «validez del consentimiento» que el autor prestó, en un contrato por escrito, para la filmación del episodio 27 de KIRAC. En una de sus cláusulas —en la que el autor no reparó— se establece un efecto retroactivo que permite la publicación de material audiovisual obtenido previamente a la fecha de la firma del contrato. Es la difusión de esas escenas previas las que el autor de El mapa y el territorio intenta impedir judicialmente, hasta el momento sin éxito, tras cosechar sucesivas derrotas en los tribunales.

En lo personal, confieso que me resultó conmovedora la angustia del autor ante la aterradora perspectiva que le genera la exhibición pública de su intimidad: «pensar que aquellas imágenes pudieran ser divulgadas contra mi voluntad me producía, por primera vez, algo que me parecía comparable con lo que describen las mujeres que han sido víctimas de una violación», una sensación que describe como una «dolorosa sensación de que te han desposeído de tu propio cuerpo». En cuanto a la consecuencia más desoladora de la violencia sexual, con estremecimiento, escribe acerca del «asco, o al menos la inapetencia absoluta, que despierta el sexo. Infectarle a alguien las fuentes del placer me parece, en efecto, algo muy cercano a un crimen» (el destacado es mío).

El debate del consentimiento se ha enfocado, casi exclusivamente, a partir de considerar a la mujer esencialmente como vulnerable y débil, una víctima permanente, a la que es necesario proteger y tutelar incluso en contra de su voluntad. Se entienden las razones que nos llevaron a este escenario desolador, pero es necesario comprender que esta perspectiva no ofrece un futuro muy alentador de verdadera emancipación y genuina libertad. En ese camino estamos.

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