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1947-2024

Homenaje a Paul Auster

Por Escaramuza / Jueves 02 de mayo de 2024
Detalle de portada de «A salto de mata» (1998), de Paul Auster.

Sabíamos, por la publicación de Baumgartner, que su fin estaba cerca. De todos modos, la noticia de la muerte de Paul Auster (1947-2024) no deja de ser una sorpresa desagradable. Repasamos, de la mano de escritores e intelectuales, el influjo de su obra, que está, en nuestra lengua, tan asociada a las traducciones de Anagrama y a la ciudad sobre la que no se cansó de escribir, Nueva York.

Daniel Mella, escritor y docente

La invención de la soledad es uno de mis libros favoritos de todos los tiempos. A veces pienso que sin ese libro no habrían sido posibles mis últimos libros, El hermano mayor Visiones para Emma. En parte por cómo trata el tema autobiográfico y el tema de la muerte. Pero creo que también se me debe haber pegado algo de la dicción que exhibía en todos sus primeros libros: La música del azarEl palacio de la luna, la Trilogía de Nueva York, todos libros que en su tiempo me coparon. A veces, cuando escribo, siento que quiere colarse algo de la fluidez de sus frases. Me pasa esto otro con Auster: desde que sacó Tombuctú no lo he vuelto a leer. Lo he intentado, pero todos sus libros de los últimos veinte años me parecen un bodrio. Así que también viene a representar algo extraño para mí, una de las cosas que más temo: la de convertirme en un escritor que no se da cuenta de que está acabado y sigue escribiendo.


Luís Augusto Fischer, escritor y académico (Brasil)

Un escritor capaz de recuperar el encanto de seguir una historia. Un hombre atento al poder del azar en la vida. Un compañero dispuesto a ver (y mostrar) la belleza de lo efímero. Todo esto era, y seguirá siendo, Paul Benjamin Auster, un destacado escritor de nuestro tiempo, que en Brasil cautivó a miles de lectores durante quizás dos décadas. Toda su obra parece haber sido traducida por completo al portugués y es recordada como referencia para toda una generación de escritores, especialmente aquellos vinculados a temas urbanos y situaciones existenciales características, incluyendo toda una reflexión metanarrativa, en la que los personajes escritores se preguntan por el sentido de lo que hacen.


Mercedes Rosende, escritora

A veces, casi nunca, me entristezco por la muerte de un desconocido como si hubiera sido un amigo. Pero fue lo que sentí al enterarme del fallecimiento de Paul Auster, un tipo cercano, un escritor que, desde los 90 e inexplicablemente, formaba parte de mis afectos.   

La noche anterior y sin saber que había muerto, busqué La ciudad de cristal en el kindle para hacer una consulta. A ese texto y al complejo ADN austeriano le debo una parte de la escritora que soy: los juegos de las casualidades, la fascinación por las confusiones, los giros imprevistos del destino. Pero más allá de influencias reales o presuntas, leer a Auster me provoca deleite, el disfrute que surge de la admiración frente a la mejor literatura. Y su lectura me ha llevado a pensar, en clave literaria, en nuestra inexorable deriva entre dos aguas: la de la voluntad y la del azar.


Leonardo de León, escritor y docente

Dice Piglia que cuando uno toma la decisión de ser escritor —y siempre consiste, mal o bien, en una autodesignación—, lo primero que cambia es el modo de leer. Auster fue seguramente el primer autor contemporáneo que me deslumbró desde esa consciencia que trasciende la magia y se maravilla con el truco. Podría elogiar sus ideas, sus estructuras, sus laberintos, sus pliegues y repliegues, su modo siempre original de conjugar vanguardia y tradición, pero me sobrecoge especialmente la nítida y excéntrica humanidad de todos sus personajes. Todos vivos y raros, todos parecidos a mí, a mis amigos, a la gente que conozco o quisiera conocer. Hoy de tarde, después de llorar con pena su partida, me asaltó en la calle la imagen final de su última novela, en la que un hombre, después de sobrevivir a un accidente de auto, golpea la puerta de una casa cualquiera, y esa puerta se abre. Y entonces todos menos él sabemos que del otro lado hay algo —o alguien— que transformará su vida para siempre. Esa imagen de un hombre escurriéndose fuera del libro, habitando un mundo lejos del alcance de cualquier mirada, me hizo llorar otra vez: no de pena sino de emoción. Porque ese desvanecimiento o desgajamiento en el umbral se parece a la muerte, sí, pero también se parece demasiado a la vida.


Eduardo Aguirre, escritor y librero

La primera vez que sentí hablar de Paul Auster fue en la casa de Levrero. Me habló maravillas sobre la Trilogía de Nueva York... Me dijo que en ese tiempo era un gran escritor, y que luego se transformó en un farsante. Convengamos que Levrero siempre tenía una visión apasionada y exagerada de las cosas, pero lo cierto es que con la Trilogía de Nueva York me adentré en un mundo que hasta ese momento no conocía. Después de eso, como cada vez que descubría a un autor que me apasionaba, comencé a devorar todos sus libros. Y la verdad es que debo reconocer que, más allá de los altibajos, obviamente se notaba un estilo. Por años, fue uno de esos escritores favoritos, rodeado siempre de un halo de misterio en torno a su figura. En aquel tiempo internet era apenas un bebé, así que poco podía saber sobre su vida. Después, como le ocurre a toda voracidad, llega un punto en que es saciada y le solté la mano a Auster, incluso llegué a pensar y repensar en las palabras de Levrero sobre si realmente era un farsante o no. Hace poco me enteré de que estaba enfermo y que en ese momento aún no estaba publicada la última novela, que en definitiva llegaría a ser la última: Baumgartner. Y algo me decía que esa inevitable muerte era apenas el epílogo de mi nuevo acercamiento a la obra de este autor amadísimo durante años y al que también le había dado la espalda. 

Me llevó tiempo darme cuenta de qué era lo que había hecho Auster que tanto le molestaba a Levrero después de haberlo maravillado con sus primeras novelas... Y entonces comprendí que Auster había encontrado cierta zona de confort después de alcanzar la cúspide literaria, y que el no seguir experimentando había sido la gran traición para Levrero y todos sus lectores... Pero lo que no sabía Levrero por entonces es que esa debilidad, esa supuesta zona de confort, sería apenas la antesala de una gran obra que en aquellos tiempos no estaba en ciernes, Baumgartner. Un cierre tan honesto y brutal, digno de uno de los escritores más importantes del siglo. Quizás Levrero tuviera razón en parte, pero ¿acaso importa?


Roberto Appratto, escritor, crítico y docente

El primer libro de Paul Auster que leí, a principios de los noventa, fue La invención de la soledad. Realmente me conmovió, tanto como los que vinieron después (LeviatánLa música del azar, La trilogía de Nueva York, El palacio de la luna, El país de las últimas cosas): eran como una mezcla de narrativa y poesía que las traducciones (creo que siempre de Maribel de Juan, al menos de esas primeras) respetaban. De a poco me convertí no solo en lector sino en promotor de Auster, porque fui viendo que su manera de narrar, aparte de su inventiva, exhibía la capacidad poco frecuente de hacer sentir que se estaba, durante y después de la lectura, en su presencia; que uno iba entrando en los escenarios y los problemas que se desarrollaban de manera concreta, visual, íntima; y que, sobre todo en la primera obra que cité, La invención de la soledad, se ponía de manifiesto lo poético como una dimensión necesaria de la narrativa. ¿Un modo de hacer sentir la realidad? Tal vez, y eso va más allá de los escritos autobiográficos (o casi) que le siguieron. Sin pretender imitarlo, siempre lo sentí muy cerca.  


Miguel Avero, escritor y docente

Con la muerte de Paul Auster caí en una constatación tan obvia como dolorosa: la finitud de su obra. Me acostumbré a leerlo con la feliz carencia de los libros por venir. Mientras me hundía en la La llama inmortal de Stephen Crane, ya empezaba a anunciarse en el horizonte la silueta de Baumgartner, es decir, el arcoíris con su nueva olla de oro. Por eso esta noticia de tonos crepusculares me invade con sus sombras. 

Pero volvamos a la luz: la literatura de Paul Auster llegó a mí a través de Alberto Gallo he allí la aurora—, quizás con El cuaderno rojo o algún pasaje de La trilogía de Nueva York, ya no puedo recordarlo. En aquel tiempo, primera década de este siglo, mi biblioteca era muy pequeña y anhelaba expansión. Desde entonces, he disfrutado perversamente con la anexión de nuevos anaqueles para mis autores favoritos, entre ellos Paul y su creciente obra en ediciones de Anagrama o Seix Barral. Pero resulta que Baumgartner es su último libro (desde hoy lo sabemos), y la muerte implanta para siempre los pretéritos en su biografía. 

No quiero quedarme en las cenizas; estoy convencido de que el encandilamiento que me provocó su obra ha sido fundamental en mi formación, especialmente en mis primeros años en los que batallaba contra el teclado con la esperanza de convertirme en un escritor reconocido, como Paul. Ilusiones aparte, creo que una de las virtudes del maestro neoyorquino radica en que su obra admite profundas relecturas, y no es descaminado pensar que, al remover esas cenizas, nos sorprenda el calor de «la antigua llama».


Luis Fernando Iglesias, escritor y abogado

«Todo empezó por un número equivocado, el teléfono sonó tres veces en la mitad de la noche y la voz al otro lado preguntó por alguien que no era él.»  Así comienza La Trilogía de Nueva York, primer libro que leí de Paul Auster y que alguien, quizás Alfredo Valdez, me prestó. Me pareció una gran novela (o tres). Por un tiempo intenté leer todo lo que me llegaba a las manos. La música del azar, Leviatán, Tombuctú, El libro de las ilusiones, Viajes por el Scriptorium, Un hombre en la oscuridad (acaso la más floja) y Brooklyn Follies. En esta última, con la que fui injusto en su momento, entendí que yo buscaba que se repitiera la emoción de la trilogía y siempre sentía que algo faltaba. Pero Auster tiene otra virtud: cada vez que lo leía me daban ganas de escribir. Había alguna frase, alguna idea, un ritmo que me impulsaba a ser cómplice. Siento que un amigo, al que hacía tiempo no veía, se fue. Un amigo al que le debo los buenos momentos que pasé con sus historias y las ganas de imitarlo.

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