Futuro compostado
Ecopoética de la descomposición
Por Sheila Pérez Murcia / Jueves 06 de febrero de 2025

La novela Fruta podrida, de la chilena Lina Meruane, se encuentra con textos de Anne Boyer y María Puig de la Bellacasa en tanto visiones contemporáneas sobre el cuerpo y la enfermedad. Como escribe Sheila: «El culto a la permanencia, la negación de la decrepitud, la fobia al paso del tiempo son la base del privilegio de perdurar y que necesita vulnerar otros cuerpos y formas de vida para seguir sosteniéndose».
Era el campo y su abrasivo verano; era un manual de pesticidas y una enfermedad sin nombre; eran los gusanos, la fruta y las moscas amenazantes en el Chile de los años setenta. La Mayor, en ocasiones María, es química en una hacienda agrícola dedicada a la fruta. Se encarga de sostener el engranaje de un sistema de producción agrícola industrializado, manteniendo bajo control cualquier tipo de alteración indeseada: plagas, protestas, enfermedades. La Menor, más a menudo Zoila, es la fruta podrida que contamina el resto, el cuerpo-fruta enfermo (y enfermado) que se resiste a ser sometido a la experimentación de un desarrollismo tecnocientífico creciente, privatizado e importado desde el norte global. Zoila y María son dos hermanas a medias: la primera produce azúcar de un modo difícilmente controlable mientras la segunda produce químicos y panzas para pagar la investigación y el trasplante de páncreas que erradique esa inaceptable enfermedad. «¿Cuántos cuerpos se necesitan para mantener un cuerpo sano?».
Fruta podrida, publicada por primera vez en 2007 y reeditada por Eterna Cadencia años después, es la primera de una serie de novelas de Lina Meruane sobre el cuerpo y la enfermedad y en ella se abordan, con un estilo poético, metafórico y algo experimental, problemáticas como la injerencia estadounidense en Chile, la militarización del campo, el sistema agroindustrial destinado a la exportación y la estandarización de la producción, la privatización de la sanidad o la degradación de los cuerpos al mismo tiempo que la tierra y el territorio: «El mundo es un enorme galpón de gente; el mundo, allá abajo, la gran fábrica de cuerpos exportables», leemos.
Las visitas médicas se suceden y, mientras fermenta, Zoila solo piensa en irse, en exportarse como la fruta que pesa, mide y controla María, en un trasplante total: «Todo pasajero será multado y deportado por ingresar alimentos. Es el terror de la fruta y su veneno […] Tú serás la fruta que pase inadvertida». Su cuerpo enfermo es el campo de disputa en un modelo extractivista de cuerpos y territorios que son recursos, mientras la aceptación de la enfermedad se erige como la única vía para la resistencia y la transformación: su cuerpo en descomposición es ahora un arma frente a la desposesión. «Cuando veas un arma en el pelo que se te cae, también verás que tu cuerpo, al caer, es un arma. Que lo es incluso cuando no cae. En esta nueva teoría acerca de ser una persona enferma, un amigo tuyo dirá que cuidarte es ahora como cuidar armas. Has convertido tu cuarto en una armería.», cuenta la filósofa Anne Boyer en el excelente ensayo Desmorir. Una reflexión sobre la enfermedad en un mundo capitalista. Apropiándome del título de Boyer, sitúo a Zoila a raíz de su elección en un campo sin delimitar que no es ni el de la vida ni el de la muerte sino el del desmorir: un emplazamiento a la metamorfosis, a la sustitución de eternidad y desposesión por finitud y agencia.
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La cirujana, la anestesista, la enfermera y la auxiliar me acompañan desde que entro en el quirófano hasta que me despierto pidiendo agua en una sala intermedia. El diagnóstico: varices esenciales; la intervención: termoblación VSI proximal + fleboctomías en MID o, para quienes desconocemos la terminología médica, una sencilla y rápida extracción. Pido agua por segunda vez pero no me la dan. Y no lo harán hasta que no despierte del todo. Sumisa, colaboro sin oponer resistencia. Como si el libro me hubiese escogido a mí y no al revés, Fruta podrida me acompaña durante la intervención.
Durante el posoperatorio, una nueva María, la filósofa Puig de la Bellacasa, se incorpora a esta conversación para agregar una mirada ecopoética de la descomposición.
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En El espíritu del suelo, María Puig de la Bellacasa reúne una serie de textos que abordan la pertenencia ecológica a la tierra y la problemática que se desprende de las relaciones humano-suelo actuales: una historia de desafección que ha contribuido a la explotación de la tierra, los ecosistemas y los cuerpos que los constituyen. En sus escritos propone reencantar el suelo y «aceptar la descomposición como parte de la identidad ontológica humana» que facilita a su vez la regeneración del suelo. La descomposición no como proceso último sino «como política de Vida». ¿Y no es exactamente esta Vida (devenible en desmorir) la que abraza Zoila? Una serie de poemas que la protagonista recoge en su «cuaderno de deScomposición» interrumpen la narración y se cuelan contagiosamente como escrituras de esperanza:
Vendrán los tiempos en que
también
me descuelgue del mundo
cubierta de hongos
repleta de gusanos para rodar
quién sabe por qué caminos
tiñendo la tierra
magullando mi piel hasta pelarla
escurriéndome
un punto suspensivo
en el vacío,
entonces los pájaros
también
vendrán a picotearme.
El culto a la permanencia, la negación de la decrepitud, la fobia al paso del tiempo son la base del privilegio de perdurar y que necesita vulnerar otros cuerpos y formas de vida para seguir sosteniéndose. «Perdóneme que la contradiga, pero el cuerpo no tiene por qué acabarse en estos tiempos. […] El cuerpo puede reciclarse.», «Ahí reside el futuro de nuestra especie. Su prolongación y su repetición eterna.», «[los cadáveres] se los arrebatamos al horno y a los gusanos […] ya no tendremos cadáveres sino materiales de repuesto, recauchutaje de la carne y hueso […] la muerte se está volviendo un arcaísmo en el diccionario.», expone una enfermera en las últimas páginas de Fruta podrida. En una época en la que las aclamadas bondades del plástico y la indestructibilidad de algunos materiales colonizan los rincones más insospechados del planeta, la filósofa concluye que «si algo no puede convertirse en suelo, es un problema». La salvación ya no está en la perpetuidad sino en volver al suelo, y por lo tanto en una regeneración que implica cambiar de forma.
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Meses después de la operación, y a pesar de los cuidados, las cicatrices internas han ido tiñendo las capas más superficiales de la piel: una sutil sombra se extiende a lo largo de la cara interna de mi pierna, al mismo tiempo que la escritura de Lina Meruane infecta mi biblioteca. Sangre en el ojo y Palestina en pedazos esperan su lectura mientras agradezco a quienes se resisten a la privatización de la salud.
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«¿Viene por fin el camión a llevarse el cadáver de nuestro tiempo?», se pregunta Zoila; un tiempo que se diluye, por qué no imaginarlo, hacia un futuro compostado.
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