Sobre la angustia
El estremecimiento del sentido: lenguaje y mundo
Por Santiago Cardozo / Jueves 21 de abril de 2022
Los cimientos del mundo simbólico están construidos sobre el sinsentido más radical, pero no dejan de ser persuasivos (y operativos). En ciertos momentos, se logra entrever el abismo entre el lenguaje y los objetos. Santiago Cardozo examina la noción del «nosotros», de los pronombres posesivos y de los nombres propios. De pronto, encuentra la ilusión de lo imposible de comunicar.
«[…] la angustia nos introduce, con el acento de la máxima comunicabilidad, a una función que es, para nuestro campo, radical – la función de la falta».
Jacques Lacan, El seminario de Jacques Lacan. Libro 10: La angustia.
El cliché literario como punto de partida
Qué de estas fechas horrendas de diciembre martillea ostensiblemente mi alma, podría decirse a sí mismo, ante un espejo levemente torcido, titubeando en la decisión mecánica de si afeitarse el bigote o dejarlo sobrevivir un tiempo más, Descartes; qué martillea descascarando el revoque que nos tomó años afirmar; qué de ese algo o alguien persiste, alquitranado, en el cuerpo (se han corrido visiblemente las coordenadas interiores de la casa; el calendario se deshoja como un árbol intoxicado; las manos buscan algo que no saben dónde está, aunque presienten que lejos); qué, qué.
Me siento a leer un libro de cuentos de un autor argentino que descubrí hace poco. Entro en la primera línea del relato que abre el libro y, al llegar al final del renglón, sorpresivamente soy expulsado de la hoja con la fuerza y la determinación con las que un piloto de avión se eyecta para evitar la muerte con el caza que volaba. El estado de ánimo es beligerante. Hago un intento por retomar la lectura y, de nuevo, soy eyectado, pero esta vez descubro que hay alguien del otro lado, expectante, extático, execrando su mirada, empujándome al precipicio de las oraciones, al despeñadero donde la sintaxis deja de ser lengua y se vuelve hospicio de menesterosos y dementes. Lo observo, entonces, procurando no sumirme en la más oscura de las angustias. Pero se abre, entre él y yo, entre la escena y su reverso, el sentido, penetrado, incluso inseminado, por el sinsentido.
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El asunto, el mismo asunto de siempre: la apertura del sentido o su derrumbamiento, los fantasmas que vuelven a la vida, sin permiso, sin aviso, sin la indulgencia demandada por quienes se han visto desgarrados por el pasado inmediato; que vuelven y se ubican en los rincones sombríos de las casas que los vieron crecer, escondrijos donde se alojan arañas que tejen incesantes las formas ubicuas de la supervivencia: una mosca capturada en pleno vuelo, cuyas patas han quedado adheridas a los hilos pacientemente dispuestos sobre el aire. La imagen, pues, de la angustia, opresión que desmiembra el espíritu y hace de la rutina cotidiana un veloz descenso a los infiernos de la desesperación.
¿Qué dicen, cómo suenan sus voces ya olvidadas, por qué, en las frías noches de junio, gritan?
El signo
El problema del signo es, precisamente, el problema del deseo: ¿qué dice el signo del deseo? Esta es la pregunta principal, la pregunta cuya respuesta huye en múltiples direcciones. Es, también (y habría que pensar hasta qué punto el «también» resulta una denegación o un rechazo de lo que uno no quiere enfrentar) una pregunta que supone cierta vigilancia del sentido, una vigilancia que procura la escucha de lo que no se dice, como si colocáramos el oído sobre el pecho auscultando lo que se oculta en el intervalo de los latidos del corazón.
¿Cómo se experimenta el lenguaje en el cuerpo? ¿Qué palabras hacen falta para poder decir lo que nos atormenta, el pasado que se desdibuja en la lengua olvidada que hablamos cuando éramos niños, el ansioso deseo que busca fijar, en una gramática conocida, las emociones inefables de lo que resta por advenir, la muerte?
«Cuando muere una persona muy cercana, hay algo en los acontecimientos de los meses sucesivos en lo que creemos percibir que (por mucho que nos hubiera gustado compartirlo con él) sólo pudo desarrollarse gracias a su alejamiento. Al final saludamos a esa persona en un idioma que ya no entiende». (Walter Benjamin, Calle de mano única).
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La muerte, en su muda opulencia, es seductora; la depresión y la angustia, interesadas; el dolor, irreductible. Palabras y estados del alma y del cuerpo, figuras urgentes de la vida, excrecencias nocturnas del devenir humano: eso son, eso seguirán siendo.
Un cementerio contiene lo incontenible. No son siniestros ni están malditos: recogen los deshechos de la existencia en forma de huesos y tejidos con masas tumorales; fragmentos.
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La infelicidad de Funes
El imperativo de la felicidad produce montos de angustia por doquier, sin descanso: alcanza con levantar una piedra para encontrarse un puñado de lágrimas disponibles que se incrustarán bajo los párpados; así, al menor movimiento, comienzan a desparramarse por todo el torrente sanguíneo. Luego, solo queda intentar deshacerse de lo que se nos ha metido a nuestro pesar.
Cualquiera que, por la situación que fuera, quedara situado en el lugar de Funes el memorioso, no soportaría dos segundos la apabullante plétora de la realidad, ante la cual la lengua se nos aparece como un conjunto de palabras completamente deficitario, pobre, incapaz de aprehender la infinidad de matices que componen el abanico inconmensurable de los objetos que pueblan el mundo. Así, ha de decirse lo siguiente: Funes no es un sujeto, porque no tiene lenguaje; lo suyo es una acumulación de palabras, aun cuando haya gramática, una acumulación que nunca llega a ser una racionalidad, el complejo juego de las determinaciones simbólicas o las abstracciones lingüísticas que componen, en efecto, el lenguaje. En todo caso, Funes es un personaje monstruoso, mitológico, que nos empuja al abismo de los límites mismos de nuestro pensamiento; es, si se quiere, el perímetro infranqueable de nuestra ontología, a la que «accedemos» a través de la invisible vuelta de tuerca de Borges: el hecho de que solo podemos ver a Funes y tener hipótesis sobre lo que es por intermedio de la mirada del narrador, que es como nosotros.
Funes ve un objeto (el famoso perro) y dice, desde luego, «perro». Pero apenas el perro se mueve un milímetro en cualquier dirección o transcurre un milisegundo, el objeto-perro ya es otra cosa y, por lo tanto, requiere otro nombre. Y así sucesivamente para cualquier objeto del mundo, concreto o abstracto. De esto que Funes no pueda abstraer, vale decir, emplear la palabra «perro» para cualquier caso: perros distintos o el mismo perro movido en el espacio o inmóvil, pero sujeto al paso del tiempo; Funes no puede, entonces, pensar y, por ello, no es memorioso, en la medida en que la memoria vive de los recortes y de los olvidos, de la posibilidad de que haya lenguaje.
De este modo cruel, puestos nosotros en la posición de Funes, podríamos imaginarnos (recuérdese la vuelta de tuerca referida) la angustia que nos sobrevendría al darnos cuenta de la imposibilidad de que el lenguaje pueda decir el mundo: este siempre se nos escapa, elude la determinación simbólica que supone toda palabra (siempre que, insisto, tuviéramos un resabio mínimo de lenguaje). Esa angustia advenida es la consecuencia directa de estar ante el más radical sinsentido de la realidad, cuya captura nos desborda ampliamente y nos coloca en el borde mismo del desfiladero por el cual cae desplomada nuestra condición de sujetos. Pero hay algo que tiene que quedar claro: Funes no se angustia; Funes está en lo real; somos nosotros, los que, imaginándonos en la posición de Funes, podemos tomar una intuitiva conciencia de esta forma de la angustia y, a partir de ello, entender que somos sujetos por su advenimiento.
*
¿Qué ocurre cuando alguien habla y, mientras lo escuchamos, quedamos capturados/fascinados por la propia mecánica corporal del hablar, dejando/haciendo a un lado lo que dice y la forma del decir? En otras palabras, ¿qué sucede cuando, sustraídos al orden mismo de la significación (la producción de sentido: estas palabras dicen esto y esto otro y aquello de más allá, o tal vez dicen, en realidad, esta cosa que no veíamos a primera vista), nos sumimos en el automatismo físico-fisiológico del hablar, observando con todo detenimiento y toda ausencia de conciencia el modo en que se abre la boca, se mueven los labios, aparecen y desaparecen los dientes y la lengua, el ruido que sale de esa cavidad, sus timbres, sus escansiones y síncopas, el movimiento de los pómulos, la formación de las arrugas que rodean la boca y la nariz?
En rigor, no pasa nada; todo comienza a pasar cuando, ya vueltos a la vida significativa, tenemos el recuerdo o la conciencia de lo ocurrido y somos capaces de advertir, o al menos intuir, que todo nuestro edifico simbólico se apoya en un sinsentido radical, que detrás, debajo o encima de lo que decimos y escuchamos no hay sino la nada más apabullante, el peligro de que toda nuestra realidad se desmorone por el efecto de un ligero soplido.
Podríamos llamar angustia a la relación siempre tensa entre el orden significante (nuestra realidad tal como la conocemos, el hecho de que, cuando alguien habla, oímos palabras, a las que dotamos imaginariamente de tales y cuales significados) y ese «otro lado», inubicable, en el que domina el sinsentido, «otro lado» amenazante, capaz de poner en crisis nuestra neurosis cotidiana.
El problema, si se quiere, es el «nosotros» fantasmático que queremos construir o sobre el que creemos estar apoyados cuando nos relacionamos con el otro. Se trata de un «nosotros» de la interlocución, es decir, del diálogo, que aseguraría el lazo social entre los sujetos, puesto que funciona como el «lugar» del lazo, el espacio o el territorio mismos en que la intersubjetividad despliega su existencia. Sin embargo, a poco de que nos detengamos a observar de cerca lo que sucede con ese «nosotros», advertimos que se desgrana crónicamente, se difumina o desdibuja como instancia de encuentro, como plenitud comunicativa. Es así que el «nosotros» pasa a ser la angustiante evidencia del «yo» y el «tú» separados, sin posibilidad alguna de que, más tarde o más temprano, puedan converger al margen del malentendido, de los innumerables equívocos que gobiernan la comunicación.
El fantasma del «nosotros» se nos aparece resquebrajado y en perpetuo resquebrajamiento, ante lo cual el sujeto solo puede resignarse: la condición imaginaria de la construcción de ese «nosotros» no alcanza a recubrir o conjurar la radical soledad en que nos encontramos y a la que queremos sustraernos mediante los juegos ilusorios que nos permiten decir «mi madre», «mi hermano», «mi amigo» o «mi club», «mi clase», «mi historia», juegos, en este caso, con y de los pronombres posesivos (las nociones de posesión y pertenencia) que producen la sensación de una relación que va más allá de la mera contingencia, del mero avatar de sus propias ocurrencia y fragilidad. No hay posesión ni pertenencia en «mi madre» ni en «mi historia»: solo aceptamos el juego que consiste en que el posesivo esencializa una relación significante, levantada sobre el sinsentido más inverosímil, mudo y primordial.
Lo mismo que sucede con los posesivos (monstruosas palabras de la lengua) pasa con los nombres propios: llamamos al otro por ese nombre tan cotidiano, tan identificador y singularizador, tan cercano y tan familiar (tan heimlich), y creemos nombrarlo, decirlo, llegado el caso, conocerlo. Pero nada de esto escapa a la ilusión comunicativa, esa trampa perenne que nos tiende la lengua a cada paso. Digo «mi madre» o «Juana», digo «mi hermano» o «Pedro» y creo que estoy en el territorio compartido de esa lengua (maliciosa) que nos ha unido desde mi nacimiento, desde que fui inscripto en el orden simbólico. Pero del «otro lado» de esas palabras no hay nadie ni nada, no hay sustancia ni esencia, sino una pura relación que significa, que nos arranca de la contingencia más abúlica y anodina y nos introduce, por la fuerza de la interpelación ideológica de la que hablaba Althusser, en la realidad como tejido o trama de sentido. Pero es entonces cuando reparamos en que ese tejido o esa trama de sentido están completamente sostenidos sobre el sinsentido o el silencio que hacen posible la emergencia de la lengua como tal y, a la vez, la angustia de la no-coincidencia del orden de las palabras y el orden de los objetos: se crea, así, el precipicio del equívoco crónico.
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Angustia, depresión, melancolía: figuras de una relación problemática con el Otro (el lenguaje, la historia, la cultura, la sociedad), aunque con lugares diferentes en la estructura irreductiblemente axiológica de la vida en común.
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