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Formas de leer

En plena guerra, en plenos amores: Victoria Ocampo lee a Marcel Proust

Por Francisco Álvez Francese / Viernes 08 de diciembre de 2023
Victoria Ocampo y edición original de «Le vert paradis» (1944).

Francisco Álvez Francese trae a colación las memorias de la argentina Victoria Ocampo e ilustra la potencialidad de la expresión que despierta Proust en ella. El efecto no solo aplica al entendimiento de la lectura, sino también a la forma de recordar lo inexpresable, aquello ligado a «la melodía quejumbrosa que en mi infancia empezó con un solo de violín».

«Hace mucho tiempo leía Ruskin con entusiasmo [...] en inglés», cuenta Victoria Ocampo en su ensayo autobiográfico Le vert paradis, recientemente reeditado en su versión original en francés, de 1944, junto a otros textos, por intermedio de la escritora y traductora Silvia Baron Supervielle. «Alguien me señaló una traducción francesa de Sésame et les Lys y me dio curiosidad de recorrerla», sigue, y recuerda: «Esta traducción estaba precedida de un prefacio que me sorprendió por su tema y la forma en el que ese tema estaba tratado. El traductor —un desconocido, llamado Marcel Proust— decía allí, sobre las lecturas de nuestra infancia, cosas que había creído hasta entonces inexpresables.»

Ocampo va a volver en una serie de ensayos sobre sus propias experiencias con la lectura a partir del modelo de su predecesor, Proust, ignoto cuando ella lo leyó. El encuentro con Sésamo y lirios (1865) tuvo que ser, por lo tanto, posterior a 1906, fecha de publicación de la versión en francés, y anterior, al menos, a 1918, cuando Proust ganó el premio Goncourt por A la sombra de las muchachas en flor y alcanzó notoriedad. Ocampo sería veinteañera, tal vez, cuando se introducía en el pensamiento estético del británico, y descubría, gracias a su genial traductor, una nueva manera de entender los libros y, por consiguiente, de pensar en su niñez.

En sus memorias, en su propia récherche, Ocampo vuelve compulsivamente sobre su infancia y sobre Proust, para explicarse a sí misma, para explicar sus amores y los sentimientos que no puede entender de otro modo. «Yo creía que cuando lo supiera todo me quedaría en paz», comenta en La rama de Salzburgo (1981), «o que por lo menos me quemaría menos esa llama, pues sufría de unos celos retrospectivos a lo Proust», y aclara: «(a quien no conocía; À la recherche du temps perdu se publicó en 1914, en plena guerra, en plenos amores)». 

Pero su relación con el personaje será, finalmente, estrecha: «El episodio contado por Proust al comienzo de À la recherche du temps perdu, el drama de aquella noche en que no consigue darle un beso a su madre antes de acostarse, como de costumbre, y en que le manda una carta con Françoise, es del mismo orden que los dramas vividos en mi niñez (ajena a Proust)», reflexiona: «Y así como esa forma de querer y de sufrir en Proust niño se asemejaba a la del atormentado amante de Odette, el celoso Swann, mi edad adulta iba a re-conocer, a re-encontrar como en un tutti ensordecedor de orquesta, en el periodo de mi pasión por J., la melodía quejumbrosa que en mi infancia empezó con un solo de violín».

Los protagonistas y el narrador del gran libro de Proust son, así, una especie de espejo para la apasionada Victoria, que por años se niega a leerlo, porque lo que ve de parecido entre sus vidas le duele y sus análisis la «desollan». En Viraje (1982) confiesa: «Siento demasiado como él. Y esta semejanza en el sentir me impide leerlo a sangre fría». No puede ser crítica, pero encuentra en su obra, desde el prólogo al libro de Ruskin en adelante, un modo de narrarse que le impacta. Ocampo se ve en la literatura y, a través de ella, se lee a sí misma, se conoce mejor. Pero no se queda en esa identificación: busca algo más. 

«Los libros que leemos con ojos de niño son los únicos almanaques que conservamos de los días ya idos, dice Proust», parafrasea Ocampo, y matiza: «Por supuesto que eso no les confiere méritos literarios si no los poseen. Pero cuando empezamos a leer tenemos mucho apetito y pocas exigencias». La cita original, no obstante, es un poco distinta: «si alguna vez hoy volvemos a hojear esos libros de antaño», dice Proust en la traducción de Núria Petit Fontserè, «ya sólo lo hacemos como si fuesen los únicos almanaques que hemos conservado del pasado y con la esperanza de ver reflejados en sus páginas estanques y caserones que han dejado de existir». Para el francés, la lectura funciona, en parte, como modo de recuperación del pasado.

En «Pour une critique fiction», Jacques Dubois marca, ciertamente, una limitación en este modo de leer, sobre la que el crítico elabora una teoría de la creación. En efecto, recuerda en su artículo un fragmento de ese texto —conocido bajo el título «Días de lectura»— en el que Proust da cuenta de su compenetración con el destino de los personajes de una novela, una pasión que refleja la de Oscar Wilde, que célebremente afirma: «Una de las grandes tragedias de mi vida es la muerte de Lucien de Rubempré», en referencia a la novela Esplendores y miserias de las cortesanas (1838), de Balzac. «Un lector más experimentado no vive su lectura de forma tan emotiva como el joven evocado en estas líneas», argumenta Dubois, y agrega: «Pero lo que Proust formula tan felizmente es que el tiempo dedicado a la lectura se desarrolla en un universo independiente del espacio de la vida ordinaria». En esta identificación extrema se perdería, según el crítico, la parte intelectual del intercambio. Ya adulta, Victoria reflexiona sobre este proceso, sobre sus posibilidades e imposibilidades. 

De niña, cuenta Ocampo, utilizaba los versos de Jean Racine para manifestarse contra su maestra francesa, Alexandrine Bonnemaison, y los recitaba con intención, como modo de expresar, a través de Fedra, lo que no podía decir en tanto que Victoria. «Me sentía miserable y he aquí que me ofrecían términos por decirlo de la manera más suntuosa y más disimulada», dice Ocampo recordando los versos «¡Miserable! ¿Y aún vivo? ¿Y sostengo la vista / del sol santo del cual a la postre desciendo?», que cito en la versión de Carlos Pujol. 

La diferencia de escalas es maravillosa: una joven argentina que se dice a sí misma a través de los versos que un francés del siglo XVII puso en boca de una princesa cretense, pero, advierte, no es nada especial: era la idea de Racine, precisamente, que Luis XIV se reconociera en su Alexandre (1665), que le dedicó, como recuerda. Pero entonces se produce un quiebre: «como debía también recitarlo los días calmos o alegres, días en los que no coincidía más con mis emociones del momento, comenzó a gustarme por razones más objetivas», medita. En esa diferenciación se encuentra, concluye, el surgimiento de lo estético: en una lectura, agrego yo, que se vuelve capaz de mirarse reflexivamente, desde un espacio de quietud nuevo, ajeno y a la vez íntimo.

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