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Novela de otra época

Leé un avance de «El monte de las furias», de Fernanda Trías

Por Fernanda Trías / Viernes 31 de enero de 2025
Detalle de portada de «El monte de las furias». Imagen: Fernanda Montoro.

«Vuelve la literatura médium, chamánica, la escritura lírica y clarividente de Fernanda Trías. Si las montañas hablaran tendrían la furia de su lenguaje», escribió Gabriela Wiener sobre El monte de las furias (Penguin, 2025), la nueva novela de la escritora uruguaya. Empezá a leer este libro que estará en librerías el próximo 3 de febrero.

«Y dijeron los Progenitores: ¿Sólo silencio e inmovilidad

habrá bajo los árboles y los bejucos? Conviene

que en lo sucesivo haya quien los guarde».

Popol Vuh


«Atravesar una metamorfosis significa

poder decir “yo” en el cuerpo del otro».

Metamorfosis, Emanuele Coccia


«Como los perros, siento necesidad de infinito».

Los cantos de Maldoror, Conde de Lautréamont


Última hoja

El sonido de la pala, el vaivén del cuerpo. Un tiempo hendido por otras marcas. El peso de la carretilla impulsando el movimiento de la rueda y el tzzz de la tierra al derramarse en el hueco. El borde de la pala que abre, separa, levanta (el vaivén del cuerpo). La tierra que se mece en su cama de metal y cae (estable, gruesa, irregular). Una vibración corre por los brazos, atraviesa el mango de la pala, llega a la hoja y el filo penetra. Luego el cimbronazo vuelve a subir por la pala hasta las manos y el vaivén se torna lento, pausado. El cansancio se instala. Caen los grumos sobre el cuerpo limpio, el pelo desenredado, las uñas al ras, el perfume a jabón Rey mezclándose con el otro, a fermentación y a eucalipto, olor a ternero. 

Un tiempo ya lejano. (Digámoslo así). 

Pero hubo otra época en que creí que la montaña me había abandonado. Ahora recuerdo al Celador apenas como un insecto. Lo recuerdo con amor porque los insectos cumplen una función en el mundo: comerse lo que sobra, limpiar la podredumbre. La montaña no desperdicia nada. La montaña se sana a sí misma, manda a sus criaturas a limpiar la muerte. Se lame las heridas hasta que estas se convierten en alimento. 

No puedo extenderme mucho. Hoy volvieron las mariposas negras. Atraídas por la luz, se estrellan una y otra vez contra mi ventana.

Yo, que nunca había conocido la idea del tiempo como algo escaso, que nunca creí en el tiempo como una sustancia capaz de agotarse, estoy aquí (ironía de la vida) apurándome a llenar esta última hoja antes de que el sol despunte sobre el bosque de niebla. Los ladridos de la jauría, quién iba a decirlo, ahora me tranquilizan. Confirman que no me he quedado ciega y que la oscuridad que empuja al otro lado de la ventana es el color de la noche. En unos minutos, cuando los pájaros estallen en burbujas, sabré que se hace tarde. 

Tengo que dejar mi casa. 

Tengo que dejarla antes del amanecer, me dijeron. Vinieron de a cuatro a decírmelo, como si con uno no alcanzara. Pero ya voy a llegar a eso también. Antes quiero poner por escrito que las casas sí son cosas, porque cualquiera puede quitártelas. 

Esta casa me dio el tiempo de entender el mundo. Mucho he pensado aquí y los cuadernos que llené sirven para demostrarlo. No pienso llevarme nada porque nada de lo que tengo va a servirme adonde voy. Ni siquiera los tallos de mi abuela, esos cogollos de raíces blancas que flotan en un frasco de agua espesa. Podría beber esa agua, que está allí desde hace treinta años, que fue puesta en ese frasco por las propias manos de mi abuela, y aun así sé que no moriré. 

Nada de la montaña puede matarme. Alguien dirá: Los hombres sí, los hombres de la montaña pueden abrirte el cuello, pueden arrancarte los dedos de cuajo y cortarte los ojos en cruz con una Gillette, pueden hacerte comer tu propia lengua y por eso huis como una rata de monte. Tal vez, pero ellos nunca fueron de la montaña. 

Las mariposas negras insisten contra el vidrio. Son las mismas que escoltaron a mi madre. Madre, te vi irte con la enfermedad a cuestas, mordiéndote la nuca. Si supiera dónde estás te contaría el secreto. Te mecería como se mecen las raíces para ayudarte a morir. Te subiría a la carretilla, te lavaría, te acunaría entre la tierra mojada para que sintieras, como yo, las caricias de la lombriz. Tal vez así te hubiera amado, como amé a los frutos de la montaña. 

De chica te enseñan que hay que amar a la madre porque te dio la vida, pero vos no pediste nacer: saliste dando alaridos, con la cara roja de rabia. ¿Cómo explicarlo? Es como cuando hay un agujerito en una tela y vos metés el dedo una y otra vez para agrandarlo, para desgarrar despacio, y vos querés parar pero no podés, no es tu voluntad, es el dedo, la atracción del agujero que te empuja. Así mismo, la vida. Porque darte, la vida no te da nada, pero una se obstina en seguir viviendo.


La montaña

El primer recuerdo es negro. No negro como la noche, que contiene la inminencia del día, ni negro como el descanso del durmiente, que le teme a los sueños, sino de un negro compacto, desprovisto de pliegues y fisuras. Nada interrumpe ese negro: una oscuridad que no conoce más que a sí misma, incapaz de imaginar lo que nunca existió. Negro-negro como quien dice: soy. Negro como la certeza. Negro como los órganos, el río subterráneo de la sangre. Es el recuerdo más viejo de la montaña. Después hay otros: la montaña recuerda cuando era centro de la Tierra. No muerte, sino anticipación. No nacimiento, sino espera. Recuerda el roce de las lombrices —el latido de sus diez corazones— y no saber si era ella tocándose a sí misma. Recuerda las raíces de los arbustos, primero finas y superficiales, luego gruesas y profundas, creciendo como crecen las cosas vivas, abriendo la carne oscura con su filo, y no saber si era suyo ese dolor. Recuerda las grietas que la cuarteaban por dentro y no saber si era aquello la soledad. Entonces reinaban las aves, y ella cree recordar el sonido de sus alas a una altura en apariencia inalcanzable. Esbeltas como árboles, estables como ríos. Cuándo ocurrió todo, difícil saberlo. A veces le parece acceder a un tiempo primitivo e impreciso, como esas hojas cuya forma queda estampada en la piedra pero hace mucho que han muerto. Un hueco de sí misma. Otras veces la memoria se confunde con el presente y es como si la vida se repitiera. 

Ahora ya no se siente blanda y expectante, sino áspera y vieja, la piel dura de tanta erosión, lluvia y alumbramiento. 

Mira hacia abajo y ve: una mujer, una casa, un hombre. La mujer sube y baja; la mujer duerme. El hombre come; el hombre sube y baja; el hombre duerme. La niebla sube y baja; va envolviendo la montaña con su abrazo tenue, nada asfixiante, y luego cae a la tierra y se convierte en lo que siempre fue. 

¿Cuándo apareció allí esa mujer? Imposible estar al tanto de todo, si ni siquiera en las noches el movimiento se detiene: allá en la punta ha nacido otro helecho; allá más lejos ha muerto otra liebre —se apresta a ser chupada por la tierra—. La montaña masticará sus huesitos de nada, sorberá el jugo de su carne. Pero todavía no. La podredumbre ya empieza a sentirse (ese también es el perfume de la montaña). Ahora las moscas huelen el cadáver a varios kilómetros y emprenden el vuelo. Llegan a poner sus huevos, que ya se convierten en larvas, miles de larvas blancas cubriendo la carne. Comerán hasta hartarse. Y luego vendrán los escarabajos de la muerte a clavar sus poderosas mandíbulas. El hervidero de insectos necrófagos le dará a la liebre una apariencia de movimiento. ¿Está viva la liebre mientras su carne se agita? Y cuando ya no quede más que un montoncito de huesos, quizá un resto de cuero duro, será el turno de la montaña. Ella hace todo eso y al mismo tiempo no hace nada. Es como los hombres cuando respiran: no necesitan pensamiento. 

Los hombres están hechos de miedo; eso lo sabe la montaña. Mientras que ella está hecha de tiempo. Pero, ¡ah!, a veces le parece oler el mar, oír el embudo de las aguas al retirarse y la música de miles de caracolas, y sabe que ella también fue fondo oceánico. La mujer come; el hombre come. La mujer despierta; el hombre duerme. Son como una exhalación. Ellos se burlan de las hormigas, pero los hombres son apenas perros que mueven la cola en sueños. La mujer limpia; el hombre acarrea. Igual que la montaña tienen el vientre lleno de muerte. ¿Podrán oír por las noches el murmullo de haber sido agua? 

La montaña se sabe eterna, aunque también va a morir algún día. ¿Cuánto tardará en volver a ser plana y árida como el desierto? He ahí un ave que lleva un pañuelo de seda en el pico. Sobrevuela la cima todos los días y cada vez que pasa la roza con su tela. El tiempo que le tome a ese pañuelo erosionar la montaña, ese es el tiempo de su muerte.

La montaña dice que no puede ser sino presente, aunque en sí misma contenga todo el pasado. 

La montaña mira la ciudad roja: la gente no le incomoda, ha tenido otros parásitos. Se mueven seguros de sí, despreciando a los insectos y a los yerbajos. Son dueños de cosas: líquidos para atontar moscas, artilugios para aplastar cucarrones, olores que dejan tiesos a los mosquitos, polvos que ponen a babear a los roedores, venenos que dan vuelta el estómago de las bestias. Pero también tienen varas capaces de hacer explotar el pecho de sus congéneres, bolas de fuego que arrancan las cabezas de sus padres, hojas filosas que abren el cuello de sus hermanos, sustancias mágicas que arrancan la piel como la muda de una serpiente. Todo eso tienen, pero buscan más, necesitan algo. Son animales lentos. 

Lo único que nunca muere es lo que nunca nació.

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